Expediente 64 (16 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Expediente 64
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—O alguien estaba citado con ella en Copenhague, y en ese caso ese alguien sabe más sobre su desaparición que nosotros, o bien nunca llegó a la cita; pero entonces alguien debió de darse cuenta —observó—. ¿Creéis que se informó lo suficiente sobre su desaparición?

—¿Lo suficiente?

Assad miró a Rose, que tampoco parecía comprender. Estaba claro, a aquellas horas tenían el nivel de energía por los suelos.

—Sí, al menos lo suficiente para que la gente que había estado o iba a estar en contacto con ella supiera de su desaparición —informó Rose. Y continuó—: Pero escucha, Carl. Nuestros compañeros anduvieron de puerta en puerta durante tres días. Se escribió sobre el suceso en todos los periódicos y en los semanarios locales. Se avisó de su desaparición tanto en la televisión como en las radios nacionales y locales, y nadie reaccionó, con la salvedad del dueño del quiosco.

—De manera que crees que había alguien que de hecho sabía de la desaparición, pero que no quiso hablar. Con eso también sugieres que esas personas podrían ser las causantes de la desaparición. ¿He entendido bien?

Rose entrechocó los tacones e hizo un saludo militar.

—Sí, señor.

—Sí, señor, tu padre. Y decís que por aquellos días hubo más personas desaparecidas de lo habitual, y que no han aparecido, ¿verdad, Assad?

—Sí, y ahora hemos encontrado a otra persona que, o sea, ha desaparecido —comunicó—. Hemos pedido periódicos de otra semana más para comprobar si hay algo que falta en las listas de las comisarías.

Carl dio la vuelta a su última frase.

—Así que ¿tenemos a cinco personas, incluida Rita, que no han aparecido aún? Cinco personas desaparecidas sin dejar rastro en dos semanas, ¿verdad?

—Sí. Durante las dos semanas en que nos hemos concentrado se denunciaron cincuenta y cinco desapariciones en todo el país, y diez meses después cinco de ellas seguían desaparecidas. Y, por cierto, siguen desaparecidas, veintitrés años más tarde —dijo Rose haciendo un gesto afirmativo—. Creo que es casi el récord de Dinamarca de desaparecidos en tan poco tiempo.

Carl trató de interpretar las ojeras de Rose. ¿Se deberían al cansancio, o lo único que ocurría era que el rímel se había redistribuido por su rostro durante el día?

—A ver —se interesó, y deslizó el dedo por la lista de Rose.

Luego sacó el bolígrafo y tachó uno de los nombres.

—A esta la podemos saltar —dijo, señalando la edad de la mujer y las circunstancias de su desaparición.

—Sí, a nosotros también nos pareció que era demasiado vieja, entonces —indicó Assad—. Y lo digo yo, a pesar de que la hermana de mi padre tiene dos años más, cumplirá ochenta y cinco estas navidades, y de todas formas se pasa el día partiendo leña.

Cuántas palabras para no decir nada, pensó Carl.

—¡Escucha, Assad! Esta mujer estaba demente y desapareció de una residencia de ancianos, así que no creo que partiera mucha leña. Pero ¿los demás de la lista? ¿Los habéis investigado? ¿Hay alguna relación entre ellos y la desaparición de Rita Nielsen?

Al oír eso sonrieron. Joder, cómo sonrieron.

—Venga, soltadlo. ¿Qué es?

Assad dio un pequeño empujón en el costado a Rose, así que debía de ser ella quien lo había descubierto.

—Philip Nørvig, abogado del bufete Nørvig & Sønderskov de Korsør —dijo Rose—. La víspera del partido de balonmano más importante de su hija adolescente, Nørvig le hizo saber que tendría que ir con su madre en lugar de con él, pese a que le había prometido estar en las gradas. Acerca de la razón, lo único que dijo fue que debía acudir a una cita muy importante en Copenhague, y que no podía aplazarla.

—¿Y desapareció?

