Además, había personas que escribían para pedir que las admitieran en la asociación, y esos casos requerían una atención especial. Las infiltraciones podían ser difíciles de manejar una vez producidas, y por tanto había que mostrar un gran cuidado. Esa era la razón de que Curt Wad abriera el correo en persona.
Para terminar, estaban las cartas más típicas, que cubrían todo el espectro que va de la veneración al lloriqueo y la furia.
En el último montoncito del correo diario Curt Wad encontró la carta de Nete Hermansen. No pudo evitar sonreír al ver el remite. En todos aquellos años, pocos casos habían salido tan bien como el de ella. Por dos veces en su vida había detenido el comportamiento inmoral y la depravación social de aquella mujer. Menuda putilla.
¿Con qué querría molestarlo ahora aquella desgraciada? ¿Lágrimas o reproches? La verdad es que le daba igual. Para él, Nete Hermansen no era nada, ni antes ni ahora. Que se hubiera quedado sola después de que el imbécil de su marido se matara en un accidente de coche la misma noche en que él la vio por última vez no merecía más que indiferencia.
Desde luego, ella no merecía más.
Puso a un lado el sobre sin abrir, en el montón de las cosas sin importancia. Ni siquiera despertó su curiosidad. Nada que ver con aquella vez, hacía tanto tiempo.
La primera vez que oyó hablar de Nete fue cuando el presidente del consejo municipal escolar acudió a la consulta del padre de Curt con noticias de una chica que se había caído en el arroyo de Puge Mølle y había sangrado del bajo vientre.
—Podría tratarse de un aborto, hay muchos indicios de ello —informó el presidente del consejo—. Y si oímos que los autores han sido unos escolares, no hay que hacer demasiado caso. Fue un accidente, y si lo llaman para que vaya a su casa, doctor Wad, sepa que si hay señales de violencia, habrán sido consecuencia de su caída al arroyo.
—¿Cuántos años tiene la chica? —preguntó Wad padre.
—Quince, más o menos.
—En ese caso, un embarazo no es algo natural —aseguró su padre.
—¡Esa chica tampoco es natural! —dijo con una risotada el presidente—. Hace años que la expulsaron de la escuela a causa de diversas monstruosidades. Invitar a chicos a fornicar, decir groserías, ser de trato y mente simple, y violenta, tanto contra compañeros de escuela como contra su maestra.
Al escuchar esas palabras, el padre de Curt echó la cabeza atrás en señal de comprensión.
—Ya, una de esas —comentó—. De pocas luces, me imagino.
—Desde luego —dijo el presidente.
—Y entre esos buenos escolares que esa niña ignorante podría llevar al banquillo de los acusados, ¿hay quizá alguien que el señor presidente conozca personalmente?
—Sí —respondió, aceptando uno de los cigarros puros alineados en una caja en medio de la mesa—. Uno de los chicos es el benjamín de la cuñada de mi hermano.
—Ya veo —comentó el padre de Curt—. En ese caso, puede decirse que ha habido un choque de estratos sociales, ¿no?
Por aquel entonces el joven Curt tenía treinta años y llevaba camino de hacerse cargo de la consulta de su padre, pero nunca había visto una paciente como la chica de la que hablaban.
—¿Qué hace ella? —preguntó Curt, y recibió un gesto de aprobación de su padre.
—Bueno, no sé gran cosa, pero creo que ayuda a su padre en su pequeña granja.
—¿Y el padre es…? —preguntó el padre de Curt.
—Si recuerdo bien, se llama Lars Hermansen. Un hombrachón. Un tipo sencillo.
—¡Ah, sí, ya sé quién es! —exclamó el padre de Curt. Claro que lo conocía. Como que había asistido a la madre cuando nació la niña—. El padre tiene ideas un tanto extrañas, y desde que se murió su mujer su estado ha empeorado. Un tipo de lo más reservado y singular. No es de extrañar que la chica haya salido algo rara.
Y en eso quedaron.
Como era de esperar, el doctor Wad fue requerido en la granja, y allí le dijeron que la chica había estado haciendo el tonto y se había caído al arroyo, donde rodó un poco arrastrada por la corriente, y al final se golpeó con los palos y las piedras de la orilla. Si decía otra cosa, debía de ser por el susto y la confusión. Pero era lamentable que la chica hubiera sangrado. Preguntó a su padre si estaba embarazada.
Curt estaba presente, como en las últimas visitas de su padre, y recordaba con claridad que el semblante del padre de Nete palideció al oír la pregunta, y que sacudió lentamente la cabeza.
El padre dijo que no había razón para mezclar a la Policía.
Por eso nadie se preocupó más.
Al anochecer se renovaron las actividades de la asociación, y Curt Wad se alegraba. Dentro de diez minutos iba a reunirse con tres de los miembros más tenaces y trabajadores de Ideas Claras que no solo tenían estrechos contactos con gente de los partidos de derecha, sino que también mantenían buenas relaciones con funcionarios de los ministerios de Justicia e Interior que observaban con preocupación el desarrollo de los acontecimientos de su país, sobre todo lo relativo a la inmigración y al reagrupamiento familiar. Y la explicación de su compromiso era, como en el caso de sus miembros y sus contactos, bastante simple y lógica: en el momento actual había ya demasiados elementos extranjeros que se habían colado en el país. Individuos inferiores, indeseables.
