Expediente 64 (31 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Expediente 64
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—Vale, el dedo pulgar. ¿Y eso qué significa?

Mika sonrió.

—Significa un montón de cosas. Significa contacto, trabajo, transporte, la capacidad de poder decidir por sí mismo.

—¿Te refieres a una silla de ruedas eléctrica?

Siguió una pausa, en la que Morten miró embelesado a su conquista y Carl sintió calor en la piel y su corazón empezó a latir más deprisa.

—Sí, eso y muchas cosas más. Tengo contactos en el sistema sanitario, y Hardy es sin duda un hombre por quien merece la pena y se puede luchar. Estoy convencido de que su vida podría cambiar de raíz en el futuro.

Carl se quedó callado. Se sentía como si la estancia le cayera encima. No sabía dónde tenía las piernas ni hacia qué dirigir la vista. En suma, que estaba conmovido igual que un niño que de pronto comprende el mundo. La sensación le era casi desconocida, así que no supo hacer otra cosa que dar un paso adelante y abrazar a aquel hombre. Quería darle las gracias, pero no le salían las palabras.

Entonces sintió una palmada en el hombro.

—Sí —dijo aquel ángel anunciador—. Ya sé lo que debes de sentir, Carl. Es algo grande, muy grande.

Menos mal que era viernes y la juguetería de la plaza de Allerød seguía estando muy concurrida. Tenía el tiempo justo para encontrar algún trasto para el nieto de Mona,
nada
que pudiera usarse para pegar.

—Hola —saludó algo después al chaval que estaba en la entrada de Mona; no parecía necesitar ayuda para pegar.

Dio el regalo al chico estirando el brazo, y vio que una mano avanzaba hacia él como una serpiente dispuesta a morder.

—Buenos reflejos —dijo a Mona, mientras el chico se largaba con su botín, y la apretó contra sí con tanta decisión que no podría intercalarse una brizna de hierba entre ellos. Olía muy bien y estaba apetitosa como nunca.

—¿Qué le has dado? —preguntó Mona, besándolo. ¿Cómo diablos iba a recordarlo con aquellos ojos castaños tan cerca?

—Eh… pues una… Phlat Ball, creo que se llama. Una pelota que se aplasta como un disco y luego vuelve a convertirse en pelota. También tiene temporizador…, creo.

Ella lo miró con escepticismo. Imaginaba que a Ludwig no le costaría encontrar para aquel juguete usos diversos en los que Carl no había pensado.

Esta vez Samantha, la hija de Mona, estaba mejor preparada, así que le dio la mano sin fijar la mirada en sus zonas corporales menos agraciadas.

Tenía los ojos de su madre. No entendía cómo diablos podía haber alguien con el coraje de convertir a aquella diosa en una madre soltera. Era lo que estaba pensando, hasta que Samantha abrió la boca.

—Esperemos que esta vez no te goteen los mocos en la salsa, Carl —comentó, y soltó una carcajada de lo más inoportuna.

Carl trató de participar en la diversión, pero su risa no alcanzó la misma resonancia.

Fueron directos a cenar, y Carl estaba dispuesto para el combate. Cuatro pastillas de la farmacia habían hecho detener la gimnasia intestinal, y estaba bien mentalizado para resistir.

—Bueno, Ludwig, ¿qué te ha parecido la Phlat Ball?

El chico no respondió. Tal vez porque tenía dos puñados de patatas fritas metidos en la boca.

—La ha arrojado por la ventana al primer intento —respondió su madre—. Cuando terminemos de cenar tienes que bajar al patio a buscarla, ¿entendido, Ludwig?

El chico tampoco respondió esta vez. Al menos era coherente.

Carl miró a Mona, que se alzó de hombros. Por lo visto, el examen no había terminado.

—Cuando te dispararon ¿salió algo de tu cerebro por el agujero? —preguntó el chaval tras otro par de puñados de patatas fritas. Señaló la cicatriz de la sien de Carl.