—Sí. Tomó el tren en Halsskov aquella mañana, y en media hora se plantaría en la Estación Central, y no hay más. Se lo tragó la tierra.

—¿Lo vio alguien bajar del tren?

—Sí. Un par de viajeros habían tomado el tren en Korsør y lo reconocieron. Se movía en muchas asociaciones de Korsør, así que mucha gente de la zona lo conocía.

—Ah, ahora caigo —dijo Carl sin hacer caso del moco que seguía goteando despacio—. Un destacado abogado de Korsør que desapareció. Sí, corrió mucha tinta con aquel caso. ¿No lo encontraron más tarde en uno de los canales de Copenhague?

—No, o sea, desapareció por completo —lo corrigió Assad—. Debes de estar pensando en otro.

—¿Ese caso estaba colgado en el tablón de anuncios, Assad?

Este asintió con la cabeza. Si era así, seguro que había ya un cordel rojiblanco que lo unía al de Rita Nielsen.

—Has anotado algo sobre el caso, Rose. ¿Qué pone sobre ese Nørvig?

—Nació en 1925 —fue lo único que llegó a decir.

—¿1925? ¡Joder! —reaccionó Carl—. Entonces tendría más de sesenta en 1987. Algo viejo para tener una hija adolescente.

—Escucha el resto antes de volver a interrumpir —dijo Rose, cansada. Su parpadeo se parecía al que suelen emplear las cantantes de rock jubiladas, haciendo girar los ojos rodeados de enormes pestañas cargadas de rímel. Seguro que dentro de nada caería dormida frente a sus narices.

—Nació en 1925 —repitió—. En 1950 se licenció en Derecho en Århus. Abogado pasante en el bufete Laursen & Bonde de Vallensbæk entre 1950 y 1954. En 1954 abrió su propio bufete en Korsør, procurador de la Audiencia Provincial en 1965. Casado con Sara Julie Enevoldsen en 1950 y divorciado en 1973. Dos hijos fruto del matrimonio. Después se casó con su secretaria, Mie Hansen, en 1974. Tuvieron una hija, Cecilie, que nació el mismo año.

En ese punto levantó la mirada de forma elocuente. Así que esa era la razón. Por eso era un padre tan viejo. Una historia más de sexo con la secretaria. Parecía evidente que Philip Nørvig era un hombre que sabía lo que quería.

—Se presentó varias veces a la presidencia de la federación de clubes deportivos locales, y fue elegido en tres ocasiones. Al final ocupó un puesto tanto allí como en el consejo parroquial. Hasta 1982, cuando lo obligaron a dejar sus puestos debido a acusaciones de abuso de confianza en su bufete de abogado. Llegó el juicio, pero lo absolvieron por falta de pruebas. Aun así, perdió muchos clientes y cuando desapareció, cinco años más tarde, tenía retirado el permiso de conducir tras una sentencia por conducir bebido, y su cuenta corriente estaba en números rojos.

—Hmmm.

Carl proyectó el labio inferior y pensó que unos cigarrillos les vendrían bien tanto a su salud como a su actividad mental.

—Carl, no te pongas a fumar ahora… —lo amonestó Rose.

Carl la miró, sorprendido. ¿Cómo diablos…?

—Eh… No sé por qué lo dices, Rose.

Se aclaró la garganta, que comenzaba a picarle.

—Oye, Assad, ¿tienes algo de té en el samovar?

Los ojos castaños se iluminaron un instante, pero después se apagaron.

—Ay, no queda. Pero puedes tomar, entonces, algo de mi buen café, ¿quieres?

Carl tragó saliva. Con aquello seguro que la gripe lo abandonaba cagando leches.

—Que no esté muy fuerte, Assad —dijo con una mirada suplicante. La última vez que tomó su café gastó medio rollo de papel higiénico. Esta vez no quería arriesgarse—. O sea, que lo único que une los dos casos es que ambas personas desaparecen en circunstancias bastante parecidas —continuó—. Ambos tienen que ir a Copenhague ese día. No sabemos cuál era la razón del viaje para Rita Nielsen, pero Nørvig hace saber que se dirige a una reunión. Así que no hay gran cosa para investigar, Rose.

