Expediente 64 (51 page)

Read Expediente 64 Online

Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Expediente 64
9.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

Los de la ambulancia llegaron antes que el médico y acomodaron a Assad en la camilla con cuidado y pericia, mientras la máscara de oxígeno trataba de insuflarle vida.

Entretanto, Rose estaba callada como una tumba. Era evidente que podía venirse abajo en cualquier momento.

—Decidme que se va a poner bien —rogó Carl a los de la ambulancia, luchando contra un montón de sentimientos cuya existencia desconocía.

Levantó las cejas en un intento de detener las lágrimas, pero no lo consiguió. Joder, Assad, venga, colega.

—Está vivo —informó uno de los camilleros—, pero el envenenamiento por humo puede ser fatal. La ceniza puede hacer que los pulmones se fundan y bloqueen, deben estar preparados. Y el golpe de la nuca tampoco tiene buen aspecto. Podría tener una fractura de cráneo y hemorragias internas. ¿Es alguien que conocen?

Carl asintió en silencio. Aquello era duro para él, pero no era nada comparado con cómo lo estaba pasando Rose.

—No hay que perder la esperanza —lo animó el camillero mientras los bomberos empezaban a gritar y a desenrollar mangueras.

Carl abrazó a Rose y notó que todo su cuerpo temblaba.

—Tranquila, Rose. Assad se repondrá —la consoló, y se dio cuenta de lo hueco que sonaba.

Cuando el médico de Urgencias llegó al cabo de un minuto, desgarró de un tirón la camisa de Assad para poder hacerse una idea rápida de la intensidad y regularidad del pulso y la respiración. Al parecer, había encontrado algún obstáculo, así que tiró un poco de su torso, sacó unos papeles de su camisa y los arrojó sobre la acera.

Carl los recogió.

Uno de los fajos contenía unos folios grapados donde ponía «Lista de miembros de La Lucha Secreta».

En el otro fajo ponía «Expediente 64».

40

Septiembre de 1987

Eran las 17.20, y Nete había hecho mucho punto ya.

Bajo las ventanas abiertas de par en par pasaban montones de personas de todo tipo y edad, y algunas se paraban frente al edificio, pero no había ni rastro de Curt Wad.

Nete trató de recordar su última conversación con él. El momento en que ella interrumpió la conversación y colgó. ¿No le había parecido que lo tenía atrapado en la red? Así lo había creído, pero por desgracia estaba equivocada. ¿O no?

A lo mejor estaba allá abajo, oculto tras los árboles, viendo qué ocurría. ¿Era posible que hubiera visto a Philip Nørvig entrar y no salir? ¿Lo era?

Se frotó la nuca. Sin Curt Wad no había triunfo ni sosiego, y las tensiones estaban empezando a concentrarse en la nuca. Si no tomaba su medicina enseguida, la acosaría la migraña, y no tenía tiempo ni fuerzas para eso. Ahora más que nunca debía estar preparada y pensar con claridad.

En el baño, sintiendo las palpitaciones en la cabeza, sacó el frasco de pastillas del armario botiquín y vio que solo quedaba una.

Menos mal que tengo otro frasco en el armario de la mantelería, pensó, avanzó por el pasillo y miró hacia la puerta cerrada del comedor. Bueno, tendría que volver a entrar en el escenario de cubertería de plata, jarra de agua, copas de cristal y los cuerpos enfriados que ya habían tomado su última cena.

Abrió rápido la puerta de la estancia hermética y la cerró igual de rápido, porque en el interior se notaba ya el hedor, y la culpa era de Philip Nørvig.

Dirigió una mirada de reproche a su cadáver. Habría algo de trabajo con él cuando tuviera que acondicionar los cuerpos. Puede que ocurra con todos, pensó, y sacó el frasco de pastillas.

Se sentó a la cabecera de la mesa y miró a sus víctimas.

Aparte de Tage, que seguía tumbado en el suelo como una morsa varada, estaban todos bien sentados y en fila. Rita, Viggo y Philip.

