—Es de Nete —dijo para sí varias veces antes de quitarse la bata.
El cheque era de dos mil coronas. Mucho más de lo que costaba un billete de ida y vuelta a Copenhague, transbordador incluido. No iba a poder cobrarlo en el banco de Tranebjerg, porque les debía más que aquello, pero el granjero seguro que se lo compraba por mil quinientas coronas. Entonces iba a pedalear con todas sus fuerzas hasta el súper de Maarup.
No iba a poder soportar aquella situación sin un poco de ayuda de verdad. Y el surtido de botellas del súper era más que suficiente.
Septiembre de 1987
Nete recogió los folletos que habían estado bien alineados sobre la mesa baja y los depositó en el alféizar de la ventana. Folletos interesantísimos de preciosos pisos de tres habitaciones en Santa Ponsa, Andratx y Porto Cristo, un par de casas adosadas en Son Vida y Pollença, y un ático de lujo en San Telmo. Precios razonables y gran surtido. Eran muchos los sueños, y ahora iban a hacerse realidad.
Quería irse de Dinamarca cuando recrudeciera el invierno, y Mallorca parecía un buen lugar. En aquel bello paisaje cosecharía con dignidad el fruto de las penas y fatigas de su marido.
A los dos días, cuando todo hubiera terminado, reservaría el billete para Palma de Mallorca, a fin de buscar la casa más adecuada. En menos de una semana se habría marchado.
Luego sacó de nuevo la lista de nombres y la examinó mientras se imaginaba todo el proceso, porque no había que dejar nada al azar.
En la lista ponía:
Rita Nielsen 11.00-11.45
* Limpieza: 11.45-12.30
Tage Hermansen 12.30-13.15
* Limpieza: 13.15-13.45
Viggo Mogensen 13.45-14.30
* Limpieza: 14.30-15.00
Philip Nørvig 15.00-15.45
* Limpieza: 15.45-16.15
Curt Wad 16.15-17.00
* Limpieza: 17.00-17.30
Gitte Charles 17.30-18.15
* Limpieza: 18.15-
Movió la cabeza arriba y abajo tras haberse imaginado la llegada de cada invitado. Sí, todo parecía estar perfecto.
Tan pronto como subiera uno al piso, apretaría el botón para desconectar el portero automático. Cuando quien estuviera en el piso ya no pudiera ofrecer resistencia, volvería a conectarlo. Si alguien de los siguientes llegaba demasiado pronto y llamaba demasiado pronto al portero automático, pediría al recién llegado que se fuera y volviera a la hora convenida. Si alguien llegaba tarde, lo pasaría al final de la cola y propondría a la persona en cuestión que fuera al Pabellón del lago y comiera algo a cuenta de ella. Harían lo que les dijera, la situación y la recompensa no dejaban otra opción.
Y si tuviera la mala suerte de que coincidieran frente a la puerta de entrada, había tomado sus precauciones con el orden de los visitantes, de manera que los contiguos no se conocieran de antes. Es decir, Curt Wad y Gitte Charles podrían conocerse de ambientes sanitarios, pero la probabilidad de que un hombre como Curt Wad no llegara a su hora era muy, muy pequeña.
—Menos mal que he puesto a Gitte al final —dijo en voz alta. No sabía si sería puntual. Nunca había dado importancia a esas cosas.
Sí, el plan era bueno, y parecía haber tiempo de sobra.
Ninguno de los demás vecinos dejaría entrar a nadie, a menos que fuera una visita para ellos, eso seguro. Los drogadictos amigos de lo ajeno de la Blågårds Plads ya habían dado suficiente mal ejemplo para amedrentarlos.
Cuando todo hubiera terminado, tendría toda la noche para ocuparse del resto.
Lo único que le quedaba por hacer era comprobar que el cuarto quedaba bien sellado, y para eso había que hacer una prueba.
Fue en busca de su redecilla de la compra y un destornillador de la caja de herramientas de la despensa, salió a las escaleras, cerró la puerta y se arrodilló ante la entrada. La ranura de uno de los tornillos de la placa con su nombre estaba gastada, pero presionando un poco logró aflojarlo y soltar la placa. Luego la metió en la redecilla de la compra, bajó las escaleras y salió a la calle.
Decidió ir primero al taller de cerrajería de Blågårdsgade, y luego a la droguería de Nørrebrogade.
—Lo intentaré —dijo el dependiente tras el mostrador, examinando la placa que le había llevado Nete—. Pero no puedo hacerle una nueva hasta dentro de hora y cuarto. Antes tengo que hacer copias de un montón de llaves.
—Volveré dentro de hora y media. Cuide de que la letra sea como la de antes, y escriba bien el apellido.
Ya está, pensó en la calle. En el portero automático del portal ponía aún Nete Rosen, pero eso iba a arreglarlo con una etiqueta adhesiva y un rotulador. En adelante se llamaría Nete Hermansen, las cartas estaban ya firmadas y enviadas. Tal vez se extrañasen los vecinos, pero allá ellos.
