La carta que sacó, aunque pareciera sorprendente, no era un sobre de ventanilla, de Hacienda o del ayuntamiento, sino un sobre blanco corriente y moliente con sus sellos. Llevaba muchos, muchos años sin recibir una carta así.
Enderezó la espalda. Como si en aquel momento concreto lo estuviera vigilando el remitente o, quizá, más bien como si la propia carta tuviera ojos y fuera capaz de valorar si el receptor era digno del mensaje que portaba.
No reconoció la letra, pero vio su nombre escrito con caligrafía pulcra, que parecía elevarse con elegancia del papel, y eso le gustaba.
Luego dio la vuelta a la carta y notó al instante la adrenalina bombeando sus venas. Sintió calor en las mejillas como un enamorado, y sus ojos se abrieron muchísimo, como los de un hombre acosado.
Aquella carta era lo que menos esperaba, y era de Nete. Nete Hermansen, su prima. Con dirección y todo. Nete, de quien nunca en la vida había creído que volvería a tener noticias. Por razones muy comprensibles.
Aspiró hondo y por un momento pensó volver a meter la carta en el buzón. Como si el viento, la intemperie y el propio buzón estuvieran dispuestos a devorarla. A quitársela de la mano para que no tuviera que enfrentarse a su contenido.
Eso fue lo que sintió.
Mads, el hermano mayor de Nete, había aprendido de su experiencia práctica trabajando en la pequeña propiedad rural de su padre que, como pasaba con el resto de seres vivos, también la gente podía dividirse en dos grupos, en machos y hembras. Y si sabías eso ya no necesitabas saber mucho más, porque el resto vendría por sí mismo. En aquellos dos grupos se dividían los misterios del mundo. Guerra, familia, trabajo y lo que ocurría tras las paredes del hogar. Todo estaba organizado para que una parte u otra de la humanidad se ocupara de ello.
Un día Mads reunió a sus hermanos menores y a su primo en el patio, se bajó los pantalones y señaló su miembro.
—Si tienes uno así, eres de una clase. Y si en su lugar tienes una raja, eres de la otra. Tan simple como eso.
Y los hermanos y Tage rieron, tras lo cual Nete se bajó también las bragas, para de aquel modo tan infantil mostrar una especie de solidaridad y comprensión.
A Tage en concreto le pareció una experiencia estupenda, porque en su casa se desvestían a oscuras, y, a decir verdad, jamás entendió del todo en qué consistía la diferencia entre hombres y mujeres.
Era el primer verano de Tage en casa de su tío paterno. Mucho mejor que pasar aquellos días calurosos en el puerto de Assens y en las estrechas callejuelas donde con los demás chicos fumaba cigarrillos y soñaba con zarpar alguna vez a tierras lejanas.
Se lo pasaban bien Nete y él. Los hermanos gemelos eran también buenos compañeros, pero Nete era la mejor, a pesar de ser casi ocho años más joven. Era tan fácil estar con ella… Echaba a reír en cuanto él hacía la menor mueca. Estaba dispuesta a las cosas más descabelladas si él se lo pedía.
Para Tage era la primera vez en su vida que alguien lo admiraba, y aquello le encantaba. Por eso se afanaba por ayudarla con las tareas que le ponían.
Cuando Mads y los gemelos se marcharon de la pequeña granja, a Nete solo le quedaron su padre y los días de verano con Tage, y recordaba con nitidez lo duro que era para ella. Sobre todo tras las ocasionales campañas difamatorias en el pueblo y el humor imprevisible y la conducta difícil, y a veces injusta, de su padre.
Nete y él no estaban enamorados, eran amigos íntimos, y en medio de aquella intimidad estaban también al acecho las excitantes cuestiones acerca de las dos clases de gente, y cómo se comportaban entre ellos.
Por eso, fue Tage quien enseñó a Nete cómo se aparean las personas, y por eso fue él quien, sin quererlo, la despojó de todo.
Se sentó con pesadez en la cama, miró hacia la botella que había sobre el torno y sopesó qué sería mejor, beber el vino de cereza antes o después de haber leído la carta.
Mientras tanto, oyó a su inquilina, Mette, haciendo ruido y tosiendo en la sala. No eran sonidos que se suelan relacionar con una mujer, pero ya se había acostumbrado a ellos. También era buena para tenerla bajo el edredón un día frío de invierno, pero que el ayuntamiento no se fuera a imaginar que lo suyo iba en serio y les rebajara el subsidio social.
Sopesó el sobre en la mano y sacó el contenido. Era un papel elegante con flores y doblado dos veces. Al desdoblar el primer pliegue pensó que volvería a ver la misma letra, pero estaba escrita en ordenador con tipografía clara. La leyó rápido para pasar el mal trago cuanto antes, y estaba preparado para un sorbo de vino de cereza cuando llegó al lugar donde ponía que le iba a regalar diez millones de coronas si accedía a reunirse con ella en una fecha dada, en un lugar de Copenhague.
Soltó la carta y la vio planear hasta el suelo de cemento, mientras seguía abriéndose.
