Expediente 64 (49 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Expediente 64
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—Creo que nos queda un Peugeot 607 en el Departamento de Tráfico —indicó—. Tendrás que compartirlo con otros, pero no hay otra hasta el siguiente presupuesto, ¿verdad?

—Ni hablar.

Marcus dio un profundo suspiro.

—Vale, cuéntame los pormenores. Tienes cinco minutos.

—Cinco minutos no bastan.

—Inténtalo.

Un cuarto de hora más tarde Marcus estaba que se subía por las paredes.

—Forzáis la entrada en casa de Nørvig y robáis los archivadores, luego entráis en la casa de una persona conocida mientras su mujer agoniza, y a saber cuántas cosas criticables más.

—¿Agonizando? Bueno, no tengo ni idea de si su mujer agonizaba. ¿No has usado nunca lo de la muerte de una tía inexistente cuando te hace falta un día libre?

Al inspector jefe estuvo a punto de atragantársele la bola de chicle.

—Desde luego que no lo he usado, y espero que tampoco tú lo hayas hecho durante mi mandato. Pero escucha, Carl. Quiero aquí esos archivos, pero ya. Y cuando vuelva Assad, explícale que puede salir de Jefatura con la misma rapidez con la que entró. ¡Y abandonad ese caso ya! Si no, vais a hacer estropicios que no voy a poder arreglar.

—Ya veo. Pero si abandonamos el caso el año que viene te van a faltar seis coma ocho millones del presupuesto.

—¿Y eso…?

—¿Para qué tener un Departamento Q si abandonamos el caso?

—Carl, solo intento decirte que estás caminando sobre terreno resbaladizo, y no exagero. A menos que, poco a poco, y por supuesto desde la mesa de tu despacho, puedas aportar pruebas firmes de las actividades delictivas de Curt Wad y otros miembros significados de Ideas Claras, mantente alejado de él y de ellos. Y otra cosa, Carl: nada de contactos directos con Curt Wad, ¿está claro?

Carl asintió en silencio. Así estaban las cosas. ¿Es que todo era política?

—Estábamos hablando del coche —insistió.

—Eso déjamelo a mí. Ahora baja a por los archivos.

Carl pateó todos los paneles camino del antedespacho. Mierda de conversación.

—Vaya, Carl —lo saludó Lis. Entregó un papel a un tipo de pelo negro rizado, vestido con una cazadora de invierno de la Policía.

El tipo se dio la vuelta hacia Carl y lo saludó con un gesto de la cabeza. Era una cara conocida.

—¡Samir! —exclamó Carl. ¡Pero si era el enemigo íntimo de Assad!—. ¿Tenéis trabajo en Rødovre? ¿O Antonsen se ha jubilado por fin y se ha llevado a casa todos los casos?

Rio un poco por la desafortunada frase de entrada, pero fue el único que lo hizo.

—No nos va mal, gracias. Venía a intercambiar unos papeles.

Sopesó la pila de folios ante Carl.

—Oye, Samir, ahora que estás aquí: ¿qué problema hay entre tú y Assad? No, no me digas que no hay nada: solo dime de qué se trata. Me será de ayuda, ¿comprendes?

—¿De ayuda? Debe de ser porque también tú te has dado cuenta de lo disfuncional que es.

—¿Disfuncional? ¿A qué te refieres? No es verdad, ¿en qué te basas para decir eso?

—Pregúntaselo a él, no es cosa mía. Es que se está pasando. Ya se lo he dicho, pero por lo visto no soporta oírlo.

Carl lo agarró del brazo.

—Escucha, Samir: no sé qué soporta y qué no soporta, pero estoy convencido de que

lo sabes, ¿vale? Y si no me lo decís por iniciativa propia tú o, por qué no, Assad, es posible que tenga que sacártelo con sacacorchos cuando llegue el momento.

—Pues muy bien, Carl Mørck. Inténtalo.

Se liberó de un tirón y desapareció por el pasillo.

Lis miró a Carl con una mezcla de compasión e inquietud.

—No estés triste por lo del coche, Carl. Todo se arreglará.

Desde luego, en aquella casa los rumores viajaban a la velocidad de la luz.

—¿Seguimos sin noticias de Assad?Rose sacudió la cabeza. Parecía muy preocupada.

—¿Por qué estás de pronto tan inquieta por Assad?

—Estoy inquieta porque lo he visto conmocionado un par de veces últimamente. Nunca lo había visto así.

Carl ya sabía a qué se refería. No tenía un pelo de tonta.

—Nos han ordenado que subamos los archivos de Nørvig al segundo piso, Rose —informó.

—Pues entonces me parece que ya puedes ir empezando.

Carl dejó caer un poco la cabeza para que la corriente sanguínea no se detuviera del todo.

—¿Por qué estás enfurruñada, Rose?

—Por nada, hombre, no te molestes. Al fin y al cabo, no tienes tiempo para esas filantropías.

Carl se contuvo unos segundos, y luego le dijo con toda tranquilidad que si no subía las putas carpetas iba a pedirle que se marchara a casa y que enviara a Yrsa en su lugar.

