Era evidente que aquello no era lo pactado, así que Rita empezó a gritar y a intentar pegar al hombre; era sin duda lo último que debería haber hecho.
—Pues te quedarás en la isla —dijo el tipo, y le dio una bofetada—. Largo de aquí.
Nete miró a Viggo y esperó que fuera a protestar, pero no reaccionó en absoluto. Así que no era él quien mandaba, y por lo visto le parecía bien.
Aquello hizo que Rita cambiara de parecer, se desabrochó el vestido, pero los hombres estaban de acuerdo en una cosa. ¿Para qué tirarse a aquella putilla deslenguada que ya se habían tirado varias veces cuando podían conseguir una nueva? Eso fue lo que dijeron.
—Vamos, Nete, volvemos. ¡Devolvednos el dinero! — gritó Rita, lo que solo hizo que los hombres rieran más alto y después se repartieran el dinero.
Nete estaba espantada. Gitte Charles iba a saber que era la única que podía haber robado el dinero. ¿Cómo iba a volver al asilo aquella noche? Sería un infierno en la tierra.
—Ya me t-tumbo —tartamudeó y se tumbó sobre la mesa mientras los hombres sacaban a Rita a empujones.
Durante un momento oyó fuera los juramentos y maldiciones de Rita, pero luego se hizo el silencio, y lo único que se oyó después fue la pesada respiración del extraño.
Cuando terminó y llegó el turno de Viggo, Nete pensó que nunca más podría llorar, y que la vida que debería haberse creado se la habían quitado para siempre. Nunca había pensado que fueran posibles tantos abandonos y tanta maldad.
Y mientras Viggo se complacía Nete dejó vagar la mirada por la pequeña estancia, como despidiéndose no solo de Sprogø, sino de lo que ella había sido hasta entonces.
En el mismo instante en que el cuerpo de Viggo se estremecía y su amigo reía en el rincón, se abrió de golpe la puerta, y el dedo acusador de Rita y la mirada penetrante de Gitte Charles se dirigieron hacia ella.
Los hombres se soltaron y huyeron, y Nete se quedó como clavada a la mesa con el culo al aire.
A partir de entonces, el odio de Nete hacia ambas mujeres y hacia Viggo, que se las daba de hombre pero solo era un cerdo, no conoció límites.
Noviembre de 2010
Ya en la curva de la iglesia de Brøndbyøster Curt vio una actividad inusitada. Grupos dispersos de gente acurrucada por el frío en medio de la calzada.
Curt se quedó helado, porque estaban frente a su casa. Destellos intermitentes, gritos y el ronroneo de las bombas de incendios. Una pesadilla.
—Soy el dueño de la casa. ¿Qué ha ocurrido? —gritó, con todos los mecanismos de defensa preparados.
—¡Pregunte a la Policía, han estado aquí hasta hace poco! —gritó un bombero, mientras se aseguraba de que el mar de brasas del anexo estaba bien apagado. Luego preguntó al que estaba enrollando las mangueras—: ¿Cómo se llamaba el policía que estaba aquí cuando hemos llegado, te acuerdas?
—¿No se llamaba Mørck? —contestó y sacudió la cabeza: parecía que el hombre no estaba seguro, claro que tampoco era necesario.
Curt había oído bastante. Era una mala noticia.
—Pues ha tenido usted bastante suerte —continuó el bombero de la manguera—. Si llegamos dos minutos más tarde, habría ardido el anexo, y puede que también la casa con techo de paja al otro lado de Tværgade. Por desgracia, había un hombre bastante malherido dentro. Parecía un gitano, tal vez un sin techo que se había colado para pasar la noche. Creemos que fue él el causante del incendio, pero todavía no sabemos lo bastante. Desde luego, ha quemado papeles, lo más seguro para calentarse, pero no son más que conjeturas. Pida más información a la Policía.
Curt asintió en silencio. Nada más lejos de su intención.
Dirigió su linterna al interior de la habitación, donde la puerta corredera estaba abierta y el suelo de atrás era una papilla de ceniza, algo espantoso.
Esperó a que los bomberos abandonaran el lugar, y al entrar a la sopa de ceniza del búnker comprobó que no quedaba nada en absoluto.
Lo que sí vio fueron las pintadas de las paredes.
En todas partes ponía «ASSAD WAS HERE!».
Casi lo hizo desvanecerse.
—No queda nada —anunció, mientras Lønberg escuchaba por la línea segura—. Nada. Archivadores, recortes, documentos fundacionales, lista de miembros, expedientes médicos. ¡El fuego se lo ha llevado todo!
—Espero que tengas razón —dijo Lønberg—. Aunque sea algo terrible, desde luego espero que las llamas lo hayan borrado todo. Dices que ese Hafez el-Assad estaba aún vivo cuando lo dejaste, pero ¿sabemos cómo lo ha encontrado la Policía? ¿Puede haber sido su móvil el que los llevó hasta ahí?
—No, se lo quitamos y lo apagamos. Mikael y los demás están inspeccionando su tarjeta de memoria en este momento, porque puede que contenga información que nos interese. Pero el móvil en sí ha estado apagado desde que se lo quitamos. Así que no: no puedo responderte a cómo lo encontró Carl Mørck.