—Necesito cosas que huelan fuerte —dijo al droguero de Nørrebrogade—. Soy profesora de biología, y los alumnos tienen una clase sobre el sentido del olfato mañana. Ya tengo en casa cosas que huelen bien. Ahora me hacen falta cosas de olor fuerte y penetrante.
El dependiente le dirigió una sonrisa irónica.
—Entonces, aguarrás, amoníaco y petróleo. Y luego le recomendaría cocer unos huevos y añadir una botella de vinagre. Entonces sí que van a llorar de lo lindo.
—Gracias; eso y algo de formol. Solo cuatro o cinco frascos.
Rieron un poco, las bolsas de plástico cambiaron de manos y santas pascuas.
Dos horas más tarde estaba ya atornillada la nueva placa con el nombre Nete Hermansen. No debía poner Rosen en la puerta tras la que pronto iba a materializarse la venganza.
Después entró en su casa. Fue a la cocina en busca de ocho platos hondos y los llevó al cuarto del fondo del pasillo.
Sobre la mesa del comedor había periódicos por si acaso, y sobre ellos depositó los platos y llenó después cada uno de ellos con líquidos de aroma fuerte o hedor penetrante. Agua de colonia, agua de lavanda, aguarrás, petróleo, tolueno quitamanchas, vinagre, alcohol de quemar y al final amoníaco.
Cuando llenó el último plato, una nube de vapor invisible la golpeó como un golpe con el canto de la mano e irritó sus narices y garganta hasta hacerle daño.
Dejó los frascos, salió de espaldas del cuarto, tan rápido como pudo, y cerró la puerta.
—Aahh —gimió, y corrió al baño para refrescarse la cara una y otra vez con agua fría. Era increíble lo horrible que olía la mezcla de aquellas sustancias y lo penetrante que era. Casi parecía que hubiera acceso directo al cerebro por la nariz.
Fue cojeando de habitación en habitación y abrió las ventanas de par en par, para disipar los vahos que escaparon al salir del cuarto sellado o que llevaba en la ropa.
Pasada una hora, cerró las ventanas, puso los frascos de formol, junto con la caja de herramientas, en el fondo del armario de la cocina, bajó a la calle y se sentó en el banco junto al lago.
Una leve sonrisa frunció sus comisuras.
Iba a salir bien.
Tras esperar una hora, ya estaba dispuesta para volver a subir. Su nariz estaba limpia, y su ropa se había oreado lo suficiente a la suave brisa de finales de verano. Haber llegado tan lejos la hizo sentirse bien y en paz.
Y si, contra toda expectativa, quedase el menor vestigio de olor en la escalera o en el piso, tendría que trabajar toda la noche. La tarea estaba clara: no sabía si su idea de emplear formol iba a funcionar como quería, así que el cuarto
tenía
que estar bien hermético. De lo contrario, no iba a poder marcharse a Mallorca, y quería irse.
Entró al portal y pasó un buen rato olfateando. Había un leve aroma a perfume, mezclado con el olor del perro de la vecina, pero nada más. Y su olfato nunca le había fallado.
Efectuó la misma operación en cada uno de los pisos, con el mismo resultado, y cuando llegó arriba, al cuarto, se arrodilló frente a la puerta de su casa, abrió del todo la rendija del correo y aspiró hondo por la nariz.
Sonrió. Seguía sin oler.
Después entró en el piso y sintió el mismo aire fresco que había entrado por las ventanas una hora antes. Se quedó un rato con la mirada desenfocada, concentrándose en el sentido que podía distinguir entre éxito y fracaso. Seguía sin oler nada.
Tras otra hora en el piso sin encontrar ni rastro de olor a gases, entró por fin en el cuarto sellado al fondo del pasillo.
En menos de un segundo se le saltaron las lágrimas. Como en un ataque de gas nervioso, el olor penetrante buscó cada poro de su piel sin cubrir. Cerró los ojos con fuerza y se llevó la mano a la boca mientras avanzaba a tientas hacia la ventana y la abría.
Igual que una persona rescatada de morir ahogada, sacó la cabeza al exterior y boqueó en busca de aire, con una tos que parecía no ir a remitir nunca.
Al cuarto de hora ya había vaciado los ocho platos hondos en el retrete y tirado de la cadena varias veces. Después volvió a abrir de par en par todas las ventanas del piso y limpió los platos a conciencia. Y al anochecer comprobó que había superado la prueba.
Luego puso un mantel blanco sobre la mesa del cuarto sellado. Sacó su mejor porcelana y puso la mesa. Copas de cristal, cubertería de plata y una tarjeta caligrafiada junto a cada cubierto.
Debía ser algo festivo, ya que se trataba de una fiesta.
Después miró las copas de los castaños de Indias, cuyas hojas empezaban ya a amarillear. Menos mal que pronto se marcharía.
Se acordó de cerrar las ventanas del cuarto sellado antes de acostarse. Luego selló con silicona transparente los bordes de las ventanas y contempló satisfecha su trabajo.
