Carl se alzó de hombros. No iba a prometer demasiado.
Dejaron el coche en el aparcamiento y se quedaron un rato ante el edificio de cemento, observando la Jefatura de Policía mientras pensaban en los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas.
—Carl, ¿tienes un cigarrillo? —preguntó el inspector jefe.
Carl sonrió un rato ante la inconstancia de Marcus Jacobsen.
—Sí que tengo, pero no tengo fuego.
—Un momento —replicó Jacobsen—, tengo un encendedor en la guantera.
Giró y apenas había avanzado un par de pasos cuando un coche negro con las luces apagadas que estaba aparcado frente a ellos en la acera de Jefatura arrancó y fue directo hacia ellos.
Un lateral del coche saltó por los aires cuando este golpeó el bordillo, y el ruido del metal chirrió en los oídos de Carl mientras se echaba a un lado y giraba sobre la acera. Luego el coche se detuvo con un frenazo y dio marcha atrás con tal violencia que la caja de cambios gruñó y se esparció el olor a goma quemada de las ruedas tratando de pegarse a la calzada.
Oyeron el disparo, pero no de dónde venía. Lo único que registraron en aquellos milisegundos fue que el rumbo del coche cambió, como si estuviese fuera de control, y que seguía retrocediendo, atravesando la calzada, hasta chocar con fuerza contra uno de los coches de los agentes de paisano que había aparcados allí.
Fue entonces cuando vieron a un agente motorizado salir corriendo de Jefatura pistola en mano, y fue entonces cuando Carl oyó la imaginativa sarta de juramentos y maldiciones que era capaz de soltar el inspector jefe en nada de tiempo.
Mientras el jefe de relaciones públicas y el inspector jefe de Homicidios mantenían a distancia a los periodistas y a la gente de la televisión, Carl comprobó los datos del autor del atentado. No llevaba papeles encima, claro, pero bastó enseñar a otros compañeros una foto del muerto, sentado en el coche con un agujero redondo en el cuello, para obtener resultados. La gente del Departamento C de la Brigada Criminal eran unos chavales astutos de cojones.
—Se llama Ole Christian Schmidt —dijo uno de ellos sin vacilar, y con ese nombre Carl pudo localizar al tipo. Un bocazas, antiguo activista de extrema derecha que había salido de la cárcel recientemente tras cumplir una condena de dos años y medio por dos ataques violentos contra una miembro de la ejecutiva de Los Socialistas y un chico inmigrante que pasaba por allí. No tenía un largo historial delictivo, pero sin duda el suficiente para poder temerse por su futura carrera.
Carl alzó la vista a la pantalla, que mostraba el canal de información continua desde que se había sentado.
Las explicaciones sobre el tiroteo las dieron Marcus Jacobsen y el jefe de prensa. Ni una palabra sobre una investigación en curso, ni una palabra sobre posibles móviles. Solo que había sido algo repentino, y que el hombre parecía trastornado, y luego que había que agradecer a la providencia que pasara por allí un resuelto agente motorizado que salvó la vida a dos policías.
Carl asintió en silencio. El suceso demostraba que Curt Wad estaba desesperado, y que aquello no iba a quedar así, no cabía duda. En cuanto Marcus volviera a su despacho, tendrían que discutir cómo llevar a cabo unos arrestos rápidos.
Después la imagen cambió, y el presentador hizo un breve comentario sobre los méritos de Marcus Jacobsen, y se quejó de que los nombres del muerto y del agente siguieran sin hacerse públicos.
La imagen volvió a cambiar, pero no así la expresión facial del presentador.
—Hacia las nueve de esta mañana el ocupante de un velero de recreo se ha llevado un buen susto cuando ha zarpado del puerto de Havnsø y, a mitad de camino de Sejerby, en la isla de Sejerø, ha divisado un cuerpo flotando en la superficie. Nos informan de que se trata del periodista de treinta y un años Søren Brandt, y sus familiares ya han sido informados.
Carl apartó la taza de café y miró conmocionado a la pantalla, en la que había aparecido la imagen de un Søren Brandt sonriente.
¿Aquella pesadilla no iba a terminar nunca?
—Ya conoces a Madvig de los viejos tiempos, ¿verdad, Carl? —preguntó Marcus, ofreciendo asiento a los visitantes.
Carl asintió en silencio y dio la mano al hombre. Karl Madvig, uno de los duros de la Comisaría Central de Información; sí, a aquel lo conocía mejor que los demás.
—Tiempo sin vernos —saludó Madvig.
Desde luego. Sus caminos no se habían cruzado desde que él y su tocayo coincidieron en la Academia de Policía; Madvig andaba ocupado en jugar a las cometas en el cielo solitario de la CCI. Cuando lo conoció era un tipo majo, de quien se rumoreaba que con los años había perdido buena parte de su encanto, por lo demás, innato. Tal vez se debiera al traje negro que llevaba siempre, tal vez fuera su ego, que había tenido demasiadas buenas condiciones de desarrollo. A Carl eso le importaba un comino.
