Lo que sucedió en los segundos que siguieron no lo habría creído Carl ni en sus más disparatadas fantasías: que un hombre con la edad de Lønberg y su aspecto cadavérico pudiera actuar con tal rapidez y decisión.
Dio un salto, agarró todo el montón de papeles de la carretilla, los arrojó al bidón, asió una botella de plástico con gasolina que había en la hierba, retiró el tapón y la arrojó sobre el montón.
El efecto fue extraordinario, y Carl y Assad retrocedieron varios pasos cuando la columna de fuego se alzó con un estruendo y llegó casi hasta la copa de una enorme haya roja que imperaba en el jardín.
—Ya está —dijo el hombre—. Ahora ya pueden llamar a los bomberos. ¿Cuánto va a costarme? ¿Una multa de cinco mil coronas? ¿De diez mil? Sobreviviré.
Iba a girar y dirigirse hacia la casa cuando Carl lo agarró del brazo.
—¿Su hija Liselotte ya sabe a qué cochinada está prestando su nombre, Lønberg?
—¿Liselotte? ¿Cochinada? Si se refiere a su puesto de directora de Benefice, es algo de lo que solo puede estar orgullosa.
—¿Ah, sí? ¡No me diga! ¿Está orgullosa también de los abortos de La Lucha Secreta? ¿O quizá no se lo han contado? ¿Comparte con usted su retorcida visión de las personas? ¿Simpatiza con sus asesinatos de niños inocentes? ¿También puede estar orgullosa de eso, o tal vez no sabe nada en absoluto? ¿Es así?
Lønberg miró a Carl con una gelidez que el fulgor de las llamas no logró derretir.
—No tengo la menor idea de lo que está hablando, que conste. Si tiene algo concreto que exponer, llame a mi abogado pasado mañana. El lunes abre el despacho a las ocho y media. Se llama Caspersen, por si les interesa. Aparece en la guía.
—Ah, sí, Caspersen —se oyó a Assad por detrás—. Lo conocemos de la tele. Uno de los de Ideas Claras, ¿no? Tendríamos sumo gusto en saber su número de teléfono, muchas gracias, entonces.
El tono alegre suavizó la arrogante expresión del hombre.
Carl se inclinó hacia él y casi susurró su despedida:
—Gracias por esta vez, Wilfrid Lønberg. Creo que hemos visto y oído suficiente por ahora. Salude a Curt Wad y dígale que vamos a Nørrebro, a visitar a una de sus viejas amigas. El caso Hermansen, ¿no se llamaba así en otros tiempos?
Nørrebro era zona de guerra. Aquellos bloques de edificios levantados deprisa y corriendo habían creado el mejor caldo de cultivo para un montón de problemas sociales con su estela de enorme delincuencia, violencia y odio. Nada que ver con lo que era antes, cuando el trabajo social del barrio consistía básicamente en ayudar a trabajadores atareados a llevar una vida más o menos digna. Solo cuando caminabas a lo largo de los Lagos veías desplegarse la grandeza de tiempos pasados.
—Los Lagos siguen siendo el mejor sitio de la ciudad —solía decir Antonsen, el de Rødovre, y no le faltaba razón. Cuando uno observaba aquellos hermosos y atractivos edificios alineados, resguardados por castaños de Indias y con vistas al agua mansa donde nadaban grupos de cisnes, no se podía imaginar que a solo cien metros estaba el terreno de juego de los moteros y las bandas de inmigrantes, y que había que guardarse de andar por allí después de anochecer.
—Creo, o sea, que está en casa —dijo Assad, señalando las buhardillas del piso superior.
Carl asintió con la cabeza. Al igual que el resto de ventanas del edificio, estaban iluminadas.
—¿Nete Hermansen? Policía —dijo Carl por el interfono—. Me gustaría subir a hacerle unas preguntas. ¿Le importa abrirme?
—¿Qué preguntas? —se oyó por el interfono.