Iba a pasar mucho, mucho tiempo hasta que aquellas ventanas volvieran a abrirse.
Noviembre de 2010
Nubes negras, funestas, se cernían sobre la cabeza de Carl: el caso de la pistola clavadora, con las sospechas de Hardy y las monedas con sus huellas dactilares, la boda de Vigga y lo que suponía para su economía, el pasado de Assad, las rarezas de Rose, las idioteces del bocazas de Ronny y el fiasco total de la cena del ganso de San Martín. Nunca antes lo habían agobiado tantas cosas a la vez. En cuanto cambiaba de postura en la silla, ya venía a todo gas la siguiente catástrofe. No, esa acumulación de problemas no casaba en absoluto con un funcionario, excelente por lo demás, esclarecedor de misterios que nadie había podido resolver. Casi desearía que alguien creara un departamento cuyo objetivo principal consistiera en resolver
sus
misterios.
Dio un profundo suspiro, sacó un cigarrillo, encendió el televisor y sintonizó el canal de noticias. Fue un alivio ver a otros con problemas bastante peores que los suyos.
Una simple mirada a la pantalla plana bastaba para aterrizar en la realidad. Cinco hombres adultos discutiendo sobre la filosofía económica barata del Gobierno. ¿Puede haber algo menos interesante? Desde luego, aquello no conducía a nada.
Carl recogió la hoja que le había dejado Rose sobre el informe policial mientras él estaba con el inspector jefe. Un birrioso medio folio escrito a mano. ¿Eso era todo lo que podía encontrar sobre Gitte Charles, la auxiliar de Sprogø?
Leyó. No era nada alentador.
Aunque Rose había preguntado por todas partes, nadie de la asistencia a domicilio de Samsø recordaba a ninguna Gitte Charles, y por eso nadie recordaba lo de los robos a ancianos a quienes esta atendía. Tampoco había nada que buscar respecto a su estancia en el hospital de Tranebjerg, porque en el entretanto habían derribado el hospital, y el personal se había esparcido a los cuatro vientos. Hacía tiempo que su madre había muerto, y su hermano había emigrado a Canadá, donde murió unos años antes. La única conexión real con su vida era el hombre que, veintitrés años antes, le alquiló una habitación en Maarup Kirkevej, en la isla de Samsø.
La descripción que hacía Rose del granjero era pintoresca. «Joder, el tío aquel era corto, o si no era un jeta. Después de alquilar el miniapartamento de veinte metros cuadrados a Gitte Charles, lo había alquilado a otras quince o veinte personas. La recordaba muy bien, pero no tenía nada inteligente que decir. Uno de esos granjeros con mierda en las botas, tractores oxidados en el jardín trasero y que creen que el dinero negro es el único de verdad.»
Carl dejó la hoja y se centró en los resultados de la investigación policial sobre el caso de Gitte Charles, que estaban en la carpeta. Tampoco allí había gran cosa.
La imagen de la pantalla cambió varias veces. Cortes rápidos entre asambleas en salas de congresos, y los rostros de dos ancianos exhibiendo amplias sonrisas.
El periodista que comentaba el reportaje no mostró mucho respeto por las personas que estaba presentando.
—Ahora que, tras numerosos intentos, el partido Ideas Claras ha logrado reunir firmas suficientes para poder presentarse a las próximas elecciones al Parlamento, es el momento de preguntarse si la política del país ha tocado fondo. Desde los tiempos del Partido de la Recuperación no se presentaba un partido con objetivos tan específicos y naturaleza tan controvertida y, en opinión de muchos, criticable. Hoy, en la asamblea general constituyente, el fundador del partido, el tantas veces criticado ginecólogo extremista Curt Wad, ha llevado a cabo la presentación pública de los candidatos del partido al Parlamento, y puede decirse que, a diferencia del caso del Partido de la Recuperación, entre los candidatos se encuentran una serie de personalidades prominentes y educadas de carrera brillante. La edad media de los candidatos es de cuarenta y dos años, con lo que también se distancia de la afirmación del resto de partidos en el sentido de que Ideas Claras está representado por ancianos. Por ejemplo, el fundador del partido tiene ochenta y ocho años, y varios de los miembros de la ejecutiva se jubilaron hace tiempo.
Cortaron al plano de un hombre alto de patillas blancas que parecía bastante más joven que sus ochenta y ocho años. Bajo su rostro, aparecía escrito: «Curt Wad. Doctor, fundador del partido».
—¿Has visto mis apuntes y el informe policial sobre la desaparición de Gitte Charles? —lo interrumpió Rose.
Carl la miró. Después de haber hablado con su hermana de verdad, Yrsa, era algo difícil comportarse con total seriedad ante su aspecto. ¿Serían también una fachada artificial aquellas cubiertas de tejido negro, el maquillaje y los zapatos capaces de empitonar una cobra en dos segundos?
—Eh… sí. Bueno, un poco.