—¿Qué hay,
Medusa
? —correspondió Carl, disfrutando del sobresalto del hombre cuando su viejo apodo salió de las brumas del olvido. Después continuó, dirigiendo una mirada elocuente hacia Marcus.
El inspector jefe buscó sus chicles de nicotina.
—Carl, has de saber que Karl es quien se ocupa en la CCI de todo lo que tenga que ver con la fundación de Ideas Claras y la gente que la dirige, entre ellos Curt Wad. Han pasado ya cuatro años desde que se iniciaron las investigaciones, así que, como comprenderás…
—Lo comprendo todo —aseguró Carl, volviéndose hacia Madvig—. ¡Soy tu hombre,
Medusa
! ¡Dispara!
Madvig movió la cabeza arriba y abajo y le dio las condolencias por lo de su ayudante. Bueno, tal vez la palabra «condolencias» no fuera el término adecuado. Al menos era lo que esperaba de todo corazón.
Madvig expuso sus investigaciones. De modo abierto y directo, y en muchos sentidos también con simpatía. Era evidente que el caso lo afectaba. También él había estado en las profundidades, escarbando en lo que era capaz de hacer la gente que estaba tras aquella fachada tan respetable en apariencia.
—Hemos pinchado teléfonos de miembros influyentes de Ideas Claras, y también de varios de los que sabemos son miembros de La Lucha Secreta, de forma tan sistemática como hemos podido, y tenemos conocimiento de bastantes de las cuestiones sobre las que ya has orientado a Marcus Jacobsen. Y claro, también tenemos declaraciones de testigos y documentos que apoyan nuestro trabajo, siempre podemos volver a eso. Pero de los archivos que habéis —dibujó unas comillas en el aire«encontrado» en casa de Nørvig, y que llevamos un día entero escudriñando, no hemos sacado nada que no supiéramos ya. Todos esos antiguos casos en los que la gente denunció a miembros de La Lucha Secreta están accesibles en los respectivos archivos policiales de distrito. Lo que desconocíamos, por el contrario, era que las tropas de asalto de Curt Wad se utilizan con fines abiertamente criminales, cosa que en cierta forma nos conviene. Porque así no puede haber duda de que será más fácil hacer comprender a la opinión pública la necesidad de poner freno a esa gente y a lo que representan.
—Sí —terció el inspector jefe—. Por supuesto que puedes indignarte, y con razón, por que no te haya mencionado antes las investigaciones de la CCI, Carl, pero ha sido necesario mantener la discreción. Imagina el escándalo que se montaría si la prensa y la opinión pública tuvieran conocimiento de que un nuevo partido político supuestamente democrático estaba siendo objeto de escuchas e investigado, incluso que había infiltrados, y además de forma tan masiva como ha sucedido. ¿Te imaginas los titulares?
Dibujó el mensaje en el aire.
—«Estado policial, control del funcionariado, fascismo.» Palabras que no se ajustan ni a nuestros métodos ni al verdadero objetivo de las investigaciones.
Carl asintió en silencio.
—Gracias por la confianza. De todas formas, creo que habríamos sido capaces de mantener la boca cerrada. ¿Ya sabéis que también se han cargado a Søren Brandt?
Marcus y Madvig se miraron un breve instante.
—Bien, así que no lo sabíais. Søren Brandt era una de mis fuentes de información. Lo han encontrado esta mañana ahogado en la bahía de Sejerø. Supongo que sabéis quién es.
Madvig y el inspector jefe lo miraron con rostros igual de inexpresivos. Así que ya lo sabían.
—Ha sido un asesinato, creedme. Brandt temía por su vida, y estaba escondido en algún lugar que no quiso decirme ni a mí. Pero tampoco eso le ha valido para nada.
Madvig miró por la ventana.
—Así que ¿un periodista? ¡Se han cargado a un periodista! —exclamó, mientras sopesaba las consecuencias. Entonces tendremos a la prensa de nuestro lado. Nadie en este país tolera el recuerdo de ataques a periodistas en Ucrania y Rusia. Así que pronto podremos hacerlo público.
Se volvió hacia ellos con un esbozo de sonrisa. Si el tema no hubiera sido tan trágico, seguro que se habría palmeado los muslos de alegría.
Carl los miró un rato antes de sacar su carta escondida.
—Hay una cosa que me gustaría entregaros, pero a cambio quiero tener las manos libres para terminar el caso que estoy investigando. Estoy convencido de que esclarecerlo aportará más acusaciones contra Curt Wad, porque sigo considerándolo sospechoso de estar tras una serie de desapariciones. Entonces, ¿de acuerdo?
—Bueno, eso depende de lo que puedas ofrecernos. No podemos aceptar que tu lucha contra Curt Wad vaya a poner en peligro tu vida y la de otros —comunicó Marcus Jacobsen, dirigiéndole una mirada que decía: «¡No hay acuerdo ni por el forro!».
Carl depositó los papeles sobre la mesa.
