—Aaarriba —dijo él, levantándole las piernas hasta las sujeciones, y allí se quedó Nete con el vientre desnudo, extrañada de que tardara tanto en suceder algo.
Levantó la cabeza un momento y lo vio sombrío, mirando con fijeza entre sus piernas.
—Ahora tienes que estar quieta —dijo, meneando la cintura como si acabara de soltarse los pantalones y dejarlos caer.
En el segundo siguiente Nete supo que había visto bien.
Primero sintió los muslos velludos de él contra los suyos. Sintió cosquillas un segundo, antes de notar la embestida contra su vientre, que la hizo arquear el cuerpo hacia atrás.
—¡Ay! —gritó cuando él se retiró para después embestir con fuerza una y otra vez mientras la agarraba de las rodillas con tanta fuerza que Nete no podía retirarlas hacia sí ni retorcer el cuerpo. Él no decía nada, solo miraba entre las piernas de ella con los ojos muy abiertos.
Nete protestó y trató de que él cejara, pero tenía la garganta bloqueada. Luego cayó sobre ella con todo su peso, con su rostro cerca del suyo. Su mirada sin brillo parecía muerta. No fue nada gozoso, como con Tage y Viggo. Para nada. El simple olor del médico le daba náuseas.
No tardó mucho en ver que sus ojos entrecerrados se elevaban hacia el techo y sus labios se entreabrían para emitir un rugido.
Después se abrochó los pantalones y la acarició en la entrepierna dolorida y pegajosa.
—Ahora ya estás preparada —la informó—. Así es como se hace.
Nete se mordió el labio inferior. En aquel momento se llenó de vergüenza, una vergüenza que no la abandonaría. Aquella sensación de que cuerpo y mente eran cosas diferentes que podían usarse una contra otra. Y se sintió infeliz, enfadada y muy, muy sola.
Vio que él preparaba la máscara de la anestesia, y por un instante pensó que debería irse. Después llegó el olor dulzón del éter, que le ensanchó las ventanas de la nariz. Y mientras se alejaba entre nieblas, llegó a recordarse a sí misma que cuando hubiera pasado todo emplearía las diez coronas que le habían sobrado para comprar un billete de tren a Odense, y buscaría la llamada Ayuda a las Madres. Había oído decir que ofrecían ayuda a chicas como ella. Y desde luego Curt Wad iba a pagar lo que había hecho.
Así fue como se establecieron las bases para una catástrofe que duraría una vida.
Los días siguientes fueron una sucesión de derrotas. Las mujeres de Ayuda a las Madres se mostraron muy solícitas al principio, le ofrecieron té, la tomaron de la mano y parecía, en suma, que podían ayudarla. Pero cuando les contó lo de la violación y la consiguiente interrupción del embarazo y el dinero que había pagado, sus semblantes adquirieron una expresión seria, muy diferente.
—Antes de nada, Nete, debes ser consciente de que estás formulando unas acusaciones muy graves. Además, no entendemos que primero hayas tenido una interrupción de embarazo y después hayas acudido a nosotras. Todo esto parece de lo más inapropiado, y tendremos que informar del caso a las autoridades, espero que lo entiendas. Debemos mantenernos dentro de la legalidad.
Nete pensó decir que fue su familia de acogida la que lo había decidido. Que no querían que una chica que habían tomado a su cuidado exhibiese su inmundicia y su vida disoluta ante sus hijos y ante los jóvenes de ambos sexos a quienes habían dado empleo en la granja. Pero no lo dijo, así de leal actuaba para con su familia adoptiva, pese a todo. Y aquella lealtad no le fue correspondida, ni mucho menos; de eso se enteró más tarde.
Poco después se personaron en el despacho dos policías de uniforme que le pidieron que los acompañara. Iba a hacer una declaración en comisaría, pero antes tenían que darse una vuelta por el hospital para comprobar si era cierto lo que sostenía.
Cuando todo terminara podría quedarse a dormir en la ciudad, bajo el cuidado experto de la Ayuda a las Madres.
La examinaron en profundidad y comprobaron que era cierto, que había tenido una intervención ginecológica. Hombres vestidos con bata le metieron dedos y mujeres con emblemas de enfermera la secaron después.
Le hicieron preguntas, a las que contestó con franqueza, y sus rostros expresaban seriedad, y su cuchicheo en los rincones rezumaba preocupación.
Por eso estaba convencida de que aquellos médicos y enfermeras estaban de su parte, y por eso le entró miedo cuando encontró a Curt Wad libre y sonriente en la sala de interrogatorios de la comisaría. Al parecer, había hablado en tono conciliador con dos policías de uniforme, y al parecer el hombre que estaba a su lado, que se presentó como Philip Nørvig, abogado, estaba dispuesto a hacerle la vida muy difícil.
Pidieron a Nete que se sentara y saludaron con la cabeza a dos mujeres que entraron en el local. A una la conocía de Ayuda a las Madres, la otra ni se presentó.
