Nete emitió una risa sofocada al oírlo.
—Aquí no se puede jurar —dijo en voz baja, dando un codazo en las costillas a Rita.
Así que al menos era legal.
Cuando Rita terminó de fumar su segundo cigarrillo, miró el reloj. Eran las 10.58, era hora de meter la cabeza en las fauces del león, hora de romperle los dientes.
Por un instante estuvo a punto de gritar al joven, que ahora estaba apoyado contra un árbol, que la esperase hasta que bajara, pero después imaginó el bonito cabello y las curvas de Nete, y lo dejó. Siempre podía conseguir pollas. Bastaba chasquear los dedos en cualquier rincón del mundo, en cualquier momento.
No reconoció la voz de Nete por el portero automático, pero no lo dejó entrever.
—¡Neteee! ¡Cómo me alegro de volver a oír tu voz! — gritó, y empujó la puerta cuando oyó el zumbido del interfono. Puede que Nete estuviera enferma. Al menos lo parecía, por la voz.
La inesperada inseguridad momentánea desapareció cuando Nete abrió la puerta y se quedó mirándola, como si los veintiséis años transcurridos hubieran sido un soplo de viento y todo rencor entre ellas hubiera desaparecido.
—Entra, Rita. Qué buen aspecto tienes. Y gracias por venir a la hora —exclamó Nete.
La llevó a la sala de estar y le pidió que se sentara. Seguía teniendo unos dientes grandes y blancos, y los labios carnosos. Y unos ojos azules que podían pasar de la gelidez a la pasión como ningunos otros que hubiera visto Rita.
Cincuenta años, y está igual de guapa, pensó Rita mientras Nete le daba la espalda, sirviendo el té en el aparador. Bonitas piernas delgadas enfundadas en pantalones planchados. Una blusa ceñida que cubría sus curvilíneas caderas, y un trasero tan prieto como siempre.
—Tienes muy buen aspecto, preciosa. Me niego a creer que tengas algo de lo que no puedas curarte. Di que no es verdad. Que solo era una artimaña para atraerme a Copenhague.
Nete se volvió hacia ella con las tazas en la mano y una mirada cálida, pero no respondió. Volvía al juego callado de otros tiempos.
—Por lo demás, no creía que quisieras volver a verme, Nete —confesó, mirando alrededor.
No era un piso decorado con muebles caros. No para una mujer que Rita sabía, porque lo había investigado, que tenía un montón de millones.
—Pero he pensado mucho en ti, como puedes imaginar —dijo, mirando las dos tazas.
Sonrió. Dos tazas no eran tres.
Luego se volvió hacia las ventanas. Así que no había ningún abogado. Iba a ser muy entrañable.
Rita y Nete eran una buena pareja, los cuidadores se dieron cuenta enseguida.
—Nos falta gente en la sección infantil —dijeron, y las aprovisionaron de cucharas.
Durante un par de días dieron de comer a los débiles mentales profundos, niños grandes sujetos a los radiadores porque no podían estar sentados a la mesa. Una marranada de trabajo, que se realizaba algo aparte para que el triste espectáculo no saltara a la vista de nadie. Y como estaban a la altura de las circunstancias y se encargaban de que los críos tuvieran la cara limpia, el pago era que se encargasen también de mantener limpio el otro extremo de su tubo digestivo.
Rita vomitaba, porque en su casa la única mierda que veía era la que salía de las cloacas cuando llovía mucho. Nete, al contrario, limpiaba culos y pañales cagados como si no hubiera hecho otra cosa en la vida.
—La mierda es mierda —solía decir—, y en ella he crecido yo.
Después hablaba de cagadas de vaca, estiércol de cerdo, boñigas de caballo, de jornadas tan largas que aquel trabajo en la institución debía de parecerle unas vacaciones, en comparación.
Pero Nete sabía bien que no eran ningunas vacaciones. Se veía en sus ojeras, y se oía cuando maldecía al médico que la había convencido de que era tonta con aquel estúpido test de inteligencia.
—¿Tú crees que alguno de los médicos de la institución sabe qué diferencia hay entre levantarse a las cuatro de la mañana para ordeñar en invierno y hacer lo mismo en verano? —rezongaba cuando alguna rara vez aparecía alguien de bata blanca—. ¿Sabe cómo huele el establo cuando una vaca tiene una infección de útero que no se va? Ni puta idea. Pues que no me hagan quedar como tonta solo porque no sé quién es el rey de Noruega.
Después de haber limpiado bocas y culos de niños durante dos semanas podían ir y venir por la sección infantil a su aire, y Rita empezó su cruzada.
—¿Qué, ya has estado con el jefe de servicio, Nete? —preguntaba todas las mañanas—. ¿O has hablado tal vez con alguno de los otros médicos? Por cierto, ¿el jefe de servicio ha escrito tu informe para el consejo parroquial? ¿Se ha preocupado en absoluto por ti?
Eran como ráfagas de ametralladora.
Y, pasada otra semana, Nete ya no pudo más.
