Más tarde su padre se quedó mirándola un rato, hasta que hizo acopio de fuerzas y decidió destrozar la vida de ella y la suya propia.
—No puedo tenerte aquí más tiempo, Nete. Hay que encontrar una familia de acogida para ti. Mañana mismo hablo con la comisión.
Cuando terminó la entrevista a Curt Wad, se quedó sentada con el ceño fruncido en la silla del centro del salón. Ni la
Primavera en Fionia
de Carl Nielsen ni los preludios de Bach lograron sosegarla.
Habían dado tiempo de antena a una bestia. Trataron de acorralarlo con preguntas indiscretas, pero únicamente habló él, y muy bien; fue repugnante.
Todo lo que representaba entonces no solo seguía intacto, sino que se había fortalecido en tal grado que le dio miedo. Curt Wad explicaba en público cuál era el objeto de su empresa y el trabajo de la asociación, que pertenecían a ojos vista a otra época. Una época en la que la gente gritaba «¡Heil!», entrechocaba los tacones y asesinaba por su idea demencial de que unas personas eran mejores que otras, y que el derecho a clasificar a las personas entre las que valen para algo y las que no, era su consecuencia lógica.
Tenía que lograr que aquella bestia mordiera el anzuelo. Costara lo que costase.
Todo su cuerpo temblaba cuando encontró su número, e hizo varios intentos hasta que lo marcó bien.
Llamó tres veces hasta que la línea dejó de estar ocupada, también otros habrían oído la entrevista radiofónica, vista la gran actividad. Esperaba que fuera gente que, como ella, lo aborrecía.
No obstante, la voz de Curt Wad no sonó como imaginaba cuando por fin respondió.
—Curt Wad, línea de Ideas Claras —se presentó luego, desvergonzado y directo a más no poder.
Cuando Nete se presentó, él le preguntó escandalizado cómo podía permitirse hacerle perder el tiempo con cartas, y ahora con aquella llamada.
El doctor iba a colgar, pero Nete hizo acopio de valor y dijo con voz calma:
—Tengo una enfermedad terminal, y solo quería decirle que ya he asumido lo que pasó entre nosotros. Le he enviado una carta en la que le explico que podría conceder una gran suma a usted o a las asociaciones relacionadas con usted. No sé si la ha leído, pero desde luego creo que debería hacerlo, y también tomar buena nota de lo que pone, porque el tiempo apremia.
Después colgó suavemente y miró el frasco con el veneno mientras la migraña avanzaba.
Solo quedaban cinco días.
Noviembre de 2010
Carl despertó con la mejilla incrustada en el rincón más remoto del despacho y un penetrante olor exótico en la nariz, viendo ante sí un par de ojos escudriñadores y un felpudo de barba de varios días.
—Toma, Carl —dijo Assad, agitando un vaso humeante de un líquido abrasador.
Carl retiró la cabeza de un tirón y sintió el cuello agarrotado, como si estuviera sujeto a un tornillo de banco. Ostras, cómo apestaba el té aquel.
Miró alrededor y recordó que se les había hecho tarde la víspera y que le pareció insoportable volver a casa a dormir. Ahora se olisqueaba las axilas y se arrepentía.
—Té auténtico de Ar Raqqah —dijo Assad con voz ronca.
—Ar Raqqah —repitió Carl—. Suena feo. ¿Estás seguro de que no es una enfermedad? ¿Algo con mucha mucosidad en la garganta?
Assad sonrió.
—Ar Raqqah es una bonita ciudad a orillas del Éufrates.
—¿Del Éufrates? ¿Quién ha oído hablar de té del Éufrates? ¿De qué país, si puede saberse?
—De Siria, por supuesto.
Assad añadió dos cucharadas colmadas de azúcar a la taza y se la ofreció.
—Assad, en Siria no se cultiva té, al menos eso lo sé.
—Té de hierbas, Carl. Has tosido mucho, o sea, por la noche.