—Nete Hermansen, hemos hablado con el señor doctor Curt Wad, quien nos ha confirmado que ha realizado un raspado en tu útero —informó la desconocida—. Tenemos aquí tu expediente con el doctor Wad.
Después depositaron en la mesa, ante ella, una carpeta. En la cubierta había escrita una palabra que no sabía leer, y debajo el número 64, hasta ahí llegaba.
—Este es tu expediente, escrito por el doctor Wad cuando saliste de su clínica —dijo el abogado—. De él se deduce con total claridad que te hizo un raspado tras violentas hemorragias irregulares, y que ese estado podría deberse a un aborto espontáneo que tuviste hace casi dos años. Pone también que, a pesar de tu edad, has reconocido contacto sexual reciente con desconocidos, afirmación que también suscriben tus padres adoptivos. ¿Es verdad?
—No sé qué es un raspado, lo único que sé es que el doctor hizo conmigo cosas inapropiadas.
Apretó los labios para controlar su temblor. Desde luego, esos hombres no iban a hacer que se echara a llorar.
—Nete Hermansen: como sabes, soy el abogado de Curt Wad, y debo pedirte que tengas cuidado con formular acusaciones que no puedes probar —dijo el abogado Nørvig, de rostro grisáceo—. Has dicho que el doctor Wad te ha realizado una interrupción del embarazo, y los médicos del hospital no han visto prueba de ello. Curt Wad es un médico meticuloso y muy capacitado, y está para ayudar a la gente, y no para llevar a cabo cosas ilegales como interrupciones de embarazo. Te han hecho un raspado, sí, pero ha sido por tu bien, ¿no es así?
Al hablar proyectaba su cuerpo hacia delante, como si quisiera golpear su cabeza contra la de ella, pero Nete no se asustó más de lo que ya estaba.
—Se tumbó sobre mí y se apareó conmigo, y yo grité que me dejara. Fue así, joder.
Miró alrededor. Era como hablar a la pared.
—Cuidado con las palabras que usas, Nete —la riñó la mujer de Ayuda a las Madres—. No te hacen ningún bien.
El abogado miró alrededor, elocuente. Nete lo aborrecía con toda su alma.
—Y también has declarado que el doctor Wad se sobrepasó contigo —continuó—, a lo que el señor doctor Wad replica amable que el éter de la anestesia te afectó mucho, y en esas circunstancias se puede llegar a alucinar. ¿Conoces la palabra, Nete?
—No, pero da igual. Porque hizo lo que no debía antes de ponerme la máscara.
Todos se miraron al oírlo.
—Nete Hermansen. Si alguien se sobrepasara con su paciente en esa situación, esperaría a que la paciente estuviera anestesiada, ¿no? —terció la mujer desconocida—. Has de saber que es muy difícil creerte. Sobre todo ahora.
—Pues así pasó.
Nete miró a su alrededor, y en aquel momento supo que ninguno de los presentes estaba a su favor.
Luego se puso en pie y volvió a notar malestar en el bajo vientre y una sensación de humedad en las bragas.
—Quiero ir a casa —hizo saber—. Iré en el autobús.
—Me temo que no va a ser tan sencillo, Nete. O retiras la acusación, o debemos pedirte que te quedes —dijo uno de los agentes. Empujó un papel hacia ella, que Nete no era capaz de leer, y señaló una línea en la parte inferior.
—Solo tienes que firmar ahí, y podrás marcharte.
Era fácil de decir. Pero para eso había que saber leer y escribir.
La mirada de Nete dejó la mesa y se deslizó hasta el rostro del hombre alto sentado frente a ella. Vio una especie de complicidad en los ojos de Curt Wad cuando sus miradas se encontraron, pero ella no la deseaba.
—Hizo lo que he dicho —insistió.
Le pidieron que se sentara en una mesa del rincón mientras hablaban entre ellos. Las mujeres, sobre todo, parecían tomárselo muy en serio, y Curt Wad sacudió varias veces la cabeza cuando ellas se dirigieron a él. Al final se levantó y dio la mano a todos.
Él
sí que podía marcharse.
Dos horas más tarde, Nete estaba sentada en la cama de un cuartito de una casa que no sabía ni dónde estaba.
Le dijeron que el caso se tramitaría pronto, y que le asignarían un abogado de oficio. Y le dijeron que su familia de acogida iba a enviarle sus cosas.
Así que no querían que regresara a la granja.
Pasaron varias semanas hasta que el escrito de acusación contra Curt Wad llegó al juzgado, pero las autoridades no habían perdido el tiempo. Sobre todo Philip Nørvig, que era especialista en usar las declaraciones como arma arrojadiza, y las instancias judiciales lo escuchaban con agrado.
A Nete le hicieron pruebas de inteligencia, llamaron a testigos y sacaron copias de papeles.
Apenas dos días antes del día fijado para la audiencia, Nete pudo ponerse en contacto con el abogado de oficio que le habían asignado. Tenía sesenta y cinco años y era bastante amable, pero no podía decirse nada más de él.