Lo decía en serio, coño.

Rose frunció el entrecejo.

—¿Sabes, Carl? Me parece que no estás bien del coco.

La oyó afanándose con las carpetas, mientras llamaba una y otra vez al número de Assad, con las piernas bailando bajo la mesa. Qué putada le había hecho Assad birlándole el encendedor. Si no fumaba un cigarrillo pronto, iban a darle calambres en las piernas.

—Adiós, que te vaya bien —resonó de pronto desde el pasillo. Carl se volvió hacia el hueco de la puerta justo a tiempo de verla pasar con el abrigo y el bolso rosa al hombro.

Aquello era demasiado.

¿Se iba antes de la hora? ¡Mierda! A Carl le entraron ganas de llorar, pensando en las consecuencias. Entonces seguro que iba a enviar a su álter ego Yrsa mañana por la mañana. Con suerte.

El móvil zumbó sobre la mesa. Era Lis.

—Bueno, ya está arreglado lo del coche. Si vas al aparcamiento junto al Centro Nacional de Inteligencia, te mandaré a alguien para que te enseñe el coche y te dé las llaves.

Carl asintió con la cabeza. Joder, ya era hora. Ahora se trataba de encontrar a Assad. Rose lo había dejado inquieto de verdad.

Dos minutos más tarde estaba en el aparcamiento, mirando en torno a sí, confuso. No había ningún coche esperando, ni nadie con las llaves. Arrugó la frente, y se disponía a llamar a Lis cuando los faros de un coche emitieron un destello algo más allá.

Carl se acercó y vio a Rose sentada en el asiento del piloto con su bolso autorreflectante en el regazo, en un coche que era más pequeño que el bolsillo del pantalón de Carl. Tragó saliva por el susto producido por el color chillón, que le recordó que el queso azul que metió en el frigorífico dos meses antes debía de seguir allí.

—¿Qué diablos es eso, y qué haces tú dentro? —gritó por la ventanilla del copiloto.

—Es un Ford Ka, y tú vas a casa de Assad, ¿no?

Carl asintió en silencio. Desde luego, había que quitarse el sombrero ante la intuición de aquella mamarracha encalada de negro.

—Pues yo también iré. Y bueno, este es el coche que te ha alquilado Marcus Jacobsen para el resto del año.

A Rose le costó no partirse de risa, pero después volvió la seriedad.

—Venga, Carl. Va a oscurecer enseguida.

Se turnaron para arrodillarse en la galería exterior a mirar por la rendija del correo del piso de Heimdalsgade, y, tal como esperaba Carl, allí no había ni muebles ni rastro de Assad.

La última vez que Carl estuvo allí lo atendieron un par de hermanos bien tatuados, de nombre extranjero y bíceps como cocos. Esta vez tuvo que conformarse con la escandalera habitual de riñas domésticas y gritos en idiomas que podrían ser tanto serbocroata como somalí. Un barrio divertido.

—Lleva bastante tiempo viviendo en Kongevejen, no me preguntes por qué —informó Carl al meterse en aquella caja de sombreros con ruedas.

Tras circular durante un cuarto de hora sin decirse nada, se detuvieron ante una granja encalada que casi se fundía con el lindero del bosque, justo donde la carretera a Bistrup desembocaba en Kongevejen.

—Aquí tampoco parece estar —constató Rose—. ¿Estás seguro de la dirección?

—Es la que me dio él.

Al igual que Rose, miró la placa con dos nombres de mujer archidaneses. Tal vez se lo hubieran alquilado a Assad. ¿Quién no conocía a alguien que tenía dos casas y se había quedado con el culo al aire por el estancamiento del mercado inmobiliario? Los días felices en que los ministros de Economía pensaban con el culo y los bancos con el bolsillo interior no habían pasado del todo.

A los diez segundos de llamar apareció en el vano de la puerta una mujer pletórica de pelo negro, que le aseguró que si Carl conocía a alguien que se llamaba Assad y estaba sin techo, lo dejarían dormir en el sofá unas noches si se portaba bien y pagaba. Pero ni ella ni su amiga lo conocían.

Eso era todo.

—¿Ni siquiera sabes dónde viven tus subordinados? —lo provocó Rose cuando entraron en el coche—. Creía que lo habías llevado a casa en coche y todo. Tu curiosidad no suele flaquear en esas cuestiones.

Carl digirió la ofensa.

—Ya. ¿Y qué sabes

acerca de la vida privada de Assad, señora Sabelotodo?

Rose miró por el parabrisas con la vista desenfocada.

—No gran cosa. Al principio hablaba un poco de su mujer y sus dos hijas, pero de eso hace mucho. Si he de serte sincera, creo que ya no vive con ellas.

Carl hizo un lento gesto afirmativo; también él lo había pensado.

—¿Y amigos? ¿Ha mencionado alguna vez algún amigo? Tal vez viva en casa de algún amigo.

Rose sacudió la cabeza.

—Va a parecerte increíble, pero tengo la sensación de que Assad no tiene casa.

—¿Por qué lo dices? —preguntó.