Un día, al terminar el descanso del almuerzo, miró en torno a sí, los rostros de ojos rasgados, las espaldas cargadas, piernas cortas y mirada huidiza. Ahora estaba cayendo en la cuenta.
Era una más de aquellos que cuidaba, y no quería serlo, punto.
—Quiero hablar con el jefe de servicio —dijo a una de las enfermeras, que pasó a su lado sacudiendo la cabeza. Y cuando repitió la escena un par de veces y nadie la escuchaba, se plantó y lo gritó con todas sus fuerzas.
La experiencia de Rita se adelantó a los acontecimientos.
—Como sigas así, sí que vas a hablar con el jefe de servicio. Pero antes van a tenerte varios días amarrada a una cama. Y mientras tanto van a acribillarte a inyecciones para que estés callada, no te quepa duda.
Nete echó la cabeza atrás, para poder lanzar su mensaje con más fuerza, pero Rita la contuvo.
—Solo hay dos maneras de salir de aquí para chicas como tú y yo: o te escapas o te esterilizan. ¿Te das cuenta de lo rápido que pueden separar a las que hay que esterilizar de las que se libran? El jefe de servicio y el psicólogo separaron a quince de las chicas en diez minutos. ¿Cuántas crees que se libraron? No, cuando examinen los informes en la comisión del Ministerio de Asuntos Sociales, puedes estar segura de que la mayoría va a pasar por el hospital de Vejle.
»Por eso te lo vuelvo a preguntar: ¿hay alguien fuera del asilo que vayas a echar de menos? Porque si no tienes a nadie, escápate conmigo después de dar la cena a los niños.
Los acontecimientos de las dos semanas siguientes eran fáciles de resumir.
Aquel mismo día robaron un par de blusas y faldas blancas y salieron por la puerta, como el resto de los que trabajaban allí. Se iban escondiendo tras la maleza, y a cada hora que pasaba estaban más lejos del asilo. A la mañana siguiente rompieron la ventana de una granja mientras los dueños estaban en el establo, encontraron algo de ropa y dinero, y salieron zumbando.
Llegaron a Silkeborg en el sidecar de una Nimbus, y la primera vez que las vio la Policía estaban en la carretera haciendo dedo hacia Viborg.
Se lanzaron a una carrera desenfrenada por senderos forestales, y volvieron a estar seguras. Después pasaron tres días en una cabaña de cazadores, alimentándose de sardinas en lata.
Rita trató de seducir a Nete todas las noches. Se apretaba contra su piel blanca como la nieve, le tocaba el pecho con el brazo, y Nete la apartaba, diciendo algo así como que solo había dos clases de personas, y que por eso era antinatural que una clase se acostara con alguien de la misma clase.
Al tercer día, bajo una despiadada lluvia helada, se les terminaron las latas. Pasaron tres horas en la carretera, hasta que el conductor de un camión frigorífico se apiadó de aquellas pobres chicas empapadas y las dejó secarse con unos trapos en la cabina. El chófer se quedó con los ojos a cuadros, pero se encargó de llevarlas hasta Hvide Sande.
Y, en efecto, encontraron a un patrón de pesquero que dijo que con sumo gusto las llevaría a los bancos de pesca. Y si se portaban bien, las llevaría con agrado más allá, a alta mar, donde alguna solitaria tripulación inglesa podría llevarlas más lejos. Al menos, eso fue lo que dijo.
Les dijo que se pusieran cómodas para que pudiera probar la mercancía, pero Nete sacudió la cabeza, así que tuvo que conformarse con Rita. Y, después de divertirse con ella durante un par de horas, llamó por teléfono a su hermano, que era policía en Nørre Snede.
No se enteraron de lo que ocurría hasta que dos maromos de la Policía de Ringkøbing les pusieron las esposas y se las llevaron en el coche patrulla.
Cuando a la mañana siguiente volvieron al asilo, Nete y Rita pudieron por fin hablar con el jefe de servicio.
—Eres una chica sucia y poco de fiar, Rita Nielsen — la reprendió este—. No solo has abusado de la confianza del personal, sino que has buscado tu propio beneficio de la peor manera posible. Eres mala, tonta, mentirosa y sexualmente desviada. Si dejo libre a un individuo asocial como tú, tendrás relaciones sexuales con todo el mundo, y la sociedad deberá tomar a su cargo a los subhumanos que traigas al mundo. Por eso he escrito en tu expediente que no estarás en condiciones de recibir otra terapia que no sea la impuesta, y durante tanto tiempo que no puedas librarte de ella.
Algo más tarde, Rita y Nete iban en el asiento trasero de un Citroën negro con las puertas cerradas con llave. En el delantero estaban los informes del jefe de servicio, y el destino era Sprogø. Las llevaban a la isla de las mujeres proscritas.
—No debí hacerte caso —sollozaba Nete mientras atravesaban Fionia—. Todo ha sido por tu culpa.
—Está algo amargo, Nete —dijo tras el primer sorbo deté—. ¿No tienes café?
El rostro de Nete adquirió de inmediato una expresión extraña. Como si Rita le hubiera ofrecido un regalo y después se lo hubiera quitado justo cuando iba a abrirlo. No era solo decepción. Era algo más, algo más profundo.