Cuando estuvo en la sala del juicio tuvo conciencia plena de que nadie deseaba creerla, y de que el caso era ya demasiado serio para poder ignorarlo.
Ni uno solo de los testigos trató de girar la cabeza en dirección a ella mientras declaraba, y el aire de la estancia le parecía hielo.
Su odiosa y mezquina maestra de la escuela pudo hablar de faldas levantadas, palabras vulgares, estupidez, apatía y promiscuidad generalizada, y el cura que confirmó a sus compañeros de clase, de su falta de religiosidad y tendencias diabólicas.
Con aquello ya se sacó la conclusión: «retrasada antisocial».
Con esas fuertes tendencias asociales, Nete era sencillamente una perversa moral y una deficiente mental. Un ser inferior de la sociedad, a quien no convenía el trato con ella. Embustera y astuta, a pesar de su asistencia irregular a la escuela y escaso aprendizaje. «De carácter frívolo e inconsistente», decían una y otra vez. Ninguna palabra atenuante ni positiva. También le echaban en cara que animaba a los demás a la desobediencia, incluso al alboroto, y que sus fuertes y odiosas tendencias eróticas habían sido siempre una gran molestia; ahora que estaba sexualmente madura era también un peligro para quienes la rodeaban. Cuando se supo que había logrado un índice de 72,4 en el test de inteligencia de Binet-Simon, todos se convencieron de que Curt Wad había sido víctima de calumnias poco fiables y difamación mendaz, a pesar de sus buenas intenciones.
Ella protestó y dijo que las preguntas del test eran estúpidas, y después añadió que había dado a Curt Wad cuatrocientas coronas exactas por interrumpir el embarazo, tras lo que su padre adoptivo proclamó en el estrado de los testigos que era imposible que Nete hubiera ahorrado tanto dinero. Nete estaba escandalizada. O estaba mintiendo, o su mujer no le había contado que también ella había contribuido. Por eso Nete gritó que le preguntara a su mujer si no era cierto, pero la mujer estaba ausente, como lo estaba la voluntad de dar con la verdad.
Después el presidente de la junta parroquial, que estaba emparentado con uno de los que la habían arrojado al arroyo de Puge Mølle, presentó una declaración que abogaba por que un asilo de mujeres o, mejor aún, un reformatorio serían más adecuados para alojarla que una familia de acogida. Ya se sabía que se acostaba con cualquiera y que se provocó un aborto arrojándose sobre las piedras afiladas del suelo, dijo. Un auténtico oprobio para su pacífica congregación.
El tribunal rechazó una tras otra las acusaciones contra Curt Wad. A ratos Nete veía que para Philip Nørvig aquello era un trampolín a los tribunales, y una sonrisa irónica adornaba todo el tiempo el rostro tan sereno de Curt Wad.
Uno de los últimos días helados de febrero el juez sopesó los pros y los contras, y transmitió a Curt Wad las disculpas del tribunal por lo que había debido sufrir a causa de aquella joven embustera y asocial.
Cuando Wad desfiló frente a Nete hacia la puerta de salida, le hizo un breve saludo con la cabeza, para que el tribunal apreciara su magnanimidad, pero no el triunfo y el desprecio presentes en el rabillo del ojo. Fue más o menos entonces cuando el juez se dirigió a las autoridades para que trasladasen a esa joven de diecisiete años, menor de edad, a Asistencia Mental, y que allí hicieran lo posible por enderezar a aquella persona desviada, para que después se incorporara a la sociedad siendo una persona mejor.
Pasados dos días, la trasladaron al asilo Keller de Brejning.
El jefe de servicio le dijo que no la consideraba anormal, y que iba a escribir a la junta parroquial para, si se demostraba que no era una retrasada, darle de alta en la institución.
Pero tal cosa no iba a ocurrir.
Ya se encargó Rita de eso.
Noviembre de 2010
La asamblea nacional de Ideas Claras fue una fiesta, y Curt observó a los reunidos con orgullo y un inusual velo de lágrimas ante los ojos.
En el invierno de su vida habían logrado por fin reunir fuerzas para crear un partido político, y en aquel momento casi dos mil daneses íntegros y sonrientes lo aplaudían. Así pues, quedaba esperanza para el país de sus hijos. Ojalá Beate hubiera podido estar a su lado.
—Menos mal que has parado los pies a ese periodista antes de que terminara su sucio discurso —dijo uno de los directivos locales.
Curt asintió en silencio. Si estabas dispuesto a luchar por ideas que creaban oposición y enemigos, era importante estar rodeado de hombres fuertes que podían hacerse cargo de la situación cuando esta lo exigía. Aquella vez no había hecho falta; pero para otra ocasión, que seguro que iba a presentarse, tenía a gente para hacer el trabajo sucio.
No, aquella vez la situación problemática se arregló rápido, y el resto de la reunión transcurrió en total armonía entre logradas presentaciones del programa electoral y de los candidatos al Parlamento.