Authors: John Darnton
—No puedo hacer nada —dijo Julia angustiada—. No sé manejar el aparato. Es inútil.
Apagó el ordenador. El verdoso resplandor se encogió hasta no ser más que un punto y luego desapareció por completo. Julia se levantó y se puso de nuevo la camisa. Skyler, tras mirar por última vez hacia el exterior, se aproximó a la segunda puerta de la sala. Desde el momento en que la vio, supo que tendría que abrirla. Sospechaba que conducía a un lugar acerca del cual venía escuchando rumores desde tiempos inmemoriales. Cuando eran niños, aquel sitio había tenido un lugar preeminente en los sombríos rincones de sus temerosas fantasías.
Hizo girar el tirador de latón.
En el centro había una blanca mesa metálica, con lámparas cenitales sobre ella que producían una brillante luz. El suelo tenía una ligera inclinación que conducía a un desagüe. Junto a las paredes había gran cantidad de gabinetes llenos de instrumental médico. En un rincón, junto a una cama, botellas de gas con tubos de goma y una máscara. Skyler jamás había visto una sala que estuviese tan inmaculadamente limpia.
Entró en la sala lentamente y Julia lo siguió. Hacía calor y olía a cerrado. Había otra puerta más, gruesa y pesada, como la de un frigorífico para carne. Cruzó la estancia y asió el tirador de la puerta. Ésta se abrió en seguida, hacia adentro, revelando un negro hueco. Skyler encontró un interruptor y lo accionó. Un blanco resplandor lo cegó momentánea y piadosamente hasta que al fin logró enfocar la vista en la terrible imagen que tenía ante sí. Allí, tendido sobre la mesa de mármol, había un cuerpo.
Al principio le pareció una pequeña estatua, pálida y encogida en una postura extraña. Yacía de espaldas. Los pies estaban apuntando hacia fuera, como en posición de reposo. Bajo el cuello y extendiéndose en pequeños círculos en torno a las axilas, había una zona coloreada por un extraño tinte amarillo verdoso. Los genitales masculinos, echados hacia un lado, estaban hinchados, llenos de fluido. Skyler trató de no mirar el pecho, pero sus ojos eran inevitablemente atraídos hacia él. El pecho no existía. En su lugar había un hueco, una hendidura, como la de un pescado destripado. A ambos lados pendían recortados pedazos de piel, como postigos de una ventana, y la caja torácica se había colapsado hacia dentro en torno a un oscuro orificio rodeado por un rojo cerco de sangre seca.
Era Patrick.
Skyler dio un respingo al tiempo que Julia se colocaba a su altura y le rozaba el brazo. Notó el envaramiento del cuerpo de ella cuando vio el cuerpo, y oyó que la respiración se le cortaba.
—Mira —exclamó Skyler con voz estrangulada—. El corazón no está.
Notó que Julia volvía a respirar. Permanecieron unos segundos observando mudamente el cadáver.
—Pero... ¿por qué? —preguntó ella al fin.
Él no supo responder.
Volvieron sobre sus pasos, apagaron la luz y cerraron la puerta. En la sala de archivos, Skyler montó guardia mientras Julia examinaba con manos temblorosas el escritorio y el ordenador, asegurándose de que no quedaban vestigios de la presencia de ambos. Cuando llegaron al exterior y cerraron la puerta tras de sí, miraron rápidamente en torno para cerciorarse de que no había moros en la costa.
Corrieron tan deprisa como les fue posible y no se detuvieron hasta haberse adentrado en el bosque. Ni siquiera allí, en el que para ellos había sido el único refugio seguro de toda la isla, se sentían ya a salvo.
Se detuvieron jadeando. Ella se sentó en el suelo y él se recostó en un árbol. Cuando habló, Julia lo hizo en voz tan baja que él podía seguir percibiendo los rumores de los pequeños animales que se movían entre la maleza; intentó escuchar al tiempo la voz y los sonidos.
—No lo entiendo —dijo Julia—. ¿Por qué tuvieron que vaciarlo de ese modo? ¿Qué enfermedad tenía?
—No lo sé, pero era algo mortal. Rápido y mortal.
—¿Y cómo lo sabemos?
—¿Por qué, si no, iban a cortarlo de ese modo?
—¿Crees que sufría alguna terrible enfermedad?
—Quizá sea eso lo que tratan de averiguar.
—¿Será infecciosa? ¿Nos habremos contagiado?
—Sólo estuvimos allí unos segundos.
—Le faltaba el corazón, ya lo viste. ¿Dónde está? ¿Para qué se lo habrán llevado?
—No lo sé... Tal vez lo estén analizando o algo así.
Al escuchar su propia voz, Skyler se dio cuenta de que le faltaba convicción.
—No sé —dijo Julia, que se puso en pie y comenzó a pasear dando vueltas—. Esto es horrible... y me da miedo. Hay tantas cosas que no sabemos... Pero algo está ocurriendo.