Carl estiró los músculos del cuello, pero no sirvió de nada, más bien al contrario.
—¿Y Rose, se ha ido a casa?
—No. Ha pasado la mayor parte de la noche en el retrete. Ahora le toca, entonces, a ella.
—Pues ayer no estaba enferma.
—Pero hoy sí.
—¿Dónde está ahora?
Esperaba que a millas de allí.
—En la Biblioteca Nacional, consultando unos libros sobre Sprogø. Cuando no estaba en el retrete, se informaba en internet. Esto es parte del material —dijo Assad, entregando a Carl varios folios unidos por clips.
—¿Te importa que me restriegue un poco la cara con agua?
—No, hombre; y mientras lo lees come tantos de estos como puedas. Están comprados en el mismo sitio que el té. Son muy, muy, muy buenos.
Había un muy o dos de más en aquella frase, pensó Carl con la vista clavada en el paquete tapizado de signos árabes y la imagen de una galleta ante la cual hasta un marino naufragado habría vacilado.
Carl dio las gracias y se dirigió con paso inseguro al cuarto de baño para rociarse bien con desodorante. Lo del desayuno se podía arreglar. Lis la del segundo solía tener pastas y chocolate en los cajones.
Así que valía la pena darse una vuelta por allí.
—Me alegro de que hayas venido —lo saludó Lis, dejando a la vista sus paletas cruzadas en una sonrisa demoledora—. He encontrado a tu primo Ronny, y te aseguro que no ha sido nada fácil. Ese tío cambia de domicilio como de camisa.
Carl vio ante sí las dos camisetas descoloridas que solía alternar para dormir, y luego intentó hacer desaparecer la imagen de su mente.
—¿Dónde está ahora? —preguntó, tratando de mejorar su aspecto poco presentable.
—Ha realquilado un piso en Vanløse, aquí tienes el número del móvil. Es de los de tarjeta, para que lo sepas.
¡Ahí va la pera! Vanløse, por donde pasaba a diario. El mundo era un pañuelo.
—¿Dónde está la cascarrabias? ¿También ella está enferma? —preguntó, apuntando a la mesa de la señora Sørensen.
—No; al igual que yo, tiene bastante aguante —explicó Lis, extendiendo las manos hacia los despachos desiertos—. No como los hombres de aquí, unos flojos. No, Cata está en su cursillo de PNL. Hoy es su último día.
¿Cata? Joder, la señora Sørensen no se llamaba Cata.
—¿Cata es la señora Sørensen?
Lis hizo un gesto afirmativo.
—En realidad se llama Catarina, pero dice que prefiere Cata.
Carl bajó tambaleante las escaleras al sótano.
En el segundo piso reinaba el caos.
—¿Has leído mis folios? —preguntó Rose en el mismo segundo en que percibió a Carl. No tenía buen aspecto.
—No, lo siento. ¿No crees que deberías irte a casa, Rose?
—Luego; antes tenemos que hablar de una cosa.
—Ya lo imaginaba. ¿Qué es todo eso de Sprogø?
—Gitte Charles y Rita Nielsen coincidieron allí.
—Ya. ¿Y…? —dijo, simulando no haber entendido el significado, pero sí que lo entendió. Había hecho un trabajo cojonudo, y los tres lo sabían.
—Debieron de conocerse —aventuró Rose—. Gitte Charles era una de las funcionarias, y Rita, una de las internas.
—¿Interna? ¿Qué significa eso?
—No sabes mucho de Sprogø, ¿verdad, Carl?
—Sé que es una isla que hay entre Selandia y Fionia, que está junto al puente del Gran Belt, y que es la que se veía desde el transbordador cuando había que cruzar el estrecho. Con un faro en medio. Una colina y mucha hierba.
—Ya, y algunas casas, ¿verdad, Carl?