—Solo un poco —respondió Carl—. Así que ahora solo soy el doble de listo que el primer ministro.

—No es mucho decir —rezongó la madre desde un lateral.

—Soy bueno en matemáticas, ¿tú también? —preguntó el chico, dirigiendo por primera vez su mirada clara hacia Carl. Podría llamársele contacto.

—Fantástico —mintió Carl.

—¿Conoces el del 1.089? —preguntó el chico. Era increíble que pudiera decir una cifra tan alta. ¿Qué edad podía tener? ¿Cinco años?

—Puede que necesites una hoja de papel, Carl —dijo Mona, sacando un cuaderno y un lápiz de un cajón del escritorio que tenía detrás.

—Bien —empezó el chico—. Piensa un número cualquiera de tres cifras, y escríbelo.

Tres cifras. ¿De dónde coño sacaba esa palabra un enano de cinco años?

Carl asintió con la cabeza, y escribió 367.

—Ahora dale la vuelta.

—¿Darle la vuelta? ¿A qué te refieres?

—Pues eso, tendrás que escribir 763, ¿no? Oye, ¿estás seguro de que no salió más masa encefálica de la que crees? —preguntó la encantadora madre del chico.

Carl escribió 763.

—Ahora resta al mayor de los dos el menor —dijo el genio de rizos rubios.

763 menos 367. Carl tapó el lápiz con la mano, para que no vieran que marcaba las que llevaba, como le enseñaron en la escuela primaria.

—¿Cuánto sale? —quiso saber Ludwig con la mirada encendida.

—Eh… 396, ¿no?

—Ahora pon el número al revés y súmalo a 396. ¿Cuánto sale?

—¿693 más 396, quieres decir? ¿Cuánto sale?

—Sí.

Carl hizo la suma mientras tapaba la maniobra con la mano.

—Sale 1.089 —respondió, tras algunos problemas con las que llevaba.

El chico echó una sonora carcajada cuando Carl alzó la cabeza. También él se dio cuenta de su expresión sorprendida.

—Ahí va la pera, Ludwig. ¿Sale siempre 1.089, empezando por cualquier número?

El chico pareció decepcionado.

—Claro, es lo que te he dicho, ¿no? Pero si empiezas, por ejemplo, por 102, después de la primera resta te quedas con 99. Entonces no hay que escribir 99, sino 099. El número siempre tiene que ser de tres cifras, recuerda.

Carl movió lentamente la cabeza arriba y abajo.

—Chico listo —dijo con aspereza, y sonrió a la madre. Debe de venirle de la madre.

Ella no dijo nada. Así que debía de ser verdad.

—Samantha es una de las matemáticas más listas del país. Pero todo indica que Ludwig va a ser mejor aún — anunció Mona mientras le pasaba el salmón.

Bien, madre e hijo, lobos de la misma camada. Quince partes de inteligencia, diez partes de iniciativa y dieciséis partes de mala educación, vaya mezcla. Desde luego, no iba a ser fácil integrarse en aquella familia.

Tras otro par de retos intelectuales, Carl se libró de los jueguecitos. Dos raciones más de patatas fritas con la guinda de tres bolas de helado dejaron al chico cansado. Se despidieron, y allí estaba Mona mirándolo con ojos chispeantes.

—He quedado con Kris para el lunes —se apresuró a decir Carl—. Lo he llamado para disculparme por no haber podido llegar a tiempo hoy; pero es que no he parado desde primera hora de la mañana, Mona.

—No pienses en eso —dijo ella, atrayéndolo tan cerca que a Carl le dio un calentón. Después deslizó la mano hacia abajo, donde todos los chicos sanos pasan el día manoseando—. Me parece que estás preparado para un poco de gimnasia entre sábanas.

Carl aspiró poco a poco entre los dientes. Vaya, aquella mujer tenía buena vista. A lo mejor la había heredado de su hija.