Entonces vio que en la parte inferior de la carta había un cheque sujeto con un clip, y que en el cheque estaba escrito su nombre y la cantidad de dos mil coronas.
Nunca había tenido en las manos tanto dinero a esas alturas del mes, fue lo único que se le ocurrió. Todo lo demás era irreal. Los millones, la enfermedad de Nete. ¡Todo lo demás!
¡
Dos mil
coronas, ponía! Ni cuando anduvo en la mar había tenido tanto dinero a fin de mes. Ni siquiera cuando trabajó en la fábrica de remolques, antes de que la trasladaran a Nørre Aaby y lo dejaran en la calle porque bebía demasiado.
Soltó el cheque del clip y lo estiró entre las manos.
Joder, ¡era auténtico!
Nete era divertida y Tage desenfadado. Cuando pusieron al toro con la única vaca de la granja, Nete le preguntó si también él podía tener una erección como la del toro, y cuando le enseñó que podía, ella se partió de risa, como si fuera uno de los chistes que contaban sin parar sus hermanos gemelos. Incluso cuando se besaban, ella lo hacía sin ceremonia y con despreocupación, y a Tage le gustaba. Había ido para experimentar con ella, como tenía por costumbre, aunque ella había empezado a desarrollarse recientemente. Tage estaba muy chulo con su uniforme marrón de soldado, la gorra en la hombrera y el talle estrecho, y funcionó, gracias al toro y a la vaca, que habían llegado a aquella parte de los ritos inevitables del año.
A Nete, Tage le parecía muy mayor y auténtico, y cuando en el desván le pidió que se desnudase y le diera gusto, ella lo hizo sin vacilar. ¿Por qué había de vacilar? Todos decían que era así como se hacía, y era lo que hacían los machos y las hembras.
Y como no les pasaba nada por hacerlo, repitieron de vez en cuando lo que habían aprendido: que nada podía compararse con la dicha que pueden darse los cuerpos y la cercanía física.
Cuando tenía quince años se quedó embarazada. Y aunque ella se alegró y le dijo a Tage que entonces tendrían que estar juntos el resto de su vida, él negó cualquier paternidad. Si era verdad que era el padre de aquel hijo de puta, le gritó, iba a ponerlo en apuros, porque ella era menor de edad, y entonces estaba penado. Joder, no iba a ir a la cárcel por eso.
El padre de Nete creyó la explicación de Nete hasta que molió a palos a Tage y este seguía negándolo. Sus hijos nunca habían reaccionado de esa manera ante aquella especie de interrogatorio directo, así que acabó creyéndolo.
Tage no volvió a ver a Nete. Oía cosas sobre ella y a veces sentía una gran vergüenza.
Al final decidió olvidarse de todo.
Pasó dos días haciendo los preparativos. Se lavó las manos con aceite lubricante, las frotó y fregó hasta que la piel cuarteada se quedó rosa y con aspecto de viva. Se afeitó varias veces al día, hasta que sus mejillas volvieron a estar lisas y pulidas. En la peluquería lo recibieron como al hijo pródigo, y disfrutó de un servicio de lavado, corte y abundante colonia, con la pericia que solo puede aportar un profesional. Se blanqueó los dientes con bicarbonato hasta que le sangraron las encías, y al rato pudo verse en el espejo como un eco de tiempos mejores. Si iba a recibir diez millones, lo haría con elegancia. Nete debía verlo como si hubiera vivido una vida digna. Debía verlo como el que en otra época la hacía reír y sentirse orgullosa de él.
Aún se estremecía al pensarlo. Cómo, a sus cincuenta y ocho años, iba a elevar su humilde condición para convertirse en una persona de verdad, a la que la gente ya no mirase con malos ojos.
Por la noche soñaba con respeto, envidia y tiempos mejores en otros ambientes. En la puta vida iba a vivir en aquella sociedad mezquina que lo consideraba un apestado. Ni para Dios iba a vivir en un pueblo de mil cuatrocientos habitantes en el que hasta la estación de tren languidecía y el orgullo del pueblo era una fábrica de remolques que hacía tiempo que se había instalado en otro lugar; y ahora también tenían un centro educativo para adultos de nombre tan absurdo como «Escuela Superior Nórdica para la Paz».
Eligió la mayor tienda de ropa de hombre de Bogense y compró un bonito traje brillante azul marino del que el dependiente dijo con una sonrisa de condescendencia que era el último grito, y, tras una gran rebaja de unas pocas coronas, del dinero del cheque le quedó lo justo para comprar gasolina para la motocicleta y un billete de ida y vuelta de Ejby a Copenhague.
Cuando subió a la Velo Solex y atravesó el pueblo envuelto en humo, fue el mejor momento de su vida. Nunca le habían dirigido miradas tan reconfortantes.
Nunca había estado tan preparado para la vida y el destino que le hacía señas desde alguna parte.
Agosto de 1987
Durante los años ochenta, Curt Wad había visto con gran satisfacción que el giro a la derecha lo apoyaba cada vez más gente, y ahora, a finales de agosto de 1987, casi todos los medios predecían que la derecha iba a volver a ganar las elecciones.
