Lo leyó rápido. Era justo lo que habían acordado la víspera. Un trabajo menos que hacer.
—Muy bien, Vigga. Ya veo que lo has metido todo. El dinero, las visitas a tu madre y el resto, hay que ver. Las autoridades van a ponerse contentas al saber que para ello me das ocho semanas de vacaciones al año. Muy generoso por tu parte.
Soltó una risa cáustica y estampó la firma junto al garabato de ella.
—Y la solicitud de divorcio —añadió Vigga, empujando hacia él un documento de aspecto más oficial. Carl también firmó aquello—. Gracias, viejo amante —lo agradeció Vigga, casi sorbiéndose las lágrimas.
Era amable por su parte, pero lo de «amante» lo hizo pensar en Rolf y Mona, cosa que no deseaba para nada. Seguía sin hacerse a la idea, porque Mona no era cualquiera. Aquello iba a llevar su tiempo.
Ahogó un bufido. «Viejo amante», lo llamaba Vigga. ¿No era un saludo de despedida bastante superficial para un matrimonio tan exótico y tormentoso como el que habían vivido Vigga y él? A él se lo parecía.
Vigga entregó los documentos a un Gurkamal lleno de sonrisas y reverencias que al instante tendió la mano a Carl.
—Gracias por la esposa —dijo con una curiosa pronunciación. Así que aquel negocio estaba terminado.
Vigga sonrió.
—Ahora que todo el papeleo está como debe ser, quiero que sepas que me mudo a la casa de Gurkamal, encima de la tienda, la semana que viene.
—Bueno, espero que no haga tanto frío como en la cabaña con huerta —anunció Carl.
—Porque acabo de vender la cabaña con huerta por seiscientas mil y he pensado quedarme con las cien mil de más que me han dado respecto a lo que ponía en el acuerdo. ¿Qué te parece?
Carl se quedó mudo. Así que el Carcamal le había enseñado a llevar los negocios más rápido que el paso de un camello, por usar la terminología de Assad.
—Menos mal que he tropezado contigo, Carl —exclamó Laursen en el descansillo de la escalera—. ¿Me acompañas arriba?
—Claro, pero es que iba donde Marcus Jacobsen.
—De allí vengo yo, quería que le llevaran la comida. Está en una reunión. Por lo demás, ¿todo bien, Carl? — quiso saber, camino del piso superior.
—Sí. Aparte de que es lunes, mi futura exmujer me ha desplumado, mi novia se acuesta con otros, tengo a los de casa medio envenenados por gas, la casa ha estado a punto de explotar esta noche y toda la mierda de Jefatura, todo va bien. Al menos ya no tengo diarrea.
—Bien —dijo Laursen tres peldaños más arriba. No había escuchado un carajo.
Cuando estuvieron en el local trasero de la cocina, rodeados de frigoríficos y materias primas de la huerta, le confió:
—Verás, hay novedades en el asunto de la foto de ti, Anker y el que asesinaron en el caso de la pistola clavadora. La hemos mandado a analizar a todas partes, y puedo decirte, por si te sirve de consuelo, que la mayoría piensa que han unido varias fotos de forma digital.
—Es lo que he dicho todo el tiempo. Que es un complot. Tal vez de alguien a quien haya molestado alguna vez. Ya sabes lo vengativos que pueden ser los bandidos a los que echamos la zarpa. Algunos pueden pasar años en la cárcel dándole vueltas a la venganza, así que alguna vez
tiene que
ocurrir. Desde luego, no conozco a ese Pete Boswell con quien me quieren relacionar.
Laursen asintió en silencio.
—La foto no tiene pixelado. Es como si los más mínimos componentes estuvieran fundidos. Nunca había visto nada parecido.
—¿Qué significa eso?
—Pues significa que los eventuales bordes de las fotos individuales no se aprecian. Pueden ser varias fotos yuxtapuestas y fotografiadas una y otra vez, por ejemplo, con una polaroid, tras lo cual se fotografía la foto de la polaroid con una cámara analógica y se revela la película. Pero también puede estar borrosa por un escaneado en un programa de edición de fotos en el ordenador, y después impreso en papel fotográfico. No lo sabemos. No conseguimos identificar el origen del papel.
—Todo eso me suena a chino.
—Pero es que hoy en día hay muchas posibilidades. O, mejor dicho, hace un par de años, cuando Pete Boswell se encontraba entre los vivos.
—Pues entonces no hay problema, ¿no?
—No creo; por eso te he hecho subir.
Ofreció a Carl una botella de cerveza que este rechazó.
—Aún no han llegado a una conclusión, y de hecho
no
todos los de la Científica creen que la foto no es auténtica. En realidad, todo lo que he dicho no prueba nada; solo que todo es muy raro y que muchos piensan que alguien ha tratado de retirar pruebas de que la foto está compuesta a partir de varias.
—¿Y qué significa todo eso? ¿Siguen pensando en echarme el marrón? ¿Tratas de anunciarme una suspensión?
—No. Lo que trato de decirte es que esto va a llevar tiempo. Pero creo que Terje puede explicarlo mejor —dijo, señalando la cantina.