—Tomad —dijo—. Estas son las listas de todos los miembros de La Lucha Secreta.
Madvig arqueó las cejas, con los ojos como platos. Ni en sus más locas fantasías había pensado que existiera tal cosa.
—Sí, gente fina, os lo aseguro. Muchos médicos conocidos, varios policías, entre ellos uno de la comisaría del centro, enfermeras, asistentes sociales. Lo mejorcito de cada casa. Pero eso no es todo, porque tenemos información detallada de esa gente. Y sobre todo de la gente que hace el trabajo sucio a Curt Wad. Tienen una columna entera para ellos.
Señaló la lista. Curt Wad, con minuciosidad germánica, no solo había escrito los nombres, direcciones, lugares de trabajo, direcciones de correo electrónico, números de registro civil, teléfono y fax de los miembros y sus parejas, sino que también detallaba la función de cada cual en la organización. «Información», «Referencias», «Investigación», «Intervenciones», «Cremaciones», «Asistencia jurídica», «Trabajo de los funcionarios» eran algunas de las numerosas denominaciones de la lista, y finalmente «Trabajo de campo». No hacía falta haber sido policía durante muchos años para saber a qué se refería.
Desde luego, no tenía nada que ver con plantar patatas.
—En la lista de «Trabajo de campo» aparece, por ejemplo, el nombre de Ole Christian Schmidt —dijo, señalándolo—. Observo tu mirada inquisitiva, Marcus; pues bien, es el que ha estado a punto de matarnos esta mañana.
Los dedos de Madvig se pirraban por arrancarle la lista a Carl, era evidente. Carl lo imaginaba entrando como una exhalación en el despacho de su unidad y anunciando las últimas revelaciones. Pero Carl no podía compartir sin más aquella alegría manifiesta, porque el logro de la información había tenido costes demasiado elevados.
En aquel momento Assad luchaba por su vida en el Hospital Central.
—Atendiendo al número de registro civil de los incluidos en «Trabajo de campo», vemos que es gente más joven que, por ejemplo, la que realiza abortos —continuó—. Ninguno de los que hacen trabajo de campo tiene más de treinta años. Propongo que llevemos a cabo una detención preventiva de todo el grupo y les entremos con ganas, para tratar de descubrir sus movimientos de estos últimos días. Si lo hacemos, los intentos de atentado y los asesinatos van a cesar de inmediato, os lo aseguro. Y vosotros podéis hacer el papeleo en la CCI.
Enseñó las listas de afiliados.
—Haber conseguido estos papeles tal vez le cueste la vida a mi buen amigo y compañero Assad, así que no os los entregaré a menos que me digáis que estáis de acuerdo. Es lo que hay.
Por un instante, Madvig y el jefe de Homicidios volvieron a cruzar sus miradas.
—Rose, creo que debo decirte que Assad ha estado consciente —la informó Carl por teléfono.
Al otro lado de la línea hubo un silencio absoluto. Por supuesto, aquella información no bastaba para tranquilizarla.
—Los médicos dicen que ha abierto los ojos y ha mirado alrededor. Y que luego ha dicho sonriendo: «Así que me han encontrado. ¡Bravo!», y ha vuelto a desvanecerse.
—Dios mío —exclamó Rose—. ¿Crees que se pondrá bien?
—No lo sé. El tiempo dirá. Mientras tanto, quiero seguir con el caso. Tómate unos días de vacaciones, Rose, que ya es hora. Creo que deberías descansar una semana, te sentará bien. Han sido unos días duros, lo sé.
Oyó que la respiración de ella se hacía más profunda.
—De acuerdo. Pero antes has de saber que he descubierto algo que no encaja, Carl.
—Vaya. ¿Qué es?
—El expediente que sacó Assad del cuarto de los archivos de Curt Wad seguía en el coche cuando volví a casa ayer. Lo subí y lo he estado hojeando esta mañana. El Expediente 64, ya sabes.
—Sí. ¿Qué pasa con él?
—Ahora ya sé por qué le pareció tan importante a Assad meterlo bajo la camisa antes de encender el fuego. Debió de mirar bien todos los archivos para haber escogido justo ese expediente y la lista de miembros que has visto. Menos mal que te levantó el encendedor; si no, no habría tenido luz allí dentro.
—¿Qué pasa con ese expediente?
—Es el historial médico de Curt Wad sobre los dos abortos de Nete Hermansen.
—¿Dos?
—Sí. Cuando tenía quince años llamaron al médico porque tenía hemorragias después de caerse a un riachuelo. Según el médico, se debió a un aborto espontáneo. Y ¿sabes quién era el médico? El padre de Curt Wad.
—Pobre chica. Tan joven. Teniendo en cuenta los preceptos morales de la época, debió de ser una gran vergüenza para ella y para su familia.
—Puede. Pero lo que atrae mi atención es el caso que ya conocemos por los papeles de Nørvig: la denuncia de Nete Hermansen contra Curt Wad por violación y por haber recibido dinero a cambio de hacerle un aborto ilegal.