Eran tiempos magníficos para Curt Wad y quienes pensaban como él. El Partido de la Recuperación despotricaba contra los extranjeros, y poco a poco cada vez más congregaciones y asociaciones nacionales cristianas se concentraban en torno a taimados agitadores populistas que blandían el látigo con habilidad contra la depravación y la decadencia moral, sin mostrar la menor sensiblería y sentimentalismo hacia derechos humanos comúnmente aceptados.
Las personas no nacían iguales ni para ser iguales, eso era lo que subyacía al concepto, y la gente tendría que acostumbrarse a la idea y tomarla en cuenta.
Sí, eran buenos tiempos para Curt Wad y lo que representaba. Poco a poco iba surgiendo una corriente favorable para aquellas ideas, tanto en el Parlamento como en algunos movimientos de base, y al mismo tiempo el dinero entraba a raudales en la niña de sus ojos, la asociación Ideas Claras, en la que trabajaba duro por convertirla en un partido con muchas asociaciones locales y representación en Christiansborg. Era casi como volver a los años treinta, cuarenta y cincuenta con ese cambio moral; desde luego, estaba muy lejos de los odiosos años sesenta y setenta, en los que los jóvenes ocuparon las calles predicando el amor libre y el socialismo. En aquella época se mimaba a individuos miserables provenientes de las heces de la sociedad, y el comportamiento asocial se justificaba como un fallo del Estado y de la sociedad.
No, las cosas ya no eran así. En los años ochenta cada cual forjó su propia fortuna. Y muchos lo hicieron muy bien, se notaba, porque todos los días llegaban aportaciones voluntarias a las Ideas Claras de Curt por parte de ciudadanos íntegros y fundaciones solidarias.
Los resultados tampoco se hicieron esperar. En aquel momento había ya dos secretarias para llevar la contabilidad de Ideas Claras y hacer envíos de material, y al menos cuatro de las nueve asociaciones locales estaban creciendo a razón de cinco miembros por semana.
Sí, por fin se había manifestado un amplio rechazo ante los homosexuales, los drogadictos, los delincuentes juveniles, la promiscuidad, la transmisión de malos genes, inmigrantes y exiliados. Y unido a todo eso llegó el sida para recordar lo que en círculos cristianos se describía como «el dedo levantado del Señor».
En los años cincuenta no hacían falta esas reivindicaciones como palanca para combatir el mal; claro que entonces había bastantes menos medios para contraatacar.
Pero eso, que corrían buenos tiempos. La ideología de Ideas Claras se propagaba a la velocidad del rayo, aunque no se decía claramente que no debía mezclarse la mala sangre con la buena sangre.
La asociación de defensa de la sangre no contaminada y de los valores morales de la población y la nación había tenido tres nombres en su historia desde que la fundara el padre de Curt, en su lucha infatigable a favor de la limpieza racial y el enaltecimiento de la vida de los ciudadanos corrientes. En los años cuarenta la llamó Comité contra la Fornicación, después pasó a ser la Sociedad de Daneses y ahora, Ideas Claras.
Lo que se había concebido en la mente de un médico de Fionia, y después perfeccionado en la de su hijo, no era ya una cuestión privada. La asociación contaba con dos mil miembros que pagaban de buena gana la elevada cuota. Ciudadanos respetables, desde abogados, médicos y policías hasta cuidadores de residencias y pastores de la Iglesia danesa. Gente que en su actividad diaria veía muchas cosas criticables y tenía conocimientos y talento para hacer algo al respecto.
Si el padre de Curt viviera, estaría orgulloso de hasta dónde había llevado su hijo esas ideas, igual que lo estaría de cómo había administrado lo que con el paso de los años llamaron La Lucha Secreta. En la que él y otros que pensaban como él hacían todo lo que, siendo ilegal, trataban de legalizar mediante el partido Ideas Claras. En la que se permitían separar los niños que no merecían vivir de los que sí lo merecían.
Curt Wad acababa de terminar una entrevista telefónica para la radio acerca del ideario básico oficial de Ideas Claras, cuando su esposa depositó el montón de cartas ante él, en una franja de luz solar, en medio de la mesa de roble.
Aquellos montones de cartas eran siempre como una bolsa de caramelos surtidos.
Los anónimos los arrojaba a la papelera de inmediato. Eran más o menos una tercera parte.
A continuación estaban las habituales cartas llenas de odio y amenazas; apuntaba el remitente y después las arrojaba al montón del archivo para las oficinistas. Si las secretarias notaban con el paso del tiempo que algunos de los remitentes eran hábiles reincidentes, Curt llamaba por teléfono a los portavoces de los grupos locales, quienes después se encargaban de que el envío de aquel tipo de cartas se detuviera. Había muchos modos de hacer frente a aquello, porque la mayoría de la gente tiene algo que no desea que se haga público, y los abogados, médicos y pastores de la zona tenían muchos archivos en los que mirar. Algunos lo llamarían presionar. Curt lo llamaba defensa propia.