—Pues no, Rita, lo siento, no tengo café —respondió Nete con voz débil, como si su mundo estuviera a punto de venirse abajo.
Ahora va a proponer hacer otro té, pensó Rita, divertida por la seriedad con que se tomaba Nete el papel de anfitriona.
Pero Nete no propuso nada. Se quedó callada, como si de pronto para ella todo se moviera a cámara lenta.
Rita sacudió la cabeza.
—Da igual, Nete. Si tienes leche, le echaré un poco. No le vendrá mal —opinó, algo extrañada por el visible alivio que reflejó el rostro de Nete.
—Por supuesto —repuso Nete, y salió disparada hacia la cocina. Luego se oyó su voz desde alguna parte—. Un momento, ¡enseguida voy!
Rita observó el aparador donde estaba la tetera. ¿Por qué no la había dejado en la mesa? Pero a lo mejor no era lo correcto cuando querías ser una anfitriona perfecta. De cosas así, desde luego, Rita no tenía ni puñetera idea.
Por un segundo pensó en pedir también una copita del licor, o lo que fuera, que había en un frasco junto a la tetera, pero entonces irrumpió Nete con la jarrita de leche y le sirvió con una sonrisa que parecía mucho más forzada de lo que exigía la situación.
—¿Azúcar? —ofreció Nete.
Rita sacudió la cabeza. De pronto, Nete parecía muy agitada, casi como si tuvieran prisa, y eso picó la curiosidad de Rita. ¿Aquello no era más que un ritual que había que pasar para que Nete por fin le diera la mano y manifestara su interés y lo contenta que estaba porque hubiera aceptado la invitación? ¿O era algo diferente por completo?
—Bueno, ¿dónde está ese abogado que mencionabas, Nete? —preguntó Rita con una sonrisa apropiada en los labios. Sonrisa que no fue correspondida, claro que tampoco lo había esperado.
Como si no le hubiera calado las intenciones. No había ningún abogado,
no
iba a darle los diez millones y Nete
no
estaba para nada enferma.
Entonces, se trataba de jugar bien sus cartas, para que el viaje le compensara las molestias.
Cuidado con esta, algo se trae entre manos, se dijo Rita, y asintió con la cabeza cuando Nete respondió que el abogado venía con retraso, pero que podía aparecer en cualquier momento.
Aquello daba risa. Tan guapa y rica, pero tan fácil de calar.
—¡A que no de un trago! —propuso de pronto Nete, riendo y alzando la taza.
Joder, menudo cambio de humor, pensó Rita, confusa, mientras de pronto afloraban imágenes del pasado.
No lo podía creer. Así que ¿Nete se acordaba de aquello? El ritual de las chicas cuando muy de vez en cuando podían cenar sin vigilancia ni nadie que las hiciera callar. Entonces se quedaban en el comedor y jugaban a ser libres, y se imaginaban que estaban en el parque de atracciones de Dyrehaven con un vaso de cerveza levantado y hacían exactamente lo que les venía en gana.
—¡A que no de un trago! —solía gritar Rita en aquellas situaciones, y entonces se metían un buen trago de agua del grifo. Y todas solían reírse, excepto Nete, que se quedaba en su rincón mirando por la ventana.
Ostras, ¿de verdad se acordaba Nete de aquello?
Y Rita le sonrió, y tuvo la sensación de que el día saldría bien, después de todo, mientras tomaba de un trago el contenido de la taza.
—¡A que SÍ! —gritaron a coro entre carcajadas, y Nete fue al aparador a servir otra taza.
—Para mí no, gracias —dijo Rita entre risas—. ¡Ahí va, si te acuerdas!
Después repitió su grito de guerra.
—Sí, nos reíamos muchísimo.
Luego recordó un par de historias sobre alguno de los números que montaban siempre en la isla ella y alguna de las otras chicas.
Asintió en silencio para sí. Era extraño cómo el ambiente del piso podía hacer aflorar tantos recuerdos, y era extraño que no fueran solo los malos.
Nete dejó la taza en la mesa y luego rio con otro tono, como si hubiera algo más detrás de la diversión; pero antes de que Rita reaccionara, le dirigió una mirada intensa y dijo con toda tranquilidad:
—La verdad, Rita: de no ser por ti, estoy segura de que habría podido llevar una vida normal. Si me hubieras dejado en paz, nunca habría terminado en Sprogø. Aprendí enseguida cómo había que comportarse en el asilo. Si no hubieras echado todo a perder, los médicos habrían comprendido que era normal y me habrían dejado marchar. Se habrían dado cuenta de que no era yo, sino mi pasado lo que era asocial. Que nada tenían que temer por mi parte. ¿Por qué no me dejaste en paz?
Vaya, así que era eso, pensó Rita. ¿Era un ajuste de cuentas con el pasado lo que quería? En ese caso, se equivocaba de persona, y antes de que pusiera el buga de vuelta a Kolding aquella zorrita no solo iba a pagarle el viaje multiplicado por diez, sino que también iba a llevarse una buena tunda.