—Ostras, todavía recuerdo el número —dijo riendo, y sacó un cajón del segundo archivador. Después depositó ante ella una carpeta colgante blanco-grisácea—. Toma.
Hacía mucho que no la sacaba; total, ¿para qué? Pero cuando vio la portada, echó la cabeza atrás y su mirada se desenfocó un instante.
Los anteriores sesenta y tres expedientes e historias clínicas los habían llevado a medias su padre y él, pero aquel era solo suyo. Era el primer caso en el que ejerció para La Lucha Secreta.
«Expediente 64», ponía.
—Nació el 18 de mayo de 1937. Ahí va, entonces solo es una semana mayor que yo —comentó su esposa.
Wad rio.
—Sí, pero la diferencia consiste en que tú eres una mujer de cincuenta años que parece una de treinta y cinco, y ella es una mujer de cincuenta años que seguro que parece que tiene sesenta y cinco.
—Veo que estuvo internada en Sprogø. ¿Cómo es posible que se exprese tan bien?
—La habrán ayudado. Es lo que creo yo.
Atrajo hacia sí a su esposa y le apretó la mano. Lo que decía no era cierto. De hecho había entre Nete y Beate un parecido extraordinario, y era su tipo de mujer ideal. Rubias nórdicas de ojos azules con formas suaves y talla adecuada en todas partes. Mujeres de piel lisa y labios que podían hacerte sentir mariposas en el estómago.
—Dices que tienes razones para creer que piensa cualquier cosa menos hacerte de oro. Pero ¿por qué? En su expediente pone que le hicieron un raspado de útero en 1955, no parece nada grave.
—Nete Hermansen ha tenido siempre varias personalidades, y tiene tendencia a presentar una u otra según le convenga. Se debe, por supuesto, a su imbecilidad, a rasgos patológicos y a un concepto retorcido de sí misma. Por supuesto que sé manejar a ese tipo de personas, pero de todas formas tomo mis precauciones.
—¿Cuáles?
—He hecho una consulta en la asociación. Para saber si está de verdad tan enferma como pretende que creamos en esa carta.
Curt Wad recibió a la mañana siguiente la respuesta a su pregunta, y sus presentimientos se confirmaron.
Ninguna persona con ese número de registro figuraba en el sistema hospitalario público ni en los registros de las clínicas privadas desde el accidente de tráfico de Nete y su marido en noviembre de 1985. Desde su permanencia en el hospital de Nykøbing Falster, y exceptuando un par de controles cada seis meses en aquella clínica y en el Hospital Central, respectivamente, no había nada en absoluto.
¿Qué diablos se traía entre manos Nete Hermansen? ¿Por qué mentía sobre su enfermedad? Estaba claro que pretendía atraerlo a su red con buenas palabras y explicaciones aceptables acerca de la razón por la que tenía que verlo justo entonces. Pero ¿qué se proponía hacer ella si es que aparecía? ¿Pensaba castigarlo? ¿O era quizá un intento de hacerlo quedar en evidencia? ¿No lo creía hombre capaz de cuidar de sí mismo? ¿Pensaba acaso que podía ponerle una grabadora cerca y arrancarle secretos y confesiones?
Rio.
No era más que una tontorrona que pretendía que él cayera en la trampa. ¿Cómo podía creer que fuera a desvelar lo que hizo en el pasado con ella? Todo lo que Nørvig, el abogado, había refutado.
Rio al pensarlo. En menos de diez minutos podía reunir a un grupo de chavalotes de espíritu patriótico acostumbrados a intimidar si era necesario. Si aceptaba la invitación y subía al piso de Nete Hermansen con aquellos mozos al lado, a ver quién castigaba a quién y quién recibía la sorpresa.
Curt Wad rio al pensarlo. Era muy tentador, pero justo aquel día tenían la primera reunión de la nueva asociación local de Hadsten, así que la diversión tendría que dar paso a cuestiones más importantes.
Empujó la carta, que cayó del borde de la mesa a la papelera, convencido de que la próxima vez que Nete intentase algo parecido iba a ver de una vez por todas quién mandaba allí, y cuáles podían ser las consecuencias.
Entró en su sala de consulta y se tomó su tiempo para ponerse la bata y arreglarla; al fin y al cabo, era el uniforme con que irradiaba la máxima autoridad y talento posibles.
A continuación se sentó a la mesa de cristal, atrajo hacia sí la agenda y examinó sus citas. No era un día atareado. Una solicitud de aborto, tres consultas de fertilidad, otra solicitud, y luego el único caso del día de La Lucha Secreta.
La primera clienta que entró era una joven encantadora y bastante tranquila. Según el médico que la enviaba, una estudiante sana y bien educada que deseaba abortar porque su novio la había dejado y estaba deprimida.
—¿Te llamas Sofie? —preguntó, sonriéndole.
Ella apretó los labios. Estaba ya a punto de desmoronarse.
Curt Wad la miró sin decir nada. Tenía los ojos azules, la mirada amable. Una esbelta frente despejada. Bonitas cejas, y orejas en su sitio. De buenas proporciones, bien entrenada y de manos finas.