Tras las obligadas maniobras preliminares que culminaron cuando Mona fue al baño para «arreglarse», Carl se quedó sentado en el borde de la cama con las mejillas ardiendo, los labios hinchados y los calzoncillos demasiado pequeños.

Entonces sonó su móvil.

Vaya mierda, era el número de Jefatura de Rose.

—¿Sí, Rose…? —dijo con cierta brusquedad. Después continuó, mientras notaba que su orgullo del entresuelo encogía poco a poco—. Sé breve, porque tengo entre manos algo importante.

—Ha resultado, Carl.

—¿Qué ha resultado, Rose? ¿Por qué estás aún en Jefatura?

—Estamos, o sea, los dos. ¡Hola, Carl! —oyó a Assad vociferar en segundo término. ¿Estarían de fiesta en el sótano?

—Hemos encontrado otro caso de desaparición. Lo que pasa es que lo denunciaron un mes más tarde que los demás, y por eso no lo identificamos al principio.

—Ya, ¿y vas y lo relacionas con los otros, sin más? ¿Por qué?

—Lo llamaban «el caso de la Velo Solex». Un hombre fue en Velo Solex desde Brenderup, en Fionia, hasta la estación de tren de Ejby. Dejó la motocicleta en el aparcamiento de bicis, y desde entonces nadie lo ha visto. Sencillamente, desapareció.

—¿Y cuándo dices que pasó?

—El 4 de septiembre de 1987. Pero eso no es todo.

Carl miró la puerta del baño, tras la que su sueño erótico emitía sonidos femeninos.

—Rápido, ¿qué más hay?

—Se llamaba Hermansen, Carl. Tage Hermansen.

Carl arrugó el entrecejo. ¿Y…?

—¡Sí, hombre! ¡Hermansen! —gritó Assad por detrás. ¿No te acuerdas? Es el apellido que mencionó Mie Nørvig como el primer caso que compartieron, entonces, su primer marido y Curt Wad.

Casi, casi podía ver las cejas galopantes de Assad.

—Bien —reconoció Carl—. Hay que investigarlo. Buen trabajo. Y ahora marchaos a casa.

—Entonces quedamos en Jefatura, ¿vale, Carl? ¿Qué te parece mañana temprano, a las nueve? —retumbó por detrás la voz de Assad.

—Eh… mañana es sábado, Assad. ¿Has oído hablar de días festivos?

Se oyó un ruido por el auricular, al parecer quien hablaba era Assad.

—Oye, Carl. Si Rose y yo podemos trabajar en sábado, también tú podrás darte un paseo en coche hasta Fionia un sábado, ¿no?

No era una pregunta que debiera responder. Era un cebo, y además una decisión firme.

25

Septiembre de 1987

Rita observó un instante el lago de Pebling, relajada, esperanzada y con un ansia terrible de nicotina. Dentro de dos cigarrillos se volvería hacia el edificio de paredes grises, llamaría al portero automático, empujaría la puerta marrón del portal y empezaría a subir las escaleras hacia su pasado. Y entonces iba a empezar la fiesta.

Sonrió para sí y extendió la sonrisa a un tío que pasó corriendo en chándal y le devolvió una mirada atrevida. Aunque se había levantado temprano, estaba en su elemento. Y en él era invencible.

Colocó el cigarrillo entre los labios y reparó en que el tío había parado veinte metros más allá y empezaba a hacer estiramientos, con los ojos clavados en su abrigo abierto y sus grandes pechos.

Hoy no, cariño, pero puede que otro día, decía su mirada mientras encendía el cigarrillo.

En aquel momento contaba Nete, y Nete era más interesante que un chaval con el cerebro colgando entre las piernas.

Desde que abrió la carta hasta aquella mañana en que entró en el coche y puso rumbo a Copenhague, la pregunta le anduvo rondando la cabeza. ¿Por qué querría verla? ¿Acaso no habían convenido no volver a verse nunca? ¿No lo había esculpido en la piedra Nete la última vez que se vieron?