—¿Está aquí Terje Ploug?
—Todos los días a la misma hora, a no ser que esté trabajando en la calle. Uno de mis fieles clientes, así que trátalo bien.
Encontró a Terje en el rincón trasero.
—¿Jugando al escondite, Terje? —preguntó, sentándose con los codos cerca del plato de verdura variada políticamente correcto.
—Me alegro de que hayas venido, Carl. No es fácil pillarte estos días. ¿Te ha hablado Laursen de la foto?
—Sí. Por lo visto, aún no me han absuelto.
—¿Absuelto? Que yo sepa, no estás acusado de nada, ¿no?
Carl sacudió la cabeza.
—No, oficialmente, no.
—Bien. Las cosas están así: los investigadores de los asesinatos del taller mecánico de Sorø, los investigadores de los asesinatos de Schiedam, en Holanda, y yo vamos a reunirnos dentro de varias semanas, bueno, o meses, y decidiremos sobre los indicios, los antecedentes históricos y los detalles de los casos de pistola clavadora, cada vez más numerosos.
—Ahora vas a decirme que me llamarán como testigo.
—No, voy a decirte precisamente que no te llamarán.
—Porque estoy acusado de algo, ¿o qué?
—Relájate, Carl. Alguien quiere que te achantes, nos damos perfecta cuenta de eso, así que no, no estás acusado de nada. Pero cuando hayamos llegado a consensuar un informe común, nos gustaría que lo evaluases.
—Ajá. Y eso ¿a pesar de las huellas dactilares de las monedas, de las extrañas fotos y de las sospechas de Hardy de que Anker tenía que ver con el negro, y yo conocía quizá a Georg Madsen?
—A pesar de eso, Carl. Estoy seguro de que eres quien más tiene que ganar si se investiga hasta el fondo este caso.
Dio un par de palmadas en el dorso de la mano de Carl. Fue casi emocionante.
—Es un policía bueno y honrado que trata de hacer las cosas bien, y creo que debemos un respeto a Terje por ello, Carl —declaró el inspector jefe de Homicidios. En un rincón del despacho aún olía a las creaciones del menú del día de Laursen. ¿La señora Sørensen se había vuelto tan amable como para permitir que en el despacho de Marcus Jacobsen pudiera haber platos sucios más de cinco minutos después de haber terminado?
—Sí, todo eso me parece bien —asintió Carl—. Y algo irritante también, porque, la verdad, estoy hasta el gorro de ese caso.
Marcus hizo un gesto afirmativo.
—He hablado con Erling, el perito de incendios. Me dice que esta noche has tenido visitantes no deseados.
—No ha pasado nada grave.
—No, ¡gracias a Dios! Pero ¿
por qué
ha sido, Carl?
—Porque algunos me quieren criando malvas. Desde luego, no creo que haya sido una novia despechada de mi hijo postizo.
Trató de sonreír.
—¿Quién, Carl?
—Quizá gente de Curt Wad, el de Ideas Claras.
El inspector jefe asintió con la cabeza.
—Somos una molestia para él —continuó Carl—. A eso venía, a pedir que intervengan sus teléfonos, los de un tal Wilfrid Lønberg y los de un tal Louis Petterson.
—Me temo que no puedo hacer eso.
Carl preguntó un par de veces la razón, se enfurruñó un poco, se enfadó un poco, y al final mostró decepción, pero no le valió de nada. Lo único que sacó de aquello fue una advertencia de que anduviera con cuidado, y también que comunicara a Marcus si ocurría algo inusual.
«Inusual»; la palabra sonaba exótica en aquel despacho.
Todo
lo relacionado con su trabajo era inusual, por suerte.
Carl se levantó. ¿«Inusual»? ¿Qué habría dicho si hubiera sabido que en las profundidades de los despachos poco iluminados del Departamento Q había un montón de pruebas con las que habían arramblado de manera inusual incluso para aquellos despachos?
Por una vez lo saludaron las dos chupatintas del antedespacho cuando salió.
—Hola, Carl —saludó Lis, melosa, y una décima de segundo después la señora Sørensen gorjeó el saludo justo igual. Las mismas palabras, el mismo tono, la misma sonrisa y franqueza.
Desde luego, aquello suponía un giro radical.
—Eh… ¡Cata! —exclamó, dirigiéndose a quien en tiempos pasados podía sin esfuerzo hacer que investigadores curtidos en mil batallas dieran un rodeo para evitar pasar junto a ella. Sobre todo, Carl—. ¿Puedes explicarme en qué consiste ese cursillo de PNL al que has ido? ¿Qué es? ¿Es contagioso?
La señora Sørensen se alzó de hombros, tal vez queriendo expresar alegría porque se lo había preguntado, sonrió a Lis y después se acercó a Carl de manera inquietante.
—Significa Programación Neuro Lingüística —anunció con voz misteriosa, como si estuviera hablando de un seductor jeque árabe—. No es fácil dar una explicación satisfactoria, pero puedo ponerte un ejemplo.