—Nada especial. Una comprobación rutinaria.
—Ah, ¿algo del tiroteo de Blågårdsgade el otro día? Pues sí, lo oí bien. Pero haga el favor de dar un paso atrás y enseñar la placa de policía para que la vea. No dejo entrar a cualquiera.
Carl indicó a Assad que se quedara en la puerta, y luego retrocedió por el sendero entre los minijardines de la planta baja, para que la luz cayera directa sobre su rostro.
Pasado un rato, vio que una de las ventanas se abría y asomaba una cabecita.
Carl dirigió hacia ella la placa, tan alto como pudo.
Treinta segundos más tarde el portero automático zumbó.
Después de un montón de peldaños sofocantes, en el cuarto piso, vieron que la puerta estaba entreabierta, así que la señora tampoco estaba tan asustada.
—¡Oh! —exclamó cuando Carl pisó el pasillo con ligero olor a moho y apareció tras él el semblante moreno de Assad. Así que al final sí que se asustó. Seguramente, la intransigencia de las bandas de inmigrantes de Nørrebro había dejado su huella.
—Ah, sí, perdone; no tenga miedo de mi ayudante. Es un pedazo de pan —mintió.
Assad tendió la mano.
—Hola, señora Hermansen.
Hizo una reverencia, como un escolar en el baile de fin de curso.
—Hafez el-Assad, pero puede llamarme Assad. Me alegro, o sea, de conocerla.
La mujer vaciló, pero al final tendió la mano.
—¿Quieren una taza de té? —preguntó, sin hacer caso del gesto negativo de Carl y el fervoroso asentir de Assad.
La sala era como suelen ser las salas de señoras mayores. Una mezcla variada de muebles pesados y recuerdos de una larga vida. Solo brillaban por su ausencia las enmarcadas fotos familiares. Carl recordó la breve descripción que hizo Rose de la vida de Nete Hermansen. Sin duda había buenas razones para que faltaran aquellos retratos.
La mujer entró llevando el té en una bandeja, con un leve cojeo; era guapa a pesar de sus setenta y tres años. Cabello rubio claro, seguro que teñido, y con un corte elegante. Era evidente que el dinero había tenido su importancia, pese a su vida desgraciada. Con el dinero solía pasar eso.
—Bonito vestido, entonces —exclamó Assad.
Ella no respondió, pero de todas formas le sirvió primero.
—¿Tiene que ver con el tiroteo que hubo en Blågårdsgade la semana pasada? —preguntó, y se sentó entre ellos mientras empujaba un plato con pastas hacia Carl.
Carl declinó la oferta, y se enderezó en el sillón de orejas.
—No; se trata de que en 1987 desaparecieron varias personas que no han vuelto a aparecer, y esperábamos, Nete… —hizo una pausa—. ¿Puedo llamarla por su nombre?
Ella asintió en silencio. Tal vez con cierta aversión, era difícil saberlo.
—Y esperábamos, Nete, que usted nos ayudara a aclarar esos misterios.
Aparecieron dos arrugas finas verticales en la frente de Nete.
—Claro, si puedo ayudar de alguna manera.
—Tengo aquí un informe de parte de su vida, Nete. Y veo que no ha sido fácil. Ha de saber que quienes investigamos estos casos estamos muy afectados al ver qué intervenciones han debido sufrir usted y otras mujeres como usted.
La mujer arqueó una ceja. ¿Era desagradable para ella? Seguramente, sí.
—Perdone que hurgue en aquella época, pero es que varias de las personas desaparecidas parecen haber tenido vínculos con Sprogø, pero volveré después a eso.
Tomó un sorbo de té, algo amargo para su gusto, pero mejor que el jarabe de Assad.
—Antes de nada, estamos aquí porque investigamos la desaparición de su primo Tage Hermansen en septiembre de 1987.
La mujer ladeó la cabeza.