—Dame diez minutos para saber cuál es la situación en el hospital; te llamaré después.
Curt sacudió la cabeza de rabia y pena. Si solo hubiera esperado al día siguiente para ir a la funeraria, y si no hubiera conocido a aquel hombre magnífico por su trabajo en el partido, nada de aquello habría pasado.
Meneó la cabeza. Si esto, si lo otro o si lo de más allá. ¿Por qué había tomado una segunda taza de café, y por qué le había costado tanto tiempo a la mujer del funerario darle el pésame? ¿De qué coño valía hacerse esas preguntas? Lo hecho, hecho estaba.
Ahora se trataba de seguir el plan, que era bastante simple. Cuando quitaran de en medio al árabe irían directos a por su compañero. Y cuando desapareciera aquel, cosa que podría suceder al día siguiente, su hombre de la comisaría del centro entraría a Jefatura y se llevaría las carpetas de Nørvig.
Hasta ahí, todo bien. Las amenazas directas contra el partido pronto las neutralizarían. De eso se trataba.
Quedaba el hecho de que también había una mujer trabajando en el departamento. «Pero está de la olla», les había dicho su informante de la comisaría del centro, así que ese obstáculo sería fácil de superar. Y si pese a todo se equivocaba, ya encontrarían algo comprometedor y la sacarían del cuerpo en menos que canta un gallo. Ya se encargaría él de eso.
Søren Brandt tampoco era un problema ya, por lo que le habían contado, y para terminar Mikael viajaría a Madagascar para ocuparse de Mia Nørvig y Herbert Sønderskov.
Después quedaría una sola amenaza, la de Nete Hermansen.
Su muerte debía parecer natural, costara lo que costase. Un certificado de defunción y un entierro rápido, y el libro quedaría cerrado.
Cerrado del todo, esperaba.
Sus archivos se habían quemado, al igual que sus compañeros de La Lucha Secreta habían destruido los suyos, y, con la próxima muerte de Carl Mørck y Hafez el-Assad, la investigación policial ya no sería ninguna amenaza, siempre que las cosas fueran como le habían dicho: a saber, que el Departamento Q llevaba sus casos de forma independiente. Sí, el partido tendría tranquilidad para establecerse, y el trabajo de toda una vida daría frutos.
Curt asintió con la cabeza para sí. Ahora que lo había pensado todo, veía que no había pasado nada grave, al contrario.
Solo quedaba esperar el informe de Lønberg desde el hospital donde estaba ingresado el árabe.
Subió a la primera planta y se tumbó junto a su amada. Su piel parecía nieve, pero estaba más fría aún al tacto.
—Deja que te caliente, Beate, guapa —dijo en voz baja, acercándose al cadáver. Había perdido flexibilidad. La rigidez cadavérica se había asentado en su cuerpo, mientras él tomaba café con gente que le era indiferente. ¿Cómo pudo hacerlo?
Entonces sonó el móvil.
—Dime, Lønberg. ¿Lo has localizado?
—Sí: está en Hvidovre, y no está nada bien. De hecho está muy, muy mal.
Curt respiró, aliviado.
—¿Quién está con él?
—Carl Mørck.
—Vaya. ¿Sabes si ha sacado algo de la habitación?
—No creo. Al menos no puede ser nada especial. Nuestra persona de contacto del hospital está sentada en la sala de espera frente a Mørck. Le preguntaré por el otro teléfono si sabe algo, espera un momento.
Oyó la voz de Lønberg en segundo plano, y luego volvió a dirigirse a él directamente.
—Es difícil de saber, porque no puede acercarse mucho. Dice que Carl Mørck lleva algo que parece una lista, pero podría ser también material impreso del hospital con información para los allegados. Dice que parece eso.
—¿Una lista?
—Sí, pero tranquilo, Curt, seguro que no es nada. La tormenta ha pasado, viejo amigo. Por razones históricas, por supuesto que es un fastidio que hayan desaparecido los ficheros internos y toda la documentación referida a la organización de La Lucha Secreta e Ideas Claras, pero al igual que las llamas han devorado nuestros expedientes, puede que sea mejor que también tus archivos hayan ardido. ¿Estás bien por lo demás, Curt?
—No.
Aspiró hondo.
—Beate ha muerto.
Se produjo un largo silencio. Curt sabía lo que Lønberg y muchos otros de los veteranos de la organización sentían por Beate. No solo como la eficiente organizadora que los reunía, sino también como mujer. Beate era muy especial.
—Dios bendiga su memoria —fue lo único que dijo Lønberg. Por lo visto no podía decir más.
Había quedado con la funeraria en que los empleados llegarían en busca de Beate hacia las diez de la mañana del día siguiente, porque no podía atrasarse más, dijeron. Aquello desbarataba sus planes.
Curt miró con tristeza a su esposa muerta. Había decidido seguir sus pasos aquella noche. Cuando llegaran los de la funeraria, se darían cuenta de que iban a tener que volver a por él.