—Tengo la impresión de que los últimos tiempos duerme bastante en Jefatura. Creo que algunas veces sale un par de horas por la noche para guardar las apariencias, pero en Jefatura no hay relojes para fichar, así que es difícil saberlo.

—¿Y la ropa? No suele venir todos los días con la misma ropa, ¿no? En alguna parte debe tener una base, ¿verdad?

—Podríamos registrar sus cajones y armarios en Jefatura, puede que la tenga allí. La ropa puede lavarla en una lavandería automática; de hecho, ahora que lo pienso, algunas veces lo he visto llegar con bolsas. Yo siempre he pensado que sería esa comida extraña que suele traer de las tiendas de inmigrantes.

Carl dio un suspiro. Fuera lo que fuese, ahora no les servía de nada.

—Habrá salido a desfogarse un poco. Ya verás, seguro que ha vuelto ya a Jefatura. Prueba a llamarlo, Rose.

Esta arqueó las cejas con la actitud habitual de «¿por qué no lo llamas tú?»; pero aun así lo hizo.

—¿Sabías que tiene contestador automático en su nuevo teléfono? —preguntó, con la oreja pegada al móvil.

Carl sacudió la cabeza.

—¿Qué dice?

—Dice que en este momento está de servicio, pero que calcula que estará disponible antes de las seis.

—¿Qué hora es ahora?

—Casi las siete. Debería llevar una hora disponible.

Carl marcó desde su móvil el número de la cabina de guardia de Jefatura.

No, no habían visto a Assad.

«De servicio», había dicho Assad por el contestador. Extraño.

Rose cerró el móvil y se pasó la mano por la cara.

—¿Estás pensando lo mismo que yo? Bien podría ocurrírsele, estando como estaba.

Carl se quedó un rato parpadeando hacia los faros de los coches que pasaban zumbando por la carretera transitada.

—Sí, también yo me lo temo.

Dejaron el coche pigmeo en Tværgaden, frente a la Academia de Policía; veinticinco metros más allá, al final de aquella idílica calle provinciana, estaba la casa de Curt Wad, en la esquina. Por lo que podían distinguir al otro lado del seto, la planta baja estaba a oscuras.

—No parece muy prometedor —comentó Carl.

—A mí no me parece nada —reaccionó Rose—. Lo único que sé es que me alegro de que estemos armados, porque mi intuición ha hecho que se me encendieran todas las alarmas.

Carl palpó su arma reglamentaria.

—Yo al menos estoy bien armado, pero ¿qué llevas

en el bolso?

Señaló aquella cosa flácida de color rosa que seguro que había quitado a su auténtica hermana Yrsa.

Rose no respondió, pero en su lugar hizo girar el bolso una vez sobre su cabeza y después golpeó con estruendo un cubo de basura de plástico verde que uno de los vecinos había colocado frente a su casa.

Al ver el alcance de los daños causados por el bolso al cubo de basura, que se había desplazado cuatro metros en el sendero de entrada, esparciendo la basura a los cuatro vientos, huyeron a toda pastilla. Para cuando se encendió la luz de la entrada ya habían torcido por el anexo de la esquina.

—¿Qué diablos llevas dentro del bolso, Rose? ¿Un adoquín? —cuchicheó Carl ante el sendero de entrada de la casa de Curt Wad en Brøndbyøstervej.

—No, solo las obras completas de Shakespeare encuadernadas en piel.

Un minuto más tarde Carl se encontraba por segunda vez aquel día en el jardín del chalé, mirando por la ventana al salón de Curt Wad. Aunque en aquella ocasión con Rose a una distancia apropiada y con la mirada vagando en la oscuridad.

Debía de hacer tiempo que no entraba en acción, por lo inquieta que parecía, pero la verdad es que todo estaba muy oscuro. Hasta las estrellas que iluminaban el pueblo habían echado la persiana.

Carl tiró de la puerta que daba al jardín. Estaba cerrada con llave, pero el marco no parecía muy sólido. ¿Qué habría hecho Assad en esa situación?, pensó, y tiró con tanta fuerza que el marco crujió.

Luego asió con determinación la manilla de acero inoxidable, hizo acopio de fuerza con un par de aspiraciones profundas, colocó un pie en la pared y después tiró con tal fuerza que sintió un latigazo en el hombro, y tanto él como la manilla tropezaron en el escalón y aterrizaron en la hierba. Hostias, qué dolor.

—No está mal —comentó Rose al comprobar que la puerta y la cerradura aguantaban, pero que el cristal estaba cuarteado en mil fragmentos, aunque entero.

Luego levantó un pie y apretó el cristal con la bota.

Aquello bastó. El cristal cedió hacia la sala con un tintineo bastante tímido, y Carl contó los segundos, esperando que Assad tuviera razón en sus comentarios acerca de que la casa no tenía alarma. Así, al menos Carl no tendría que explicar a los encargados de noche de la empresa de seguridad que la alarma había saltado porque de pronto el cristal se había caído en la sala sin más.

—¿Por qué no hay alarma? —cuchicheó Rose—. Hay una consulta de médico en la casa.

—Seguro que en la propia consulta hay una alarma — respondió Carl, también cuchicheando.

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