Skyler supo a qué se refería su compañera. Durante meses, las dudas y las sospechas de Julia habían ido aumentando a ritmo aún más rápido que las de él. Y cuando se veían en sus reuniones secretas, unas reuniones que a ambos les parecían cada vez más y más arriesgadas, ella, tarde o temprano, abordaba el tema que se estaba convirtiendo en su obsesión.
—Patrick no es el primero que ha muerto... —reflexionó Julia, y Skyler agradeció que no llamara a Raisin por su nombre—. Ni tampoco es el primero en ser convocado a un reconocimiento médico especial. ¿Por qué nunca descubren nada malo en los reconocimientos médicos normales?
—Pues no sé. A veces sí que lo descubren.
—Pero no siempre. ¿No ves que parece como si ellos supieran de antemano que algo anda mal?
Lo veía. Y, como frecuentemente le ocurría, advirtió que lo había visto sin verlo; que la idea andaba ya en algún recoveco de su mente, sólo que él no se había molestado en examinarla hasta que Julia le había llamado la atención sobre ella. Julia era así, de mente rápida e inquisitiva. Era capaz de hacer frente a realidades que él trataba de eludir.
Asintió con la cabeza y la miró en la penumbra. El largo cabello le colgaba en mechones sobre las mejillas. Sus brazos le parecieron pálidos cuando los tendió hacia él.
—Es horrible —dijo—. Simplemente horrible.
La atrajo hacia sí y los dos quedaron fuertemente abrazados. Habían hecho aquello centenares de veces, pero aún, al primer contacto, seguía habiendo aquella descarga... lo prohibido. El Laboratorio no permitía el contacto entre chicos y chicas, y ahora que ya eran mayores, la prohibición estaba complementada por un castigo tan severo que nadie sabía en qué consistía, pues nadie había violado jamás la norma. Hasta que ellos lo hicieron.
Skyler comenzaba a calmarse y se dio cuenta de que no había dejado de temblar desde que había descubierto el cuerpo de Patrick.
—Tenemos que volver —dijo ella apartándose y mirándolo a los ojos—. En los dormitorios notarán nuestra ausencia. ¿Y si viene alguien?
Skyler se daba cuenta de que Julia tenía razón, de que lo que estaban haciendo era peligroso, pero no deseaba separarse de ella. Le desagradaba la perspectiva de quedarse a solas con sus pensamientos.
Caminaron juntos tomados de la mano todo el tiempo que se atrevieron, hasta llegar a las inmediaciones del campus. Allí se separaron y se dirigieron a sus respectivos barracones, pasando ante la lejana casa grande. La luna llena ascendía sobre el horizonte y Skyler distinguió la mansión por entre las sombras de los robles que la rodeaban. Los líquenes que colgaban de las ramas oscurecían la fachada, pero la luna se reflejaba en las ventanas superiores dando la sensación de que éstas se hallaban iluminadas por dentro.
Skyler se volvió un momento a mirar hacia atrás y vio a Julia deslizándose desde detrás de un árbol hasta el pedestal de la estatua de una diosa griega. Iluminada por el resplandor de la luna, su imagen grácil y vulnerable se le quedó grabada en la cabeza para siempre.
Tumbado en el fino colchón que cubría su camastro de madera, Skyler escuchaba los sonidos de las respiraciones de los que dormían a su alrededor, algo que llevaba toda la vida escuchando. Trataba de no pensar en Patrick. Casi le parecía que los ritmos estaban ligeramente alterados, que se notaba la ausencia de uno de ellos.
Estaba seguro de que habría un servicio fúnebre y Baptiste pronunciaría unas palabras, como lo había hecho en otros servicios. Skyler tampoco quería recordar aquellos otros servicios.
Tratando de distraerse, pensó en el pasado, cuando él era joven y todo era distinto. La isla era para él un universo inexplorado. Cómo le encantaban aquellos paseos científicos por el bosque, para conocer las plantas y los insectos. Qué feliz se había sentido en las señaladas ocasiones, como el cumpleaños de Baptiste, en las que las puertas de la casa grande se abrían para ellos. Cómo le encantaban las noches que pasaban a la intemperie observando los cielos a través de telescopios para conocer las estrellas; por las mañanas, al despertar, se quedaba quieto e inmóvil, identificando a los pájaros por sus trinos y contemplando cómo los primeros y pálidos rayos del sol rielaban sobre las aguas.
A los pequeños les llamaban jiminis, aunque nunca les habían explicado el origen ni el significado de tal palabra. Todos eran más o menos de la misma edad, con un par de años de diferencia como máximo, por lo que se sentían especialmente unidos.
Durante los años de infancia, en el Laboratorio se sintieron seguros y bien. Ni a Skyler ni a ninguno de sus compañeros se les ocurrió nunca preguntarse por qué ellos no tenían padres, aunque sabían que los niños del continente —«del otro lado»—sí los tenían. Les decían que, en realidad, los médicos mayores eran sus padres, y que eran muy afortunados por tener «veinte padres en vez de dos», veinte venerables figuras que atendían a los niños según principios científicos y los trataban a todos por igual.