—Sí, es verdad. Desde que hicieron el puente se ven los edificios bastante bien, sobre todo cuando cruzas desde el lado de Selandia. Son amarillos, ¿verdad?
Entonces apareció Assad. Esta vez bien vestido y con varios cortes en la mejilla. Tal vez deberían invertir en una nueva cuchilla de afeitar para él.
Rose ladeó la cabeza.
—Ya sabes que hubo un asilo de mujeres en la isla, ¿verdad, Carl?
—Sí, claro. Ahí encerraban a las mujeres de vida ligera durante un tiempo, ¿no?
—Sí, algo así. Voy a resumir, así que atiende, Carl; y lo mismo te digo a ti, Assad.
Levantó un dedo como una maestra de escuela. Estaba en su elemento.
—Empezó en 1923 con un tal Christian Keller, que era jefe de servicio en la asistencia pública danesa. Fue durante varios años director de varias instituciones para dementes, entre otras en Brejning, que por aquel entonces denominaban asilos Keller. Era uno de esos médicos que, ciegamente convencidos de su infalibilidad, consideraban que estaban en condiciones de evaluar y escoger a personas que no estaban capacitadas para ocupar un supuesto «lugar adecuado» en la sociedad danesa.
»La base para sus teorías en torno a la creación de Sprogø eran las ideas eugenésicas y de higiene social acerca del “material hereditario defectuoso”, el nacimiento de niños degenerados y un montón de chorradas más.
Assad sonrió.
—¡Eugenesia! Sí, sí, ya sé qué es eso. Es cuando se cortan los testículos a los niños para que canten con voz aguda. Había muchos de aquellos, o sea, en los antiguos harenes de Oriente Próximo.
—Eso eran eunucos, Assad —lo corrigió Carl, y fue entonces cuando observó la expresión pícara del rostro de Assad. Como si no lo supiera.
—Tranquilo, Carl, estaba de coña. Lo he mirado en el diccionario esta noche. La palabra eugenesia viene del griego, y significa «buen linaje». Ya lo sé. Es una doctrina sobre cómo clasificar a la gente según su origen y entorno.
Dio una palmada amistosa a Carl en el hombro. No había la menor duda de que sabía bastante más que Carl sobre la cuestión.
Luego la sonrisa de Assad desapareció.
—Y ¿sabes qué? Es algo que detesto —confesó—. Detesto eso de que algunos se sientan mejores personas que otros. Lo de la superioridad racial, ya sabes. Lo de clasificar, o sea, a las personas en más valiosas y menos valiosas.
Miró directo a Carl. Era la primera vez que Assad entraba en aquella clase de temas.
—Bueno, de eso se trata cuando eres una persona, ¿no? —hizo constar—. Basta con sentirse mucho mejor que los demás, el resto no importa. Es lo que buscan todos, ¿no?
Carl asintió con la cabeza. Así que Assad había probado la discriminación en carne propia. Pues claro.
—En aquellos tiempos eran todos unos curanderos — continuó Rose—. La verdad es que los médicos no sabían nada. Si una mujer se comportaba de manera asocial, enseguida se convertía en objeto de atención. Sobre todo las mujeres «ligeras de cascos», que se dice. Se hablaba de baja moral sexual, y se señalaba a aquellas mujeres especiales como transmisoras de enfermedades sexuales que daban a luz hijos degenerados. Y para deshacerse de ellas las mandaban a Sprogø sin que mediara sentencia alguna y por tiempo indefinido. Por lo visto, los médicos consideraban que tenían el derecho y la obligación de hacerlo, porque claro, los normales eran los médicos, y las mujeres, las anormales.
Rose estuvo callada un momento para imprimir más peso a la siguiente frase.
—En mi opinión, se trataba de unos médicos estrechos de miras, unos puñeteros hipócritas pagados de sí mismos, siempre dispuestos a ayudar si una comunidad quería deshacerse de una mujer que ofendía los preceptos morales de la burguesía. Y de esa manera aquellos médicos se ponían a la altura de Dios.