—Tu novio te ha dejado, es una lástima, Sofie. Entiendo que te gustaba mucho.
La chica asintió en silencio.
—¿Porque era un chico bueno y guapo?
La chica volvió a asentir.
—Pero igual era bastante tonto, ya que eligió la solución fácil, es decir, alejarse del problema, ¿no?
La respuesta fueron protestas, tal como había previsto.
—No, no es tonto. Estudia en la universidad, que es lo que voy a hacer yo también.
Curt Wad ladeó la cabeza.
—No tienes muchas ganas de abortar, ¿verdad, Sofie?
La chica dejó caer la cabeza y repitió el gesto negativo. Ya estaba llorando.
—Actualmente trabajas en la zapatería de tus padres, ¿no te parece un buen empleo?
—Sí, pero solo para ahora. Mi intención es ir a la universidad.
—¿Qué dicen tus padres acerca de que abortes?
—No dicen nada. Dicen que debo tomar yo la decisión. No se mezclan. Al menos no se entrometen.
—¿Ya has tomado la decisión?
—Sí.
Wad se levantó, se sentó en la butaca junto a ella y tomó su mano.
—Escucha, Sofie. Eres una joven sana, y el hijo del que quieres deshacerte está en este momento a merced de tu decisión. Yo sé que vas a poder ofrecer a tu hijo una vida maravillosa si es que decides cambiar de opinión. ¿Quieres que llame a casa de tus padres y hable con ellos para saber qué piensan del asunto? Parecen ser unos buenos padres que no desean presionarte. ¿No crees que debería oír lo que tengan que decir? ¿Qué te parece?
La chica alzó la cabeza hacia él, como si Wad hubiera apretado un botón. Alerta y a regañadientes, y con muchas, muchas dudas.
Curt Wad no dijo nada. Sabía que justo en ese punto era importante contenerse.
—¿Qué tal te ha ido el día, Curt? —preguntó Beate mientras le servía otra media taza de té.
Three o’clock tea
, solía llamarlo. Aquellos momentos eran lo mejor de tener la consulta y el domicilio en la misma casa.
—Bien. Esta mañana he convencido a una joven guapa y lista para que no aborte. Se ha desmoronado cuando le he dicho que sus padres deseaban ayudarla de todo corazón. Que podía tener el niño sin temor, y que podía trabajar en la tienda lo mejor que pudiera, y que ellos la ayudarían a cuidar del niño, que no tenía por qué repercutir en sus estudios.
—Bien hecho, Curt.
—Sí, era una chica muy guapa. Muy nórdica. Será un niño guapo para mayor gloria de Dinamarca.
Su esposa sonrió.
—Y ahora ¿qué? Supongo que será algo diferente. ¿Es el doctor Lønberg quien ha enviado a las personas que están en la sala de espera?
—Vaya, te has dado cuenta —admitió Wad con una sonrisa—. Pues sí, es él. Lønberg sigue siendo un hombre bueno para la asociación. Quince envíos de casos parecidos en solo cuatro meses. Desde luego, cariño, has seleccionado para la organización a gente muy efectiva.
Un cuarto de hora más tarde se abrió la puerta de lasala de espera a la de consultas, mientras Curt leía el volante del médico de cabecera. Alzó la vista hacia los pacientes e hizo un saludo amable con la cabeza a la vez que comparaba lo que veía con lo que se deducía de sus papeles.
La descripción era breve, pero de lo más pintoresca.
«La madre, Camilla Hansen, treinta y ocho años, embarazada de cinco semanas. Seis hijos con cuatro hombres diferentes, receptora de ayudas de subsistencia. Cinco de sus hijos reciben educación especial, y el mayor está en este momento ingresado en una institución. El padre del niño sin nacer, Johnny Huurinainen, veintiocho años, asiduo de los servicios sociales, tres estancias en la cárcel por delitos contra la propiedad, drogadicto bajo tratamiento de metadona. Ninguno de los padres tiene estudios más allá de la enseñanza primaria.
»Camille Hansen lleva unas semanas quejándose de dolores al orinar. La causa es una infección por clamidias, pero no se le ha notificado a la paciente.
»Propongo intervenir.»
Curt asintió en silencio para sí. Un hombre bueno en todos los aspectos, aquel Lønberg.
Luego levantó la cabeza hacia la dispar pareja.
Como un insecto que solo funcionase como máquina reproductora, allí estaba la futura madre, con sobrepeso, con ganas de fumar, el pelo desordenado y grasiento, esperando que él contribuyera a que volviera a dar a luz uno más de los hijos completamente inútiles que había parido seis veces. Que permitiera que más individuos engendrados por aquellos dos miserables materiales genéticos de subhumanos poblaran las calles de Copenhague. Pero no iba a hacerlo si tenía la menor oportunidad de evitarlo.
Les sonrió y lo correspondieron con unas expresiones necias de dientes podridos. ¿No sabían ni sonreír como es debido? Desde luego, era lamentable.