Y, en cualquier caso, Skyler y los otros jiminis eran especiales. Eran «pioneros de la ciencia», partícipes de un nobilísimo experimento. En aquel paraíso isleño vivirían largas y fructíferas existencias, bajo un régimen de pureza mental y salud corporal. Con suerte, nunca conocerían «el otro lado», aquel vertedero de contaminación y violencia. «El otro lado» sólo lo conocerían a través de las películas y los programas de televisión que, en ocasiones especiales, les permitían ver.
Pero la isla no era un completo paraíso. Estaban los interminables reconocimientos médicos, las píldoras y las vacunas, las muestras de sangre y orina, la calistenia y las normas que prohibían practicar juegos que encerrasen riesgos de lesiones físicas. Y luego estaban también los ordenanzas, tres en total, y los tres parecidísimos y con el mismo peculiar mechón blanco en el cabello, que los mandaban como severos hermanos mayores. Resultaba difícil no sentir antipatía hacia ellos.
Skyler recordaba con claridad el lejano momento, ya hacía de ello más de diez años, en que comenzó a sentir las inquietudes. Tenía por entonces catorce años. Como tantos otros de sus recuerdos, aquél también estaba ligado a su mejor amigo, Johnny Ray, o Raisin, como el propio Skyler le había apodado.
Empezó un día de verano, tras la clase de ciencias en el aula de conferencias, una gran estructura diáfana de madera que se alzaba sobre bloques de hormigón. Aunque las ventanas de ambos lados se encontraban abiertas, el cálido y denso aire apenas se movía. Por encima de la pizarra había un dístico escrito con elegante caligrafía:
La Naturaleza y sus leyes yacían ocultas en la noche;
Bacon dijo «¡Hágase Newton!», y todo se iluminó.
Habían recitado al unísono la Primera Ley de Rincón, llamada así porque tal era el nombre del fundador del Laboratorio, el doctor Rincón, que no vivía en la isla y al que ellos sólo conocían por sus enseñanzas y sus investigaciones: «Sólo la vida humana es sagrada; su protección y su prolongación son nuestra gran tarea.» Las enseñanzas científicas les eran repetidas machaconamente, y ellos las aprendían recitándolas y memorizándolas. Aprendieron la tabla periódica de elementos, el nombre de cada parte del cuerpo, los reinos biológicos y las distintas familias de lenguas, todos los planetas conocidos de todos los sistemas solares conocidos, e incluso los códigos de cuatro letras de las secuencias de ADN relacionadas con ciento veinte genes de enfermedades. Aquel día en particular les devolvieron corregidos los ejercicios del último examen. Casi todos recibieron notas altas. Fuera del aula de conferencias, Raisin llevó aparte a Skyler.
—Supongo que te das cuenta de que todo esto es una farsa —dijo Raisin.
—¿El qué?
—Los ejercicios, las notas. Ni siquiera leen lo que escribimos.
—¿Cómo lo sabes?
—Hice una prueba. A partir del tercer párrafo, no puse más que tonterías, verdaderos disparates.
Mostró su ejercicio y la nota que habían escrito al final: MUY BIEN.
—No creo que les interese si aprendemos o no. ¿Tú nunca lo has pensado?
Skyler se dio cuenta de que sí, de que algunas veces le había dado esa sensación, aunque nunca la había expresado con palabras.
—Pero, entonces, ¿para qué nos enseñan?
Raisin se encogió de hombros.
—No lo sé. Quizá para tenernos ocupados.
Durante los días que siguieron, Raisin no dejó de despotricar de las restricciones que limitaban sus vidas: los libros de las bibliotecas que no podían leer porque eran «inadecuados», los programas que la televisión anunciaba pero que ellos no podían ver, juegos de riesgo a los que no podían jugar, las preguntas que los maestros médicos jamás contestaban.
Una calurosa tarde, a través de las ventanas abiertas, les llegaron, como no era raro que sucediese, lejanos gritos arrastrados por el viento, los sonidos de niños pequeños jugando en la guardería. La guardería era una pequeña isla cercana a la que se podía llegar a pie cruzando un banco de arena cuando la marea estaba baja. Pero a los jiminis no se les permitía ir allí. Ni tampoco los niños pequeños eran llevados nunca al continente.
—¿Nunca se te ha ocurrido preguntarte por qué no los vemos nunca? —le preguntó Raisin más tarde—. ¿Qué habría de malo en que los viéramos?
Había en la isla otro grupo, al que a los jiminis sí les estaba permitido tratar: el gullah, una pequeña comunidad de personas de raza negra. Skyler y Raisin habían oído —aunque no sabían dónde—que se trataba de descendientes de esclavos, y que muchos años atrás habitaban la mitad meridional de la isla. Ahora apenas eran una docena, en su mayoría pescadores que vivían en cabañas en la costa occidental. Algunos abastecían de pescado a la casa grande, y los jiminis se sentían fascinados por esos seres que, silenciosos y rodeados de misterio, caminaban por los senderos transportando relucientes pescados envueltos en grandes hojas con forma de abanico arrancadas de las palmeras.