—Fue tu maldita culpa que me trajeran a la isla. Fuiste tú quien me engañó aquel día —imitó a su antigua amiga entre dos caladas del pitillo, mientras el chaval del chándal trataba de averiguar lo que ocurría.

Rita rio. Desde luego, fue una mala época la de los días fríos de 1955 en el asilo de retrasados mentales.

El día que llegó Nete al asilo de Brejning, en el este de Jutlandia, cuatro de los retrasados leves se habían peleado, así que en el edificio de altas paredes retumbaban los gritos, chillidos y un gran bullicio.

A Rita le encantaban los días como aquel, porque al menos ocurría algo. Siempre le había gustado ver cómo se repartían tortas, y los cuidadores eran especialistas en eso.

Estaba junto a la entrada cuando aparecieron los guardas con Nete, y una mirada fugaz le bastó para saber que aquella chica era como ella. Mirada despierta, intimidada por la fealdad que veía. Pero no era solo eso: en los ojos había también rabia. Una auténtica chica rebelde, como le gustaban a Rita.

A Rita también le gustaba la rabia, porque siempre había sido su fuerza motriz. Cuando robaba, cuando le levantaba la cartera a un idiota o cuando apartaba a empujones a los imbéciles que se ponían en su camino. Ya sabía que la rabia no conduce a nada, pero le bastaba la sensación. Cuando el cuerpo estaba rabioso todo era posible.

Encontraron para la nueva una habitación que estaba a solo dos puertas de la de Rita, quien ya durante la cena decidió trabajarse a aquella niña. Debían hacerse amigas y aliadas por encima de todo.

Calculaba que la chica era un par de años más joven que ella. Una de esas ingenuas y mal adiestradas, que lo más seguro sería lista, pero que no había aprendido lo bastante sobre la vida y la naturaleza humana para comprender que todo era un juego. Pero eso ya se lo enseñaría ella.

Cuando la chica se cansaba de zurcir calcetines durante todo el día, y cuando las primeras riñas con los cuidadores le traían problemas, acudía a Rita en busca de consuelo. Y recibía consuelo. Antes de que brotaran las hojas de las hayas iban a escaparse juntas, se prometió a sí misma Rita. Atravesarían Jutlandia, y después embarcarían en un pesquero de Hvide Sande para Inglaterra. Siendo dos chicas guapas que huían, ya se apiadaría de ellas algún pescador. ¿Quién no querría tener a dos mujeres como ellas bajo cubierta? Desde luego, harían que el barco se balancease.

Y cuando llegaran a Inglaterra aprenderían inglés y buscarían empleo, y cuando supieran lo bastante, la siguiente parada sería América.

Sí, Rita tenía preparado todo el plan. Solo le faltaba alguien que la acompañase.

No habían pasado tres días cuando empezaron los problemas para la tal Nete. Hacía demasiadas preguntas, así de simple. Y como destacaba entre toda aquella gente deforme y estúpida, las preguntas se oían y se percibían como ataques.

—Tómatelo con calma —le dijo Rita en el pasillo—. No dejes que se den cuenta de lo lista que eres, porque no va a servirte de nada. Haz lo que te digan y hazlo en silencio.

Después asió a Nete y la atrajo hacia sí.

—Conseguirás irte de aquí, te lo prometo, pero antes una pregunta: ¿esperas visita de alguien?

Nete hizo un gesto negativo.

—¿No tienes ninguna casa adonde ir si alguna vez te sueltan?

La pregunta la asustó a ojos vista.

—¿Por qué dices «si alguna vez»?

—No irás a pensar que vas a salir de aquí sin más, ¿verdad? Joder, ya sé que los edificios son bonitos, pero de todas formas sigue siendo una cárcel. Y aunque tengas vistas del fiordo y los campos, en los surcos crece alambre de espino invisible. Y nunca podrás salvar el alambre de espino sin mí, de eso estoy segura de cojones.

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