Llenó una copa con agua, se metió tres pastillas en la boca, sabiendo que con dos bastaba, y luego alzó la copa de cristal hacia los ojos mates y las cabezas colgantes.

—Salud, señoras y señores —brindó, y tragó las pastillas.

Rio por el brindis que acababa de hacer, y pensó en la cantidad de formol que tendría que hacer tragar a sus silenciosos invitados. Aquello debería suavizar el proceso de putrefacción.

—Ya beberéis, tranquilos, pero debéis esperar un poco. Enseguida vais a tener más compañía. Un par de vosotros ya la conoce, se trata de Gitte Charles. Sí, habéis oído bien. La puñetera rubia que nos jodió la vida a algunas en aquella isla infernal. En otros tiempos era una persona encantadora, así que esperemos que lo siga siendo. Sería difícil que hiciera bajar el nivel que hay aquí.

Soltó una larga carcajada, hasta que las tensiones de la nuca le comunicaron que ya bastaba. Entonces se levantó, hizo una reverencia a sus invitados y se apresuró a salir.

No había que hacer esperar a Gitte Charles.

Después del desayuno, Rita se llevó aparte a Nete.

—Escucha, Nete. Cuando Gitte se canse de ti te desechará, y luego vendrán las consecuencias. Ya viste lo que me pasó a mí.

Extendió el antebrazo y mostró a Nete las marcas de las inyecciones. Nete contó cinco. Eran cuatro más que las que le dieron a ella.

—Esto es un infierno para mí —continuó Rita, mirando alrededor, alerta—. Esas putas funcionarias me hacen callar siempre, y me pegan si no ando con cuidado. Limpio retretes, lavo compresas de menstruación y trabajo en el estercolero. Paso el día en los peores trabajos con las más idiotas. Las funcionarias están cabreadas y no dejan de decirme que no puedo hacer ni esto ni lo otro, que ya me lo han dicho. Pero no es verdad, Nete. Van todas a por mí, y todo por culpa de Gitte. Mira.

Rita le dio la espalda, soltó los tirantes del peto, se bajó los pantalones y mostró una serie de moratones que cruzaban sus muslos justo bajo las nalgas.

—¿Crees que me han salido porque sí?

Después se volvió hacia Nete con el dedo índice levantado.

—Además, estoy
segura
de que la próxima vez que venga el jefe de servicio lo van a convencer de que debe esterilizarme. Por eso me tengo que escapar, y tú vendrás conmigo, ¿lo oyes, Nete? Te necesito.

Nete asintió con la cabeza. Una cosa eran las amenazas de Gitte de envenenarla con beleño. Otra que Gitte tratara con frialdad a las demás chicas, y se desternillara de risa cuando describía cómo les daba órdenes todo el día y, pese a su servilismo, terminara enviándolas a esterilizar si le apetecía.

También Nete temía ahora los cambios de humor de Gitte Charles.

—¿Cómo vamos a ir a tierra firme? —preguntó Nete.

—Eso déjamelo a mí.

—¿Y para qué me necesitas, entonces?

—Para conseguir dinero.

—¿Dinero? ¿Cómo voy a conseguirlo?

—Tienes que robar el dinero de Gitte, los ahorros de sus empleos anteriores. Alardeaba de ello cuando se llevaba bien conmigo. Yo sé dónde lo esconde.

—¿Dónde?

—En su cuarto, tonta.

—¿Por qué no se lo quitas tú?

Rita sonrió, señalándose a sí misma.

—Las que llevamos mono ¿podemos acaso andar por los pasillos?

Después su rostro recuperó la seriedad.

—Hay que hacerlo de día, mientras Gitte está fuera haciendo la mandona con nosotras. Ya sabes dónde guarda su llave, tú misma me lo dijiste.

—¿Tengo que hacerlo de día? No voy a poder.