Carl asintió en silencio.
—Ya, o del propio diablo —añadió—. Pero, si he de decir la verdad, yo creía que aquellas mujeres eran retrasadas.
Luego se apresuró a matizar:
—No lo digo por justificar el tratamiento que recibieron. Más bien al contrario.
Rose lo interrumpió con un chasquido de lengua despectivo.
—¿Retrasadas? Sí, era lo que se decía. Y es posible que lo fueran según los primitivos y estúpidos tests de inteligencia de los médicos, pero ¿quiénes coño eran ellos para permitirse llamar retrasadas a mujeres que quizá habían vivido toda su vida sin ningún tipo de estímulo? La mayoría de ellas eran casos sociales y punto, pero las trataban como a delincuentes e inferiores. Claro que de vez en cuando había algunas de pocas luces, pero no lo eran ni de lejos todas. Y, que yo sepa, hasta ahora no ha sido nunca delito ser tonto en Dinamarca, porque, de haberlo sido, muchos de los miembros del Gobierno no andarían libres. Lo que hicieron fue un abuso inaceptable. Nada por lo que fueran a recibir una medalla del Tribunal de los Derechos Humanos o de Amnistía Internacional, y que me lleve el diablo si no sigue ocurriendo algo parecido en este país. Piensa en los que están metidos en camisas de fuerza. Los que dejan inconscientes a base de pastillas y pinchazos para que se pudran. Los que pierden la condición de ciudadanos porque no saben responder unas putas preguntas ridículas.
Rose dijo las últimas frases casi resoplando.
Una de dos: o ha dormido poco o tiene la regla, pensó Carl, rebuscando en el bolsillo las galletas que le había pasado Lis.
Le ofreció una, pero Rose hizo un gesto negativo. Ah, sí, que tenía el estómago revuelto, recordó entonces. Luego ofreció a Assad, pero tampoco quiso. Bueno, así habría más para él.
—Escucha, Carl. Sprogø era una isla de la que las mujeres no podían escapar, ¿lo sabías? Era la antesala del infierno. Consideraban a aquellas mujeres enfermas, pero no les daban ningún tratamiento, porque aquello no era un hospital. Tampoco era una cárcel, así que se quedaban allí por tiempo indefinido. Algunas pasaron casi toda su vida sin contacto con su familia ni con ninguna otra persona fuera de la isla. Y eso ocurrió hasta 1961. Joder, Carl, ha pasado en tu época, ¿te das cuenta?
No cabía duda de que el sentido de justicia de Rose había despertado.
Carl iba a protestar, pero vio que Rose tenía razón. Había sucedido justo en su época, y estaba sorprendido.
—Vale —reconoció con un gesto afirmativo—. Así que aquel Christian Keller deportó a aquellas mujeres a Sprogø porque pensaba que no estaban capacitadas para vivir una vida normal, ¿verdad? ¿Y por eso terminó allí Rita Nielsen?
—Sí, joder, llevo toda la noche leyendo sobre aquella gentuza: Keller y su sucesor en Brejning, Wildenskov. Los dos fueron dueños y señores de aquello desde 1923 hasta dos años antes de que cerrasen la institución en 1961, y en esos casi cuarenta años llevaron a mil quinientas mujeres a la isla por tiempo indefinido; y el lugar no era ningún jardín de rosas, te lo aseguro. Trato duro, trabajo duro. Personal con escasa formación, que consideraba a las «chicas», como las llamaban, personas inferiores, las trataban con brutalidad, obligándolas a prestar obediencia ciega, y las vigilaban día y noche. Si no obedecían, las metían en celdas de castigo. Aislamiento durante días. Y si alguna albergaba alguna esperanza de escapar de la puta isla, ya sabía que podría hacerlo solo tras ser esterilizada. ¡Esterilizada a la fuerza! Les quitaban la vida sexual y órganos sexuales, Carl.