—¿El primo Tage? ¿Ha desaparecido? Llevo sin saber de él desde tiempos inmemoriales, y siento oírlo. No lo sabía.
—Ajá. Esta mañana hemos estado en su pequeño taller de Brenderup, en Fionia, y hemos encontrado este sobre.
Lo sacó de una carpeta de plástico y se lo mostró.
—Sí, es verdad. Invité a Tage a que me visitara. Ahora entiendo mejor que no respondiera.
—No tendrá por casualidad una copia de la carta, ¿verdad? Una copia de calco, o tal vez una copia impresa.
La mujer sonrió.
—Qué va, seguro que no. Estaba escrita a mano.
Carl hizo un gesto afirmativo.
—Usted estuvo en Sprogø con una enfermera llamada Gitte Charles. ¿La recuerda?
Volvieron a aparecer las arrugas verticales.
—Claro que la recuerdo. No olvido a nadie de allí.
—También Gitte Charles desapareció por esa época.
—Vaya, qué raro.
—Sí, y Rita Nielsen.
La mujer tuvo un ligero sobresalto. Las arrugas desaparecieron, pero los hombros retrocedieron un poco.
—¿Rita? ¿Cuándo?
—Lo último que se sabe de ella es que compró cigarrillos en un quiosco de Nørrebrogade, a doscientos metros de aquí, el 4 de septiembre de 1987 a las diez y diez de la mañana. Además, su Mercedes apareció en Kapelvej. No muy lejos de aquí, ¿verdad?
Ella apretó los labios.
—Pero eso es espantoso. Rita me visitó aquel día. ¿Fue el 4 de septiembre? Sí, recuerdo que era al final del verano, pero no la fecha exacta. Había llegado a una fase en mi vida en que debía enfrentarme a mi pasado. Había perdido a mi marido un par de años antes y estaba estancada. Por eso invité a Rita y a Tage.
—Así que ¿Rita Nielsen la visitó?
—Sí que vino, sí —confirmó.
Señaló la mesa.
—Estuvimos tomando té en estas mismas tazas. Estaría un par de horas. Recuerdo muy bien que fue algo extraño, pero que me alegré de verla. Hicimos las paces, ¿sabe? En la época de Sprogø no siempre fuimos buenas amigas.
—La buscaron con insistencia después de desaparecer. ¿Por qué no se dirigió a las autoridades, Nete?
—Pero eso es espantoso, ¿qué pudo haberle ocurrido?
La mujer miró un rato al vacío. Si no respondía a la pregunta de Carl, era porque pasaba algo.
—¿Que por qué no me dirigí a las autoridades? —dijo después—. Pues porque no pude. Me fui a Mallorca al día siguiente para comprar una casa, lo recuerdo bien, así que pasé medio año sin leer periódicos daneses. Suelo pasar los meses de invierno en Son Vida. Y la única razón de que esté en Dinamarca ahora es que he tenido problemas con una piedra en el riñón, y prefiero que me lo traten aquí.
—Tendrá los papeles de esa casa, ¿verdad?
—Por supuesto. Pero oigan, me da la sensación de que me están interrogando. Si sospechan algo, será mejor que lo digan.
—No, Nete. Pero debemos aclarar ciertas cuestiones, y una de ellas es por qué no reaccionó cuando se organizó la búsqueda de Rita Nielsen. ¿Podemos ver las escrituras de la casa?
—Menos mal que ya no las guardo en Mallorca —dijo, algo ofendida—. Me las traje el año pasado, cuando robaron en toda la urbanización. Por si acaso.
Sabía el lugar exacto donde estaban. Las puso ante Carl y señaló la fecha de compra.
—Compré la casa el 30 de septiembre de 1987, pero para entonces llevaba tres semanas de sufrimiento y negociaciones. El dueño quería timarme, pero no lo consiguió.