—Tienes problemas cuando orinas, ¿verdad, Camilla? Bueno, pues vamos a echar un vistazo. Mientras tanto puedes ir a la sala de espera, Johnny. Seguro que mi esposa te ofrece un café, si lo quieres.
—Prefiero una coca-cola —replicó.
Curt sonrió. Pues tendría su coca-cola. Después de cinco o seis le devolverían a su Camille. Llorando un poco porque el médico había tenido que hacerle un raspado, ignorante de que era la última vez que sería necesario.
Noviembre de 2010
Cuando Carl se recuperó de la conmoción que le produjo saber que el cadáver podrido tenía una moneda con sus huellas dactilares, apretó el brazo de Laursen y le pidió que lo mantuviera informado si se descubría algo nuevo sobre el caso. Cualquier cosa que interesase. Nuevas huellas de los peritos que imaginaba que el departamento desearía ocultar a Carl, o declaraciones de gente que se fuera de la lengua. Carl quería saberlo todo.
—¿Dónde está Marcus? —preguntó al bajar adonde Lis, la del segundo.
—Está reunido con varios grupos —se limitó a responder ella. ¿No era como si evitara mirarlo, o es que estaba ya paranoico?
Luego Lis levantó la cabeza, lo miró y le guiñó el ojo.
—¿Estaba bueno el ganso de anoche, Carl? —quiso saber, acompañando la pregunta con una risa que habría sido censurada en una película de los años cincuenta.
Bueno, si lo que ocupaba su mente era si Carl lo había pasado bien o no bajo el edredón, entonces el rumor de la moneda con sus huellas dactilares no se había convertido aún en el principal tema de conversación del departamento.
Entró en tromba en la sala de reuniones, sin hacer caso de los treinta ojos, más o menos, que se pegaron a él como ventosas.
—Lo siento, Marcus —se disculpó ante el hombre pálido y demacrado que alzaba una ceja, en voz tan alta que todos lo oyeron—. Pero de ciertas cosas hay que hacerse cargo antes de que se descontrolen.
Se volvió hacia los que estaban sentados. Varios de ellos estaban marcados por la diarrea y los mocos de los últimos días. Rostros chupados, ojos enrojecidos y un aspecto bastante agresivo.
—Están circulando rumores acerca de mi papel en el tiroteo de Amager que me hacen quedar bastante mal, y no me hace ni puta gracia. Lo digo ahora, y no quiero volver a oír hablar de la cuestión, ¿entendido? No tengo la más remota idea de por qué hay unas monedas con las huellas dactilares de Anker y mías en el bolsillo del cadáver. Pero si hacéis funcionar esas cabezas abrumadas por la fiebre, será porque la idea era que las encontrarais en algún momento si es que se descubría el cadáver. ¿Me seguís?
Miró al grupo. No puede decirse que la reacción fuera intensa.
—Bien. Pero estamos de acuerdo en que podrían haber enterrado el cadáver en otro sitio, ¿no? Por ejemplo, directamente en la tierra, pero no lo hicieron. Así que todo eso indica que
si
encontrábamos el cadáver, les daba igual; los investigadores se concentrarían en mirar en la dirección equivocada, ¿no?
Nadie hizo la menor seña, ni para asentir ni para lo contrario.
—Joder, ya sé que hacéis cábalas sobre lo que ocurrió en el tiroteo de Amager y por qué no me he involucrado en el caso desde entonces.
Entonces miró a Ploug, que estaba sentado en la tercera fila.
—Pero Ploug, la razón de que no quiera pensar más en ese caso es sencilla: es que me avergüenzo de lo que sucedió aquel día, ¿vale? Será por eso por lo que Hardy está ahora en mi sala de estar en lugar de en la vuestra, ¿no creéis? Es
mi
manera de enfrentarme a las cosas. No me escapo de Hardy, pero es posible que no hiciera lo que debía en aquella ocasión.
Al oír esto, algunos se removieron en sus sillas. Podría ser una señal de que por fin habían comprendido. O bien podría ser también un problema de almorranas. Cuando se trata de funcionarios en acción, nunca se sabe.
—Una última cosa. ¿Cómo cojones creéis que me sentí al ver de un segundo a otro a mis mejores compañeros, encima de mí, chorreando sangre, cuando también a mí me habían disparado? Me dispararon y me dieron, me apresuro a añadir. Creo que deberíais reflexionar sobre eso. Eso desgasta la psique.
—Nadie te está acusando de nada —lo sosegó Ploug. Por fin una reacción—. Tampoco estamos hablando de ese caso ahora.
La mirada de Carl recorrió la estancia. A saber qué sucedía en el coco de aquellas momias. Varios de ellos lo odiaban de todo corazón. Y el sentimiento era recíproco.
—¡Bien! Pues entonces creo que ya va siendo hora de que el personal de esta puta casa cierre el pico por una puta vez, y piense un poco antes de hablar. ¡Era todo lo que quería decir!
Dio un portazo que retumbó en todo el edificio, y no se detuvo hasta estar frente a su escritorio buscando a tientas unas cerillas para poder encender el puñetero cigarrillo que se estremecía en la comisura de sus labios.