Entonces Curt le clavó la aguja en el cuello y apretó el émbolo hasta la mitad.
La mujer empezó a tambalearse. Después se cayó como un trapo.
—Bueno, ya te tengo como quería. Si tienes algo que decir, tranquila, que no se lo diré a nadie. ¿Has entendido, Nete Hermansen?
La dejó y volvió a salir al pasillo; estuvo un rato quieto, escuchando, a ver si percibía la menor señal de algo inusual. Una respiración, un crujido, un tenue movimiento; pero no oyó nada. Luego volvió a entrar en la sala. Eran dos habitaciones unidas, era evidente en el estucado del techo. En otros tiempos habría habido otra puerta que daba al pasillo en el rincón de la parte trasera de la sala, pero había desaparecido.
Era una casa normal para una mujer de edad. No es que no fuera moderna, pero tampoco lo contrario. Un reloj de péndulo junto a una radio con reproductor de CD. Algo de música clásica, pero también algunos discos de moda. Que no eran del gusto de Curt.
Luego observó un rato las tazas de la mesa baja. Tocó la taza de café, se sentó. Y mientras se preguntaba qué podía haber sido de Carl Mørck y qué podían hacer para volver a encontrarlo, tomó la taza de café y bebió un sorbo. Sabía bastante amargo, y lo apartó con una mueca de asco.
Buscó el móvil seguro en el bolsillo del pantalón. Tal vez debiera enviar a uno de sus hombres a Jefatura para saber si Carl Mørck de algún modo misterioso había vuelto allí. Miró el reloj. O quizá debiera enviar a alguien a casa de Carl. Se estaba haciendo tarde.
Curt dejó caer la cabeza un momento, de pronto se sintió cansado. Al fin y al cabo, los años no perdonan. Entonces su mirada topó con una mancha minúscula en medio de un motivo rojo y amarillo, a todas luces bastante fresca. Qué raro, pensó, y la tocó con el dedo índice para ver si estaba seca.
No lo estaba.
Observó la yema del dedo y trató de comprender.
¿Por qué había sangre fresca en la alfombra de la sala de Nete? ¿Qué diablos había ocurrido? ¿Seguía Carl Mørck estando en el piso?
Se enderezó con un sobresalto, fue a la cocina y miró a Nete, tumbada en el suelo. Luego sintió sequedad en la boca y un malestar repentino que hizo que se frotara la cara y bebiera agua directamente del grifo. Se refrescó la frente y se apoyó en el borde de la mesa de la cocina. La verdad era que los últimos días habían sido bastante espantosos.
Curt se repuso un poco y buscó la segunda jeringa con Propofol, que inspeccionó y volvió a meter en el bolsillo. Ahora podría quitarle la funda y clavársela a un atacante potencial en un segundo, si fuera necesario.
Salió con cuidado al pasillo y avanzó a paso lento. Abrió con suavidad la primera puerta y se encontró con una cama deshecha y montones de zapatos y pantis usados.
Luego salió al pasillo y se dirigió a la siguiente puerta, que abrió con sigilo. Salió a su encuentro un festival de restos de una vida anterior. Un auténtico trastero lleno de bolsos, abrigos y todo cuanto se pudo desear en otra época, colocado en perchas y estanterías.
Aquí no hay nada, pensó, y cerró la puerta tras de sí. Volvió a percibir el olor dulzón que había notado al entrar en el piso, ahora más intenso. Bastante más intenso.
Se quedó un rato olfateando, y le pareció que el olor procedía de la estantería de la esquina del pasillo. Era extraño, porque la estantería estaba casi vacía, aparte de un par de viejos ejemplares de
Reader’s Digest
y unas pocas revistas. Así que el tufo no podía venir de allí.
Curt se acercó a la estantería e inhaló con fuerza. No era un tufo acusado, sino más bien algo que flotaba en el aire, como un resto del pescado o de curry de la víspera.
Sería un ratón que se había escondido tras la estantería para morir. ¿Qué, si no?
Cuando iba a volverse para inspeccionar más en detalle la sala, su pie tropezó con algo que casi lo hizo perder el equilibrio.
Bajó la vista. Había un pliegue en la alfombra de fibra de coco, y el ángulo del pliegue era extraño. Casi como si hubieran empujado una y otra vez una puerta contra ella. Y en medio de la alfombra había sangre. No marrón, como la sangre vieja, coagulada. No, rojo oscuro y fresca.
Se volvió hacia la estantería y observó una vez más el pliegue de la alfombra.
Luego metió la mano tras la parte trasera derecha de la estantería y tiró hacia sí.
No pesaba nada, así que siguió tirando y se encontró de pronto frente a la puerta que había ocultado. Una puerta de relleno con pestillo. Justo detrás.
Su corazón empezó a latir más deprisa. Era extraño, pero se sentía casi eufórico. Como si aquella puerta representara todo el misterio y secretismo de los que se había rodeado toda su vida. Los secretos sobre todos los niños que nunca llegaron a nacer, todos aquellos destinos desperdiciados. Sobre actos de los que estaba orgulloso. Sí, podía parecer extraño, pero así era. Allí, frente a aquella puerta oculta, se encontraba a gusto, aunque sentía la boca reseca, y el entorno se deformaba y caía con pesadez sobre sus hombros.
