El cabrón de Assad se rio.
—No es mi café, Carl. Te pasa lo mismo que a los demás. Toses, estornudas, te cagas por la pata abajo y puede que tengas los ojos enrojecidos. Dura dos días, lo que pasa, o sea, es que tú eres más rápido. Creo que toda Jefatura ha pasado por el trono, aparte de Rose. Esa tiene una salud de dromedario. A alguien así ya le puedes arrojar bombas de hidrógeno y ébola a la jeta, que lo único que hace es engordar.
—Por cierto, ¿dónde está?
—Buscando en internet. Volverá, entonces, dentro de nada.
—A ver, ¿qué habéis encontrado?
Carl dudaba de la explicación dada por Assad de los problemas intestinales, porque le bastaba dirigir la mirada a la taza de café para que las sensaciones volvieran. Por eso, para perplejidad de Assad, la cubrió con un pedazo de papel.
—Ah, sí, es lo de Gitte Charles. Que había, o sea, trabajado en un sitio para retrasados mentales. Eso es lo que hemos descubierto.
Carl ladeó la cabeza.
—¿Y…? —preguntó mientras oía ruido de pasos en el corredor.
Rose irrumpió en el despacho con el rostro partido en dos por un bostezo.
—Ya tenemos una conexión entre Rita Nielsen y Gitte Charles, y la conexión es esta —dijo, plantando un dedo en medio de la reproducción en blanco y negro de un mapa de Dinamarca.
Sprogø, ponía.
Agosto de 1987
Estaba sentada pegada al banco, mirando hacia el búnker de Korsgade. Debía de faltar poco para que el drogadicto pasara a su lado con su feo chucho mestizo.
El perro se llamaba
Satanás
, y eso es lo que era. La víspera, aquel pesado monstruo había hincado sus dientes en un cocker spaniel, y solo la resuelta intervención de un joven con buenos zuecos logró que soltara su presa. Claro, el drogadicto lo amenazó con una paliza y con azuzar el perro contra él, pero se quedó en nada. Había demasiada gente alrededor, entre ellos Nete.
No, aquel perro no merecía pavonearse por su ciudad, y por eso tenía pensado matar dos pájaros de un tiro.
A la salchicha que yacía en el extremo de Korsgade, a los pies del viejo búnker de cemento de tiempos de la guerra, le había inyectado tanto extracto de beleño que debería ser suficiente. El perro tragón no iba a poder contenerse, porque la salchicha estaba justo donde solía ponerse a olfatear antes de hacer sus necesidades. Si un perro como aquel lograba tener entre las mandíbulas un bocado como ese, no había hombre en la tierra que pudiera detenerlo. No porque ella pensara que su dueño fuera a hacerlo, ya que no se esmeraba como otros en que su animal no dejara los excrementos por ahí, pero bueno.
A los pocos minutos apareció la bestia jadeante tirando de su dueño por el sendero de Peblinge Dossering. En menos de diez segundos olfateó la presa, y con un rápido movimiento arrambló con la salchicha.
Por lo que vio, ni siquiera la masticó.
Cuando pasaron junto a ella, se levantó sin prisa, comprobó la hora en su reloj de pulsera y los siguió, cojeando.
Sabía que el hombre pasaba de dar la gran vuelta a los cuatro lagos, pero tampoco hacía falta tanto. A aquel paso, tardaría un cuarto de hora en rodear el lago Peblinge, pero eso bastaría, teniendo en cuenta la fuerte concentración del extracto.
Ya en el puente de la Reina Louise parecía que el perro perdía la orientación. Al menos, el drogadicto tuvo que tirar de la correa varias veces, lo que solo provocó que el terco animal orientara el morro en cualquier otra dirección.
Al otro lado del puente, el tipo llevó el perro al sendero que discurría junto al lago y empezó a gritarle, como si su estado se debiera solo a la obstinación, pero dejó de gritar al ver que el perro le gruñía y se volvía hacia él enseñándole los dientes.
Estuvieron congelados en esa posición durante un buen rato, mientras Nete se apoyaba en el pomposo pasamanos del puente y fingía que la vista del lago y el Pabellón la había dejado embelesada.
Pero la razón del embeleso era otra. Vio por el rabillo del ojo que el perro se dejaba caer con pesadez, mirando desesperado alrededor, como si ya no supiera qué estaba arriba y qué abajo. Su lengua colgaba de sus fauces; era uno de los síntomas.
Dentro de poco saltará al lago para beber, pensó, pero no lo hizo. Aquel momento ya había pasado.
El payaso que sujetaba el extremo de la correa no cayó en la cuenta de que algo grave le ocurría al perro hasta que este se echó de lado resoplando y al final se quedó muy quieto.
Con una expresión que querría mostrar confusión a la vez que impotencia, tiró de la correa y gritó «¡Venga,
Satanás!»
, pero
Satanás
no fue a ninguna parte. La salchicha y el beleño habían cumplido su función.
No habían pasado ni diez minutos, y todo había ido como debía.