—Pero…
—Sí, ya sé que es mucho después del 4 de septiembre, pero es así. Puede que tenga aún los billetes de avión en alguna parte, no me extrañaría. Para que vean que es verdad que no estaba en Dinamarca. Pero encontrar
eso
no va a ser tan fácil.
—Me bastaría con un sello en el pasaporte o algún otro tipo de documentación —informó Carl—. Si tiene guardados los viejos pasaportes, tal vez pudiera haber algunos sellos que lo probaran, ¿no?
—Estarán en alguna parte, pero tendrá que volver otro día. Tendría que buscarlos.
Carl asintió con la cabeza. Lo más seguro era que dijera la verdad.
—¿Qué relación tenía con Gitte Charles, Nete? ¿Podría describirla?
—¿Por qué quieren saberlo?
—Tiene razón, puede que haya formulado mal la pregunta. La cuestión es que en el caso de Gitte Charles tenemos poca información. Casi nadie de los que la conocieron vive hoy en día, y por eso es difícil hacerse una idea de qué tipo de persona era, y por qué desapareció tal vez. ¿Podría decirnos alguna característica suya?
Era evidente que se le hacía difícil. Tal vez podría formularse su dilema como: ¿por qué ha de hablar bien el encarcelado del carcelero?
—¿La trataba mal, y por eso le cuesta responder? — sugirió Assad.
Nete Hermansen asintió en silencio.
—Sí; no es fácil.
—Porque Sprogø era un lugar desagradable, ¿verdad? Y ella, entonces, era una de las que la tenían encerrada, ¿no? —continuó Assad con la mirada clavada en el plato de las pastas.
La mujer volvió a asentir en silencio.
—De hecho, hace muchos años que no pienso en ella. Tampoco en Sprogø. Lo que hacían allí era demencial. Nos tenían aisladas del mundo y nos cortaron las trompas de Falopio. Nos llamaban retrasadas, no sé por qué. Y aunque Gitte Charles no era la peor, desde luego a mí no me ayudó de ninguna manera a salir de allí.
—¿No ha tenido contacto con ella desde entonces?
—Gracias a Dios, no.
—También hay un tal Philip Nørvig. Lo recuerda, ¿verdad?
Ella hizo un vago gesto afirmativo.
—También desapareció ese día —informó Carl—. Sabemos por su viuda que había recibido una invitación de Copenhague. Dice usted que por aquella época estaba en un período en el que tuvo que enfrentarse a su pasado. Philip Nørvig también era culpable de su desgracia, ¿no, Nete? Culpable de que la denuncia contra Curt Wad no siguiera adelante. Entonces, ¿era una de las personas a quienes debía enfrentarse? Aquella invitación que recibió ¿era suya, Nete?
—Qué va. Solo invité a Rita y a Tage, a nadie más.
Sacudió la cabeza.
—No lo entiendo. Tantos desaparecidos a la vez, y que yo los conociera a todos. ¿Qué puede haber ocurrido?
—Por eso precisamente hemos entrado en acción los del Departamento Q. Nuestra especialidad son los casos antiguos, casos de interés especial. Y que haya tantos casos de desaparición relacionados entre sí no es natural, como usted misma dice.
—Hemos investigado a ese doctor Curt Wad —añadió Assad. Algo antes de lo que había calculado Carl, pero es que él era así. Después continuó—: Su rastro se cruza en diversas ocasiones con el de varias de las personas desaparecidas. Para empezar, con Nørvig.
—¡Curt Wad!
La mujer levantó la cabeza como un gato que ve pájaros al alcance de sus garras.
—Sí, ya sabemos que tal vez fue el comienzo de su desgracia. Hemos visto en los registros de Nørvig que fue él quien logró que fuera desestimada su denuncia contra Wad y a su vez la denunció a usted. Siento tener que volver a mencionarlo, pero si usted puede darnos algún tipo de relación probable entre esas desapariciones y el doctor, le estaremos muy agradecidos.
La mujer asintió con la cabeza.