«Una amenaza para lo danés», se oía por todas partes, y Curt Wad no podía estar más de acuerdo. Todo se reducía a una cuestión de genes, y la gente con ojos oblicuos o piel oscura no podía encajar en una idealización superior de chicas y chicos rubios, grandes y fuertes. Tamiles, pakistaníes, turcos, afganos, vietnamitas… Al igual que el resto de cosas impuras, había que ponerle freno, y hacerlo de manera efectiva. Sin vacilar.
Aquella noche hablaron largo y tendido sobre los medios a los que recurrir en el trabajo de Ideas Claras; y cuando dos de los hombres se marcharon, quedó aquel a quien mejor conocía Curt. Una magnífica persona y médico, como él, con una lucrativa consulta al norte de Copenhague.
—Hemos hablado muchas veces ya sobre La Lucha Secreta, Curt —comenzó, y lo miró un buen rato antes de continuar—. Conocí a tu padre, y fue él quien me inició en mi responsabilidad cuando lo conocí haciendo el MIR en el hospital de Odense. Era un gran hombre, Curt. Aprendí mucho de él, tanto en el terreno profesional como en el de las cuestiones éticas.
Ambos asintieron en silencio. Para Curt fue motivo de alegría poder tener vivo a su padre hasta cumplir él los sesenta y dos años. Hacía tres años que había muerto, con noventa y siete años y sin desear vivir más; cómo pasaba el tiempo.
—Tu padre me decía que acudiera a ti cuando deseara pasar a la acción —declaró su huésped, y luego hizo una larga pausa, como si se diera perfecta cuenta de que el paso siguiente iba a conducirlo a una eternidad de preguntas difíciles y trampas peligrosas.
—Me alegro —informó Curt por fin—. Pero ¿por qué ahora, si me permites la pregunta?
El huésped arqueó las cejas y se tomó su tiempo antes de responder.
—Bueno, hay varias razones, claro. Una de ellas es nuestra conversación de esta noche. También en el norte de Selandia, donde vivo, tenemos muchos extranjeros, y a menudo inmigrantes íntimamente emparentados entre ellos, pese a lo cual se casan. Como ya sabemos, no es extraño que el resultado de esa clase de endogamia no sean niños sanos.
Curt hizo un gesto afirmativo. Era cierto: desde luego, el resultado eran, sobre todo, muchos niños.
—Y en esos casos me gustaría poder aportar mi grano de arena —añadió en voz baja.
Curt volvió a asentir. Un hombre competente e íntegro más en el rebaño.
—¿Te das cuenta de que vas a dedicarte a un trabajo del que no vas a poder hablar en toda tu vida, bajo ninguna circunstancia, con nadie que no hayamos autorizado para ese trabajo?
—Sí, ya me imaginaba algo así.
—Pocas de las cosas a que nos dedicamos en La Lucha Secreta soportan la luz del sol, pero eso ya lo sabes, por supuesto. Tenemos mucho en juego.
—Sí, ya lo sé.
—Y muchos preferirán verte desaparecer de la faz de la tierra a saber que no eres capaz de guardar un secreto o que no realizas tu trabajo con la suficiente discreción y solicitud.
El huésped asintió en silencio.
—Sí, es muy comprensible. Estoy seguro de que yo haría lo mismo.
—De manera que ¿estás dispuesto a iniciarte en los procedimientos relativos a las mujeres cuyo embarazo creemos que debe interrumpirse, y que, en consecuencia, debemos evaluar si se deben esterilizar?
—Lo estoy.
—Tenemos una terminología y vocabulario especiales que empleamos en tales situaciones. Contamos con listas de direcciones, hemos diseñado métodos de abortar especiales. Si te inicio en ellos, eres miembro pleno, ¿comprendido?
—Sí. ¿Qué debo hacer para que me aceptéis?
Curt lo miró un rato largo. ¿Tenía la voluntad? Aquella mirada ¿sería igual de sosegada en caso de enfrentarse a la cárcel y el deshonor? ¿Tendría temple para aguantar presiones externas?
—Nadie de tu familia debe saber nada, a menos que participe de forma activa en nuestras intervenciones.
—A mi mujer no le interesa mi trabajo, así que tranquilo —dijo su huésped, sonriendo. Era el preciso instante de la conversación en el que Curt había esperado ver una sonrisa como aquella.
—Bien. Ahora vamos a entrar en mi consulta, allí te desvistes y me dejas examinarte para ver si llevas un equipo de escucha. Después vas a escribir un par de cosas acerca de ti mismo que no deseas que sepa nadie en el mundo, aparte de nosotros. Estoy seguro de que, como los demás, también tú tendrás cosas que esconder, ¿verdad? Y, a ser posible, que tenga que ver con tu labor de médico.
Su huésped hizo un gesto afirmativo. No todos lo hacían.
—Entiendo que queréis saber mis secretos para poder presionarme si me entra el canguelo.