Estuvo una hora escuchando música clásica en el segundo canal de la radio, porque sosegaba la mente y era tierra abonada para ideas constructivas. Ahora ya conocía el efecto del beleño y ya no le preocupaba. Se trataba de saber si los invitados podrían atenerse al horario según el cual estaban convocados. Al menos ella no tenía dudas de que morderían el anzuelo. Al fin y al cabo, diez millones eran mucho dinero, y en el reino de Dinamarca ¿quién no sabía que ella valía mucho, mucho más? Seguro que muerden el anzuelo, pensó cuando empezaron las noticias.
No parecían muy interesantes. El ministro de Asuntos Eclesiásticos estaba en la RDA, y acababa de empezar el juicio contra un israelí que había desvelado secretos sobre la bomba atómica.
Nete se levantó, y se dirigía a la cocina a preparar el almuerzo cuando oyó que mencionaban a Curt Wad.
Se estremeció como si le hubieran clavado algo afilado. Contuvo la respiración como si fuera el único remedio.
La voz era igual que dos años antes. Arrogante, clara y segura de sí misma. Pero el tema era nuevo.
—Ideas Claras representa mucho más que una reacción ante la sensiblería de la sociedad en la cuestión de los inmigrantes. También nos interesan los nacimientos en los grupos sociales más bajos y débiles. Porque los niños nacidos de padres socialmente desfavorecidos causan, en general, ya sea porque han nacido con taras mentales, se han convertido en adictos a las drogas o están genéticamente predispuestos a tener comportamientos asociales, gran parte de los problemas que debemos soportar a diario en el país, y que además cuesta miles de millones de coronas —anunció, sin dejar resquicio para que el periodista interviniera—. Piense en lo que ahorraríamos si los padres delincuentes no tuvieran derecho a criar niños. La asistencia pública sería casi innecesaria. Las cárceles se vaciarían. O si no tuviéramos esos gastos desorbitados para inmigrantes sin trabajo, quienes por conveniencia, y con las manos bien metidas en las arcas del Estado, traen aquí a toda su familia y pueblan nuestras escuelas con niños que no conocen nuestra lengua y costumbres. Piense lo que significaría si las familias numerosas que viven de la asistencia pública, que dejan que sus decenas de niños anden por ahí sin supervisión, de pronto no tuvieran ya derecho a traer al mundo tantos niños. Niños a los que de ninguna manera pueden proveer. Porque se trata de…
Nete se dejó caer en la silla y observó las copas de los castaños de Indias. Todo su ser se revolvió. ¿Quién era él para erigirse en juez y decidir quién merecía vivir y quién no?
Curt Wad, por supuesto.
Por un momento sintió ganas de vomitar.
Nete estaba frente a su padre, cuyo rostro tenía una expresión sombría que no le había visto nunca. Sombría y amarga.
—¿Te das cuenta de que te he defendido durante los años que has estado en la escuela, Nete?
Nete asintió en silencio. Bien que lo sabía. Más veces de las que podía recordar los habían llamado para hablar con ellos en el aula oscura, y su padre protestaba por las amenazas de la directora y la tutora, pero al final tiraba la toalla, escuchaba las acusaciones y prometía que su hija se comportaría mejor. Sí, ya se encargaría de enseñarle a temer a Dios y a cuidar su vocabulario. Y sí, en cuanto a su comportamiento licencioso, ya iba a llevarla por la buena senda.
Pero Nete nunca comprendió por qué él podía jurar de forma tan soez, ni por qué no se podía hablar de lo de los machos y las hembras, cuando todo lo que la rodeaba en la granja decía lo contrario.
—Dicen que eres una tonta y una malhablada, y que corrompes cuanto te rodea —la regañó su padre—. Te han expulsado de la escuela y te he conseguido clases particulares, aunque son muy caras. Si al menos hubieras aprendido a leer, pero tampoco fuiste capaz. La gente me mira con antipatía. Soy el granjero cuya hija es la vergüenza del pueblo. El pastor, la escuela, todos están contra ti, y por tanto contra mí. Estás sin confirmar, y encima estás embarazada y dices que es cosa de tu primo.
—Es verdad. Lo hicimos juntos.
—¡Pero
no
es verdad, Nete! Tage dice que no ha hecho nada contigo; entonces, ¿quién ha sido?
—Fuimos Tage y yo; los dos.
—Arrodíllate en el suelo, Nete.
—Pero…
—¡ARRODÍLLATE!
Hizo lo que le pedía y vio que se acercaba con paso lento a la bolsa que había sobre la mesa.
—Toma —dijo, y derramó arroz en el suelo ante ella, dejando un montón del tamaño de una taza—. ¡Come!
Luego puso una jarra de agua a su lado.
—¡Y bebe!
Nete miró alrededor. A la fotografía de su madre, sonriente y delgada en su vestido de novia, a la vitrina con platos y al reloj de la pared, parado hacía muchísimo tiempo. Y nada de aquella estancia la consolaba, nada le ofrecía salida alguna.
—Di con quién has follado, Nete, o come.
—Con Tage. Solo con él.