Los hombros volvieron a alzarse, como un pequeño aperitivo de lo que podía esperar.
Se dirigió a su bolso y extrajo un trozo de tiza. Algo extraño para llevar en el bolso. La tiza ¿no era algo reservado a los bolsillos de los chicos? ¿Adónde carajo habían ido a parar las diferencias entre sexos?
Se puso en cuclillas, dibujó dos círculos en el suelo, lo que en sí le habría provocado un desmayo unas semanas antes, si los hubiera hecho otro, claro, y dibujó un signo más en uno y un menos en el otro.
—Eso es, Carl. Un círculo positivo, con el signo más, y otro negativo. Entonces hay que ponerse primero en un círculo y luego en el otro, y decir exactamente la misma frase. En el círculo negativo hay que decirlo como lo dirías a una persona que no aguantas, y en el positivo como a una persona que aprecias mucho.
—¡Atiza! ¿Eso es el cursillo? Porque eso ya lo sabía.
—Bueno, veamos —propuso Lis. Cruzó los brazos bajo su precioso pecho y se le acercó. ¿Quién podía resistirse?
—Tomemos algo sencillo. Di, por ejemplo: «Vaya, te has cortado el pelo, eh?». Primero dilo con amabilidad, y después con antipatía.
—No entiendo —mintió Carl, mirando el pelo corto de ambas mujeres. Iba a ser demasiado fácil. Porque el pelo de la señora Sørensen no tenía el mismo encanto que el de Lis, por decirlo de alguna manera.
—Bueno, entonces haré yo de positiva —decidió Lis—, y luego Cata puede decirlo en negativo.
Debería ser al revés, pensó Carl, trazando un círculo con el pie sin que nadie se diera cuenta.
—
Vaya
, te has cortado el pelo, ¿
eh
? —dijo Lis, toda sonrisa—. Es como se dice a una persona que te gusta. Y ahora tú, Cata.
Esta rio, y después trató de serenarse.
—Vaya, te has cortado el pelo, ¿
eh
?
Lo dijo con un aspecto feroz. Casi como en los viejos tiempos.
Después las dos rompieron en carcajadas. Como dos amiguitas del alma.
—Bueno, la diferencia es sorprendente. Pero ¿qué tiene que ver con el cursillo?
La señora Sørensen se repuso.
—Tiene que ver con el cursillo porque mediante ese ejercicio se puede aprender, por una parte, a captar qué influencia tienes en tu entorno mediante pequeños cambios de tono, y por otra a conocer el efecto de lo que estás diciendo. Y no hay que olvidar que tiene la ventaja añadida de que influye en ti mismo.
—¿Eso no es, dicho en pocas palabras, que se cosecha lo que se siembra?
—Pues sí. ¿Y sabes qué efecto produces en la gente, Carl? Eso es lo que te enseña el cursillo.
Eso lo aprendí con siete años, pensó Carl.
—A veces te expresas con mucha brusquedad, Carl — continuó la señora Sørensen.
Gracias por la flor, mira que tener que oír eso de tus labios, pensó Carl.
—Gracias por decirlo con tanta delicadeza —fue lo que dijo, preparándose para marcharse de allí—. Reflexionaré sobre eso.
—Prueba el primer ejercicio, Carl. Pisa uno de los círculos —lo apremió Cata. Miró al suelo para mostrar con cuál debía empezar y observó que Carl había conseguido borrarlo todo con la punta del zapato mientras hacían el juego de roles.
—Caramba —dijo—. Lo siento
muchísimo
.
Salió del aura de las secretarias.
—Adiós, señoras. Que no decaiga.
Septiembre de 1987
Mientras miraba por la ventana desapareció parte de su odio. Fue como si aquel golpe contra la sien de Viggo y su último aliento débil después de verterle el beleño en la boca hubieran sacado las espinas de su alma.
Dejó vagar la mirada por Peblinge Dossering y el gentío que disfrutaba del final del verano. Tomó buena nota de cómo vagaba la gente normal sin rumbo, cada persona con su vida, su destino, y seguro que con sus secretos y sus pasados oscuros.
Los labios de Nete empezaron a temblar. De pronto se sintió abrumada. También Tage, Rita y Viggo eran criaturas de Dios, y los había matado.
Cerró los ojos y se lo imaginó todo. Viggo tenía una expresión viva y cálida cuando le abrió la puerta. Tage había estado muy agradecido. Y ahora le tocaba a Nørvig. El abogado que no quiso escucharla cuando más necesitada estaba. El que cuidaba tanto la reputación de Curt Wad que desbarató la vida de ella.
Pero ¿tenía ella derecho a hacer con él lo que él le había hecho? ¿Robarle la vida?
Esa duda y esos pensamientos la embargaban cuando divisó al hombre flaco junto al lago, frente a la casa.
Aunque habían transcurrido más de treinta años, no había confusión posible. Seguía llevando una chaqueta poco elegante de
tweed
con botones forrados de cuero. Y una carpeta de cremallera bajo el brazo. Parecía que el hombre no había cambiado, pero aun así reparó en que algo de su lenguaje corporal era diferente.