Rita cerró el puño y lo puso a la altura del rostro de Nete. Estaba blanca, y los músculos de sus mandíbulas resaltaban.

—Claro que puedes, y tendrás que hacerlo si estimas tu vida, ¿entendido? Y hay que hacerlo ya. Podemos marcharnos esta misma noche.

El cuarto de Gitte estaba en el primer piso, sobre la sala de manualidades, y Nete pasó la mayor parte del tiempo con la frente perlada de sudor, esperando el momento para levantarse y desaparecer un minuto o dos. Pero el momento no se presentaba, porque el trabajo no era difícil, su profesora estaba junto a la ventana bordando en silencio, y por lo demás reinaba una tranquilidad no habitual. Un día sin riñas ni recados que hacer.

Nete miró alrededor. El alboroto tendría que empezar en alguna parte. La cuestión era dónde y cómo.

Entonces se le ocurrió una idea.

Sentadas ante ella había dos chicas que habían vivido de la prostitución en la parte vieja de Copenhague. Se hacían llamar Bette y Betty, porque siempre estaban hablando de Bette Davis y Betty Grable, que eran dos artistas de Hollywood que admiraban y a quienes desearían parecerse. Nete no tenía ni idea de quiénes eran aquellas artistas, porque la verdad era que nunca había estado en el cine, y estaba hasta el gorro de su parloteo.

Y luego estaba Pia, la puta de Århus, que tejía detrás de Nete. Hablaba menos que la mayoría, tal vez porque era algo corta, y era una de las putas de más edad, de las que habían probado todo cuanto puede probarse con un hombre. Ella y Bette y Betty tenían muchas historias que contar sobre su profesión, pero solo en los breves momentos en que no estaba la profesora de manualidades. Eran historias de sarna, de los precios por diversos tipos de coito y demás servicios, de hombres malolientes y de lo que una buena patada en la entrepierna podía provocar en quien no quería pagar.

Nete miró hacia atrás, y la puta de Århus alzó la vista y le sonrió. Tenía tres embarazos detrás, tuvo los tres niños, pero se los quitaron nada más nacer y los dieron en adopción, y todo indicaba que era una de las que pronto llevarían a operar al hospital de Korsør. Nete sabía muy bien para qué, las chicas hablaban sin cesar de ello. A instancias de los jefes de servicio de los asilos para retrasados mentales, el Ministerio de Asuntos Sociales llevaba a muchas a la esterilización sin ellas saberlo. Así que vivían sobre una bomba de relojería, todas lo sabían; también Pia, la puta de Århus. Y lo que hacía era mantenerse en calma, discreta, soñando que no estaba allí. Porque todas las de la isla tenían sus sueños, y la mayoría soñaban con una familia y niños.

También Pia, también Nete.

Y Nete se volvió hacia ella y se tapó la boca con la mano mientras cuchicheaba.

—Siento decirlo, Pia, pero Bette y Betty se han ido de la lengua. He oído que contaban a la profesora que tú habías dicho que podías ganar cien coronas en una mañana chupándosela a los hombres, y que si salías de aquí volverías a hacerlo. Solo quiero avisarte. Estoy segura de que ya ha llegado a oídos de Gitte Charles. Siento tener que decírtelo, pero es la verdad.

El sonido del telar se detuvo tras Nete, y Pia puso las manos en el regazo. Tuvo que esperar un poco para comprender lo que ocurría. Entender las consecuencias, la gravedad y la enorme traición.

—Han dicho también que querías pinchar a Charles con las tijeras de recortar —cuchicheó Nete—. ¿Es verdad?

Hubo algo que cortocircuitó a la chica, y un segundo después se levantó y mostró la fuerza que podía tener una puta de Århus.

Nete retrocedió y salió de la sala mientras la profesora pedía ayuda a gritos, y el tumulto de las tres putas se extendió a las demás chicas.