—Sí. Tendrás algunos, ¿no?
Hizo otro gesto afirmativo.
—Muchos.
Después de que Curt lo examinara y lo viera firmar la confesión, llegaron las obligadas y severas recomendaciones de lealtad y silencio sobre la actividad e ideología de La Lucha Secreta. Como tampoco aquello arredraba al hombre, Curt le dio unas breves instrucciones para provocar abortos espontáneos sin despertar sospechas y, finalmente, acerca de cuánto tiempo debía transcurrir entre tales tratamientos, a fin de no atraer sobre sí la atención de los forenses y la Policía.
Después vinieron los agradecimientos y la despedida, y Curt se quedó con la grandiosa sensación de que una vez más había trabajado por el bien del país.
Se sirvió un coñac y se sentó a la mesa de roble, tratando de recordar cuántas intervenciones había hecho él.
Hubo muchos casos. Entre otros, el de Nete Hermansen.
Volvió a posar la mirada en su carta, que estaba la primera del montón, y después cerró los ojos recordando con agrado su primer caso, el más memorable.
Noviembre de 2010
A aquella hora tan tardía de un oscuro día de noviembre existía algo prometedor en las ventanas que, como ojos luminosos, vigilaban desde los pesados muros de Jefatura. Allí siempre había despachos con casos que no podían esperar. Porque era cuando la ciudad mostraba sus dientes afilados. A esa hora recibían palizas las putas, los camaradas se ponían ciegos de beber y acababan a navajazos, a esa hora buscaban las bandas la confrontación y se vaciaban las billeteras.
Carl había pasado miles de horas en ese edificio mientras las farolas parpadeaban y los ciudadanos decentes dormían tranquilos, pero hacía tiempo de aquello.
Si no hubiera sido por los espantosos suplicios que tuvo que sufrir durante la cena en casa de Mona. Si en lugar de aquella velada desafortunada hubiera estado sentado en el borde de la cama mirando al fondo de los ojos castaños de Mona. Si hubiera sido así, ni se le habría ocurrido mirar quién lo llamaba tan tarde. Pero no fue así, y la llamada de Assad se convirtió, de hecho, en su salvación.
Por eso se aferró a ella, y ahora descendía las escaleras del sótano y miraba sacudiendo la cabeza a Rose y Assad, que venían a su encuentro.
—Pero ¿qué diablos hacéis? —preguntó al pasar junto a ellos—. Assad, ¿te das cuenta de que llevas diecinueve horas seguidas trabajando?
Miró por encima del hombro. El andar de Rose por detrás no parecía tan enérgico.
—¿Y tú, Rose? ¿Qué haces todavía aquí? Tal vez pensáis en amortizar un día libre, ¿es por eso? —preguntó, arrojando el abrigo sobre la silla del despacho—. ¿Por qué no podía esperar hasta mañana ese caso de Rita Nielsen?
Assad alzó sus pobladas cejas hasta que sus ojos enrojecidos se iluminaron, dando un pequeño susto a Carl.
—Estos son los periódicos, entonces, que hemos mirado —informó, dejando caer el montón en la esquina del escritorio de Carl.
—Bueno, pero no los hemos repasado en profundidad —añadió Rose.
Si Carl la conocía bien, aquello era un eufemismo. Reparó también en la sonrisa de Assad. Seguro que habían revisado los periódicos hasta dejar las hojas como papel de fumar, estaba convencido. Primero los archivos del departamento sobre las personas denunciadas como desaparecidas en septiembre de 1987, y después los periódicos. Los conocía.
—No hay en ese período nada que indique algún ajuste de cuentas entre camellos, ni episodios que tuvieran que ver con una violación o algo parecido en la zona —concluyó Rose.
—¿Nadie ha pensado que Rita Nielsen tal vez dejara el coche en otra parte y que por eso quizá no fuera ella quien aparcó el Mercedes en Kapelvej? —preguntó Carl. A lo mejor no deberíamos buscar en Copenhague. Si no fue ella quien aparcó el coche, puede haber desaparecido en cualquier lugar viniendo hacia aquí desde el transbordador del Gran Belt.
—Sí, ya lo hemos pensado —explicó Rose—. Pero es que, según el informe de la Policía, el dueño del quiosco de Nørrebro la recordaba con nitidez cuando fueron a hablar con él acerca de la tarjeta de crédito. Aquella mañana
estuvo
en Nørrebro.
Carl apretó los labios.
—¿Por qué salió de casa tan temprano? ¿Habéis pensado en eso? —preguntó.
Assad asintió en silencio.
—Creo que no hay duda de que tenía una cita.
Carl estuvo de acuerdo. Era justo lo de la hora de inicio del viaje lo que le había parecido raro. No sales de casa a las cinco de la mañana a menos que tengas una buena razón para ello, y desde luego que no en una profesión como la de Rita Nielsen, que es natural que se desarrolle sobre todo cuando está más oscuro. No, tampoco tenía que ver con los horarios de apertura de los sábados en la capital que hubiera salido tan temprano de casa, de manera que la causa debía de ser que aquella mañana tenía una cita en Copenhague, sin más.