—No olvides el momento, Carl. Desaparecen el mismo día y casi a la misma hora. Eso sí que es raro.

—Me parece que no estoy convencido, Rose. ¿Qué dicen los dos siguientes casos de la lista?

Rose miró los papeles.

—Aquí hay un tal Viggo Mogensen, del que no sabemos nada. Desaparece, sin más. Visto por última vez en el puerto de Lundeborg, donde puso rumbo al Gran Belt en su barquito de pesca.

—¿Era pescador?

—Bueno, era un barco pequeño. Antes había tenido un pesquero, pero fue al desguace. Seguro que por alguna historia de la UE.

—¿Encontraron el barquito?

—Sí, en Warnemünde. Se lo habían quedado unos polacos, que aseguraban que llevaba mucho tiempo en Jyllinge para cuando se lo llevaron. Al menos, no les parecía que a eso se le pudiera llamar robo.

—¿Qué decía la gente del puerto de Jyllinge?

—Decía que era mentira. Que no había ningún barco.

—Y esos polacos ¿no habrán robado el barco y arrojado al dueño por la borda?

—No, estuvieron trabajando en Suecia desde agosto hasta octubre de 1987. Así que no estaban en Dinamarca en la época en que desapareció.

—¿Qué tamaño tenía el barco? ¿Puede haber estado en alguna parte sin que nadie se fijara en él?

—Eso pronto lo descubriremos, entonces —se oyó desde la puerta, por donde apareció Assad con una preciosa bandeja de auténtica plata de imitación labrada.

Carl observó con espanto el tamaño de las tazas de café. Cuanto más pequeñas, peor café. Y aquellas eran diminutas.

—Salud, Carl —brindó Assad, que con su mirada febril parecía necesitar respiración asistida.

Carl se tomó el café de un trago y pensó para sí que no estaba tan malo; la sensación duró cuatro segundos. Después todo su cuerpo reaccionó, como si hubiera bebido una mezcla de aceite de ricino y nitroglicerina.

—Bueno, ¿verdad? —lo animó Assad.

No era de extrañar que tuviera los ojos enrojecidos.

—Bien —dijo Carl con un resoplido—. Vamos a dejar descansar un rato a Viggo Mogensen. Me da en la nariz que no hay que relacionar ese caso con el de Rita Nielsen. Assad, ¿tenemos el caso de Viggo Mogensen colgado del tablón de anuncios?

Assad sacudió la cabeza.

—Se llegó a la conclusión de que, o sea, probablemente sería un accidente debido al alcohol. Un hombre alegre a quien le gustaba tomarse una copa. No un borrachoso, pero sí que le iba la fiesta.

—Borrachuzo, Assad. Se dice borrachuzo, y no me preguntes por qué. ¿Qué más tenemos?

Miró el papel de Rose y trató de reprimir el desagrado producido cuando el brebaje cafeínico llegó a su estómago.

—También tenemos a esta otra —continuó Rose, señalando un nombre de la lista—. Gitte Charles, pone. Nacida en 1934 en Thorshavn, en las islas Faroe. Hija del comerciante Alistair Charles. Sus padres se divorciaron tras la quiebra del negocio de su padre al terminar la guerra, y este regresó a Aberdeen, mientras que Gitte, su madre y su hermano pequeño se mudaron a Vejle. Luego estuvo algún tiempo estudiando en la escuela de enfermería, pero abandonó los estudios y aterrizó en el asilo para dementes de Brejning. Después trabajó de auxiliar por todo el país, y terminó en el hospital de Samsø.

Rose movía la cabeza arriba y abajo a medida que leía el texto.