Se sacudió de encima la sensación, achacándola al cansancio, y tiró del pestillo. Tanto este como la manilla cedieron con facilidad, y la puerta soltó su presa del marco con un ruido de succión, y el hedor se hizo más penetrante y fuerte. Inspeccionó con la mirada la abertura de la puerta, que estaba forrada con sólidos cubrejuntas de goma. Luego empujó un poco la puerta, que parecía pesada. Desde luego, no era una puerta normal, y tampoco había estado sin usar muchos años.
Curt se puso alerta y sacó la jeringa.
—Carl Mørck —dijo con voz queda, sin esperar respuesta.
Luego abrió la puerta de par en par, y lo que vio casi lo tumbó.
El hedor procedía de allí, y la razón era evidente.
Dejó vagar la mirada por el extraño espectáculo. Por el cuerpo inerte de Carl Mørck en el suelo, y más allá por las grises calaveras de pelo ajado y polvoriento, labios retraídos y dientes negros. Cuerpos muertos secos, de olor repulsivo, vestidos de gala con expresión helada, esperando su última cena. Nunca había visto nada parecido. Cuencas de ojo vacías mirando embobadas a las copas de cristal y la cubertería de plata. Piel transparente cubriendo los huesos protuberantes y los recios tendones. En el borde de la mesa, dedos encorvados de uñas marrones que jamás volverían a agarrar nada.
Tragó saliva y se adentró en la estancia, donde el olor era penetrante, aunque sin llegar a oler a podrido. Entonces reconoció el olor. Era como cuando abrías una vitrina con aves disecadas. Muerte y eternidad a la vez.
Cinco momias y dos asientos vacíos. Curt miró el sobre vacío frente a la silla más cercana. En la tarjeta que había tras el plato ponía «Nete Hermansen» escrito en caligrafía. Así que no era difícil de imaginar para quién sería el otro asiento vacío. Seguro que en la tarjeta ponía «Curt Wad».
Menuda diablesa estaba hecha aquella Nete Hermansen.
Se agachó y examinó al policía del suelo. El pelo de la coronilla y la sien lo tenía pegajoso de sangre, pero seguía goteando un poco al suelo, así que tal vez siguiera vivo. Le palpó la yugular y asintió satisfecho. En parte porque Nete le había atado brazos y piernas con una sólida cinta adhesiva, y en parte porque tenía el pulso normal. Regular y constante. Tampoco había perdido tanta sangre. Un mal golpe, sí, pero sin más consecuencia que una ligera conmoción cerebral.
Curt volvió a mirar al asiento vacío pensado para él. Qué suerte, no haber aceptado la invitación aquella vez, hacía muchos años. Trató de calcular con más exactitud cuánto tiempo hacía de aquello, no era fácil. Pero haría por lo menos veinte años. Así que no era de extrañar que los invitados a la cena tuvieran un aspecto algo cansado.
Rio para sí mientras caminaba por el pasillo, entraba a la cocina y agarraba a su anfitriona desvanecida.
—Arriiiba, pequeña Nete. Ahora empieza la fiesta.
La arrastró hasta la estancia sellada y la colocó en la silla de la cabecera, donde estaba su sitio.
Entonces sintió malestar otra vez y estuvo un rato jadeando en busca de aire antes de enderezarse e ir en busca del bolso, que estaba junto a la puerta de entrada; después volvió a la habitación hermética y cerró la puerta. Con la despreocupación habitual de un médico arrojó el bolso sobre la mesa y sacó de él una jeringa sin usar y una ampolla en la que ponía «Flumazenil». Un pequeño pinchazo, y Nete volvería a la realidad.
La mujer tembló un poco cuando Wad apretó el émbolo hasta el fondo, y luego abrió los ojos despacio, como si se diera cuenta de que la realidad iba a superarla.
Curt le sonrió y le dio una palmada en la mejilla. Dentro de un momento podría hablar con ella.
—Y ahora ¿qué hacemos con Carl Mørck? —murmuró para sí, girando en el recinto—. Ah, aquí tenemos una silla de sobra.
Saludó educadamente con la cabeza a los tiesos y tétricos invitados mientras acercaba del rincón una silla con manchas oscuras en el asiento.
—Pues sí, distinguidas señoras y señores. Tenemos otro invitado, denle la bienvenida —anunció, levantando la silla contigua a la de Nete, en la cabecera.
Después se agachó y agarró al corpulento subcomisario que le había causado tantos problemas. Tiró un poco de su cuerpo flácido y lo colocó a duras penas en su sitio.
—Disculpe —dijo, poniéndole el brazo sobre la mesa mientras saludaba con la cabeza a lo que había sido un hombre. Luego añadió—: nuestro invitado necesita que lo refresquen.
Entonces levantó la jarra sobre la cabeza de Carl, quitó el tapón y dejó correr aquella agua de veinte años por la coronilla sanguinolenta, dibujando deltas multicolores en su rostro inanimado, blanco como la muerte.