Pero no iba a poder ser, ya no.
No hasta saber con seguridad que Carl Mørck y Hafez el-Assad habían dejado este mundo, no hasta saber con seguridad que el papel que estaba leyendo el investigador en la sala de espera de la zona de aislamiento en aquel momento no era lo que más temía Curt.
Tecleó el número de Mikael.
—Por desgracia, Hafez el-Assad sobrevivió al golpe en la cabeza y prendió fuego a los archivos, pero es poco probable que sobreviva a las consecuencias. Intentaremos estar informados durante las horas y días que vienen, mediante una persona de contacto eficiente y leal que tenemos en el hospital. Una enfermera que nos ha ayudado varias veces y que también ahora está dispuesta. Así que no creo que debamos preocuparnos tanto por él. No, el problema es Carl Mørck.
—Vale —se oyó al otro extremo de la línea.
—Esta vez no lo perdáis de vista ni un segundo, Mikael. En este momento está en el hospital de Hvidovre, y desde ahí vais a seguirlo de cerca, ¿comprendido? Tenéis que borrarlo de la faz de la tierra. Hacedlo trizas con un coche, lo que queráis. Pero hacedlo, y hacedlo pronto.
Noviembre de 2010
Mientras Rose, con los nervios a flor de piel, miraba al rostro cadavérico de Assad cuando lo sacaron de la ambulancia en la recepción de Urgencias, Carl pensó que una larga noche esperando informes sobre el estado de Assad iba a ser demasiado para ella.
—¿Puedes conducir hasta casa? —preguntó bajo el reflejo de los destellos azules. Le entregó las llaves del coche, y luego estuvo pensando en lo mala conductora que era, pero la suerte estaba echada.
—Gracias —dijo Rose, apretándose contra él en un momento de transgresión antes de hacer un gesto con la mano hacia la camilla de Assad, y luego se dirigió hacia el Ford Ka.
Menos mal que a esta hora no hay tanto tráfico, pensó Carl. Si aquella noche le ocurría algo a Rose, aquello iba a ser el final de su carrera de policía.
Tal vez lo fuera de todas formas.
En el quirófano trabajaron a tope con Assad, y después un médico de rostro serio se presentó por fin en la sala de espera y comunicó a Carl que por suerte los pulmones no estaban tan mal, pero que la fractura de cráneo y los hematomas resultantes eran de tal magnitud que no le permitían prometer nada. De hecho, estaba tan grave que tendrían que trasladarlo al Hospital Central, donde la unidad de traumatología estaba ya preparada para recibirlo y reconocerlo, y probablemente volver a enviarlo al quirófano, y después subirlo a la UVI.
Carl asintió con la cabeza, mientras cólera y tristeza luchaban entre sí. Desde luego, no iba a llamar a Rose para contarle aquello.
Apretó contra sí uno de los papeles que llevaba Assad debajo de la camisa. Curt Wad iba a pagar por aquello. Y si no lo pillaban de forma legal, ya habría otros modos. A él le importaba un huevo.
—¡Acabo de enterarme del accidente! —gritó una voz conocida algo más allá en el pasillo. Era Marcus Jacobsen, dirigiéndose hacia él con paso rápido.
Joder, aquello era tan triste, y a la vez tan conmovedor, que Carl tuvo que secarse el rabillo del ojo.
—Será mejor que vayamos a Jefatura, Marcus —dijo Carl—. Paso de ir a casa, hay muchísimas cosas que hacer antes.
Marcus Jacobsen miró el retrovisor y lo enderezó un poco.
—Hmm, es extraño, ese coche lleva tiempo detrás de nosotros —comentó, y después miró a Carl—. Sí, te comprendo. Pero para funcionar hay que dormir.
—Pues entonces sácame un chupito de Gammel Dansk cuando lleguemos. Lo de dormir tendrá que esperar.
Puso al inspector jefe al tanto de lo ocurrido durante el día, no le quedó otro remedio.
—Os prohibí acercaros a Curt Wad, Carl, y ahora mira qué ha pasado.
Carl asintió en silencio; era justo y lógico tener que oír aquello.
—Pero menos mal que no has obedecido —continuó.
Carl volvió el rostro hacia él.
—Gracias, Marcus.
Su jefe se regodeó un poco con las palabras antes de pronunciarlas.
—Voy a tener que hablar con alguna gente antes de que puedas seguir con esto, Carl.
—Vaya. Pues mucho me temo que no voy a poder esperar.
—Entonces tendré que suspenderte.
—Si lo haces, esos cabrones van a irse de rositas después de lo que han hecho.
—¿Qué han hecho, Carl? ¿Atacarte? ¿Lo que le ha pasado a Assad? ¿O en lo que han convertido su nuevo partido, además de todos sus antiguos crímenes?
—¡Todo eso! ¡Sí!
—Voy a decirte una cosa, Carl. Si no paras hasta que haya discutido todo esto con otras personas, Curt Wad no va a pagar por muchas de esas cosas, y no hay ninguna necesidad de que eso suceda. Así que debemos convenir que te quedarás en el despacho hasta que yo te diga.