—Lo que sigue es típico de las personas que de pronto un día van y desaparecen —aseguró—. Escuchad esto. Trabaja en el hospital de Tranebjerg, en la isla de Samsø, entre 1971 y 1980, y parece que cae bien, a pesar de que alguna vez ha estado bebida en el trabajo. Recibe ayuda para su alcoholismo, y todo va como la seda hasta que un día la sorprenden robando alcohol del hospital. Resulta que tiene un problema incontrolable con la bebida, así que de un día para otro la despiden. Pasados unos meses se pone a trabajar de asistenta por horas; acude en bicicleta a las casas de los ancianos y enfermos de la isla, a quienes trata bien, hasta el día que se descubre que les roba, y vuelven a despedirla. Desde 1984 hasta que desaparece, no tiene trabajo y vive de la asistencia social. Joder, vaya carrera.

—¿Suicidio?

—Es lo que se cree. La ven tomar el transbordador a Kalundborg y desembarcar, eso es todo. Iba vestida muy mona, pero nadie habló con ella. Y el caso terminó en el cajón.

—Así que ¿tampoco está en el tablón de anuncios, Assad?

Este sacudió la cabeza.

—Vivimos, o sea, en un mundo extraño —sentenció.

Qué gran verdad. Y era extraño que pareciera que el resfriado de Carl estaba desapareciendo, mientras sus intestinos se arrodillaban pidiendo clemencia.

—Un momento —se disculpó, y salió pitando hacia el pasillo y el retrete. A pasos cortos y con las nalgas prietas. No iba a volver a tomar aquel brebaje en la puta vida.

Se sentó en la taza con los pantalones medio bajados y la frente en las rodillas. ¿Cómo se podía expulsar algo tan rápido, cuando se empleaba tanto tiempo en comerlo? Era uno de esos enigmas que no tenía la menor gana de resolver.

Se secó el sudor de la frente y trató de pensar en otra cosa. Al menos, el caso estaba en alguna parte de su mente, a su disposición para cuando quisiera. Un pescador de Fionia. Una auxiliar de hospital. Una puta de Kolding y un abogado de Korsør. Si hay algo en absoluto que una a todos, me como el sombrero. La estadística es algo extraña, así que bien podía pasar que en el mismo fin de semana desaparecieran cuatro personas cada una por su lado y sin dejar rastro. ¿Y por qué no?

Era lo que ocurría con las casualidades. Que llegaban como la cosa más lógica del mundo cuando menos las esperabas.

—Carl, hemos encontrado algo —se oyó al otro lado de la puerta del retrete.

—Un momento, Assad, enseguida termino —indicó, sin ninguna intención de hacerlo. No iba a levantarse hasta que cesaran los retortijones de estómago. No quería correr riesgos.

Oyó que se cerraba la puerta que daba al pasillo, y se quedó un rato respirando hondo y con calma, mientras la actividad peristáltica cesaba un momento.

«Hemos encontrado algo», había dicho Assad.

Y Carl se devanó los sesos, sabiendo que algo lo carcomía, pero sin saber qué. Tenía que ver con aquella Gitte Charles, eso ya lo sabía. Pero ¿qué?

Una cosa sí que había advertido en los cuatro casos, y era la edad de los desaparecidos. Rita Nielsen tenía cincuenta y dos años. Philip Nørvig, sesenta y dos. Gitte Charles, cincuenta y tres. Viggo Mogensen, cincuenta y cuatro. No es la típica edad en la que desapareces sin dejar rastro. Antes de esa edad, cuando eres joven y apasionado, sí. Y después, cuando se presentan la enfermedad, la soledad y las decepciones de la vida, también. Pero aquellas personas no eran ni jóvenes ni viejas, todas estaban en ese punto medio, pero no podía deducirse nada de aquello. Pues eso, que la estadística no era una cosa tan sencilla.

Pasada media hora se abrochó el cinturón, con el trasero dolorido y sin duda dos kilos más ligero.

—Assad, haces el café demasiado cargado —observó, dejándose caer en la silla del despacho.

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