Llegaron corriendo de la cocina y la despensa, y alguien hizo sonar la campana que colgaba en el exterior del despacho de la directora. En nada de tiempo un día tranquilo se había transformado en un cataclismo de gritos y berridos, y palabras que nunca debieron decirse.

En pocos segundos Nete estaba en el cuarto, y encontró la llave de Gitte sobre el borde del marco de la puerta.

Nunca había estado allí, pero ahora veía que todo estaba ordenado, con dibujos bonitos en las paredes y la cama bien hecha. Unas pocas propiedades en una cómoda, y un par de sólidos zapatos de paseo que Nete nunca había visto ponerse a Gitte.

En su interior encontró casi quinientas coronas y un anillo con la inscripción «Alistair Charles — Oline Jensen, Thorshavn, 7 de agosto de 1929».

El anillo lo dejó.

Por la noche, tanto la celda de castigo del sótano como la del primer piso estaban llenas de las partes enfrentadas de la sala de costura.

Fue uno de esos días en que no se dijo una palabra durante la cena. Ninguna de las chicas quería destacar sobre las demás, porque algunas de las cuidadoras tenían en el rostro cardenales por los golpes de la batalla campal de la sala de labores, y la atmósfera estaba muy tensa.

Rita miró a Nete sacudiendo la cabeza. No era el tipo de follón que le había pedido que montara.

Después mostró los diez dedos de las manos, y a continuación los pulgares, lo que significaba que el plan empezaba a medianoche, aunque Nete no sabía cómo diablos había pensado Rita fugarse en medio de aquel lío.

Nete no sabía que Rita iba a prender fuego a la cama de su compañera de cuarto. Las cerillas solían guardarse con cuidado en la isla, pero Rita era Rita, y pudo bastarle con una cerilla y un pedazo de raspador que había levantado en la cocina. Lo mantuvo escondido bajo su abundante pecho durante casi todo el día, y no lo usó hasta que la imbécil de su compañera de cuarto estuvo profundamente dormida.

Fue la compañera la que chilló cuando el humo llenaba la habitación, y todas se levantaron a todo correr, porque ya había ocurrido antes. El establo se había quemado varias veces, y muchos años antes ardió todo el asilo.

A los pocos segundos el farero y su ayudante estaban con los tirantes sueltos y la camisa fuera de los pantalones, dirigiendo los cubos de agua de los aguadores.

Rita y Nete se reunieron tras la huerta y volvieron la mirada hacia las llamas, que hicieron que la ventana arqueada del cuarto de Rita saltara con un estampido, lanzando humo como tornillos que quisieran fijarse en el luminoso cielo estrellado.

No pasarían muchos minutos hasta que las sospechas se centraran en Rita y comenzaran su búsqueda, así que no había tiempo que perder.

Tal como había imaginado Nete, unos marineros esperaban al fulgor de la lámpara de petróleo de La Libertad. Lo que no había esperado era que Viggo fuera uno de ellos, y menos aún que no la reconociera.

Al contrario, la miraba con la misma sonrisa irónica que cuando Nete lo vio a escondidas mirando con su amigo al tercer marinero mientras este se beneficiaba a Rita por detrás. Una sonrisa como la que se ve en labios de tu amante, pero no de un extraño, y eso era él ahora: un extraño.

Cuando Nete le contó que era la chica de las barracas de feria, él ni siquiera se acordaba del episodio, pero se rio y dijo que si ya habían follado una vez no había impedimento para que volvieran a hacerlo.

Aquello partió por la mitad el corazón de Nete.

Entretanto, el otro hombre ya había contado el dinero, y dijo que no había suficiente, así que tendrían que tumbarse en la mesa y abrirse de piernas para compensar.

Other books

Collateral Damage by H. Terrell Griffin
The Marshal Takes A Bride by Sylvia McDaniel
Loving Daughters by Olga Masters
Serpent in the Thorns by Jeri Westerson
A Nearly Perfect Copy by Allison Amend
California Girl by T Jefferson Parker
A Far Piece to Canaan by Sam Halpern