—Toma —dijo entre dientes su padre, metiéndole el primer puñado de arroz en la boca con manos temblorosas.
Los granos de arroz se le incrustaban en la garganta, pese a que bebía cuanto podía. Y se incrustaron más aún la siguiente vez que tuvo que tragar. Aquellos granitos afilados, puntiagudos, amontonados en el suelo como un monte de azúcar.
Cuando su padre hundió el rostro entre las manos y se puso a llorar e implorar que le dijera quién la había dejado embarazada, se puso en pie de un salto y la jarra se rompió. Cuatro pasos hasta la puerta y había salido. Allí fuera, al aire libre, era segura, rápida y ligera, y conocía el lugar como pocos.
Oyó a su padre gritar por detrás, y después sus gritos sonaron más alejados, pero no la hicieron detenerse. Lo que la detuvo fue un dolor en el diafragma cuando los granos de arroz empezaron a absorber jugos digestivos y líquido. Cuando el estómago se le hinchó y le hizo echar el cuello atrás y jadear en busca de aire.
—¡Ha sido Taaagggeeee! —gritó frente a los juncos y el arroyo que discurría junto a ella.
Después se arrodilló y apretó el vientre con los puños cerrados y tanta fuerza como pudo. Aquello la alivió un poco, pero el estómago seguía inflándose, y entonces se provocó arcadas metiéndose el dedo en la boca, pero todo fue en vano.
—¡Ha sido Tage, madre, díselo a padre! —imploró, llorando y alzando la mirada al cielo. Pero no fue su madre quien le devolvió la mirada. Fueron cinco chicos con cañas de pescar.
—¡Mirad! ¡Es Nete, la Chocho Ardiente! —gritó uno de los chicos.
—¡Chocho Ardiente, Chocho Ardiente! —se unieron los demás.
Nete cerró los ojos. Le dolía todo el cuerpo. El diafragma y el bajo vientre. Lugares de su cuerpo que jamás había imaginado que existieran. Ahora, por primera vez, sintió profundas palpitaciones en uno de sus ojos y a lo largo del cráneo, allí olió por primera vez su propio sudor. Y todo su ser trataba de quitarse el dolor a gritos y de volver a tener su cuerpo intacto.
Pero no podía gritar, por mucho que quisiera, y tampoco pudo responder cuando los chicos le pidieron que se levantara el vestido para poder ver un poco más.
Se daba perfecta cuenta de las expectativas que tenían. Fue entonces cuando por un momento quedaron en evidencia como lo que eran: unos niñatos recién confirmados, idiotas e ignorantes, que siempre habían hecho lo que sus padres les exigían, y nada más. Y el hecho de que no respondiera no solo los enfureció, también se avergonzaron, y eso era lo peor que podía pasarles.
—¡Es una cerda! —gritó uno de ellos—. ¡Tiene que limpiarse en el río!
Y sin más la agarraron por las piernas, los hombros y la cintura y la arrojaron al río con tanta fuerza como pudieron.
Todos oyeron el golpe sordo cuando cayó con la tripa sobre una roca, y todos la vieron agitar los brazos mientras la sangre empezaba a teñir de rojo el agua entre sus piernas.
Pero nadie hizo nada. Es decir, todos hicieron lo mismo: se largaron.
Y allí, en medio del agua, llegó el grito.
El grito le sirvió de algo, porque su padre la encontró gracias a él, la sacó del agua y la remolcó hasta casa. Fuertes brazos que de pronto actuaban con solicitud. También él vio la sangre y comprendió que su hija ya no era capaz de defenderse.
Luego la metió en la cama, refrescó su bajo vientre con trapos y le pidió perdón por su temperamento fogoso, pero ella no dijo nada. Las punzadas de la cabeza, el bajo vientre y el estómago se lo impedían.
Su padre no volvió a decir palabra acerca de quién la había dejado embarazada, porque ya
no
había niño, era algo evidente. La madre de Nete también tuvo algún aborto espontáneo, no era ningún secreto, y los síntomas eran inconfundibles. Hasta Nete lo sabía.
Al anochecer, cuando su frente se puso muy caliente, su padre llamó al doctor Wad. Una hora más tarde llegó acompañado de su hijo Curt, y no pareció sorprenderse por el estado de Nete. Solo le dijo que habría estado haciendo tonterías y se habría caído al río, era lo que había oído, y por lo que veía, así debió de ocurrir. Dijo que era lamentable que la chica hubiera sangrado, y preguntó a su padre si estaba embarazada. Ni siquiera la examinó.
Nete observó el rostro de su padre cuando este sacudió la cabeza, paralizado por la vergüenza y la indecisión.
—Eso iría contra la ley —dijo su padre en voz baja—. Así que no. No hay por qué meter a la Policía en esto. Un accidente es un accidente.
—Te pondrás bien —la consoló el hijo del médico, mientras le acariciaba el brazo demasiado tiempo y las yemas de sus dedos rozaban sin que nadie lo advirtiera sus pequeños pechos.
Fue la primera vez que vio a Curt Wad, y ya entonces sintió desagrado ante su presencia.