Noviembre de 2010
Carl despertó a los pocos segundos, pero en varias fases. Primero por el agua en la cara, después por los dolores, que no solo se extendían por el cuero cabelludo, sino también por el codo y antebrazo con los que había amortiguado el golpe. Dejó caer la cabeza hacia delante, todavía con los ojos cerrados, y cuando volvió a despertarse, al abrirlos sintió en el cuerpo una desazón como nunca había sentido. Sequedad en la boca, imágenes incontroladas tras sus párpados cerrados, donde se turnaban destellos y ondas de colores. En pocas palabras, se sentía de puta pena. Náusea y mil impresiones que le decían que si abría los ojos la cosa no iba a mejorar.
Entonces oyó la voz.
—Vamos, Mørck, no puede ser tan difícil.
Una voz que de ninguna manera se correspondía al lugar donde creía que se encontraba.
Abrió despacio los ojos y distinguió vagamente una silueta que se iba formando, hasta que de pronto se encontró mirando a un cuerpo humano momificado con la mandíbula colgando como en un grito sin materializar.
Entonces despertó del todo y emitió un grito sofocado, mientras su visión doble pasaba de un cadáver reseco a otro.
—Sí, hombre, estás bien acompañado, Carl Mørck — dijo una voz encima de él.
Carl trató de controlar los músculos de la nuca, pero era difícil. ¿Qué cojones pasaba allí? Dentaduras desnudas y carne marrón por todas partes. ¿Dónde estaba?
—Deja que te ayude —dijo la voz, y sintió una mano que le tiraba del pelo de la nuca y le echaba la cabeza hacia atrás, de forma que todos los nervios de la zona de la nuca pidieron auxilio a gritos.
El vejestorio que tenía enfrente no se diferenciaba gran cosa de los cadáveres en torno a la mesa. Su piel, arrugada y reseca. El color de su rostro había desaparecido, y en torno a sus iris, antes tan bien delineados, se dibujaba una corona funeraria. Solo habían transcurrido veinticuatro horas, pero en Curt Wad se había producido un cambio radical.
Carl quería decirle algo. Preguntarle a ver qué carajo hacía allí, y a ver si Wad y Nete estaban confabulados, pero no era capaz.
Ni falta que hacía. La mera presencia de Curt Wad era suficiente respuesta.
—Sí, hombre, bienvenido a la fiesta —dijo el anciano soltando la presa del pelo, con lo que la cabeza de Carl basculó a un lado—. Bien, Carl. Ya ves que tienes a la anfitriona sentada a la mesa, y todavía respira, así que miel sobre hojuelas.
Carl miró el rostro de Nete Hermansen. Era como si todo le colgara. Los labios, los pliegues bajo los ojos, la mandíbula. Todo parecía paralizado.
Su mirada se deslizó por el cuerpo de ella. Al igual que el suyo, estaba atado con cinta adhesiva en pies y muslos, con la cintura sujeta al respaldo de la silla.
—No estás cómoda, Nete —comentó Curt mientras sacaba la cinta adhesiva. Tras unos movimientos rápidos y chirriantes, ató sus brazos a los brazos de la silla. Menos mal que te has guardado la mejor silla para ti.
Echó a reír y se dejó caer pesadamente sobre la única silla que estaba libre.
—Señoras y señores, quiero dar a todos la bienvenida. La cena está servida. ¡Buen provecho!
Alzó su copa vacía y saludó con la cabeza a los reunidos.
—¿No vas a presentarme a tus invitados, Nete? —preguntó, señalando con un gesto al cadáver de mejillas hundidas y mirada fija, vestido con una chaqueta de lana polvorienta y comida por la polilla, al otro extremo de la mesa. Después observó, alzando la copa hacia la momia—: Sí, a Philip ya lo conozco. Salud, amigo. Siempre un Nørvig al otro lado de la mesa en las negociaciones, y todo va como la seda, ¿verdad que sí?
Soltó una carcajada demente. Aquello era nauseabundo.
Curt Wad dirigió la mirada hacia la vecina de mesa de Carl.
—Nete, ¿te encuentras mal? A lo mejor tengo que darte más Flumazenil, pareces algo floja. Ya te he visto en mejor forma.
Nete susurró algo que Carl no estuvo seguro de entender. «No creo», o algo así.
El anciano no lo oyó, pero su expresión facial cambió.
—Bueno, se acabó la fiesta. Veo que tenías planes para todos nosotros, Nete, y por eso estoy muy contento de poder participar hoy en ellos bajo mis propias premisas. Lo que va a pasar ahora es que vais a comunicarme en pocas palabras cuánto habéis contado a extraños sobre mis actividades, para que me haga una composición de lugar sobre el alcance de los daños y mi gente pueda restablecer la calma y la confianza en nuestro quehacer.
Carl le dirigió una mirada nebulosa, tratando de recuperar el uso de sus sentidos. Intentó respirar de diversas maneras, pero no pareció funcionar hasta que empezó a absorber aire por las comisuras. Fue como si ganara el control sobre aquella cosa extraña que le estaba sucediendo al cuerpo. Empezó a poder tragar saliva, la rigidez de cuello y garganta desapareció. Podía respirar más hondo.