Authors: John Darnton
Metió la mano debajo de la cama y tanteó en busca del objeto. Al no encontrarlo inmediatamente, temió que hubiera desaparecido, pero sus dedos no tardaron en dar con él. Cogió el soldado de madera y lo escondió bajo la fina manta.
Raisin muerto. Y ahora Patrick. ¿Quién sería el próximo? ¿Cuántos más caerían? ¿Tendría razón Raisin cuando decía que ninguno de ellos se encontraba seguro?
Jude Harley fue al West Side para efectuar una entrevista, y luego decidió regresar caminando a la redacción de su periódico, en la Quinta Avenida. Encontró un atasco de tráfico en la Cuarenta y seis y observó que un taxista tocaba largamente el claxon produciendo un gran escándalo. Detenido en plena calle, bloqueando el tráfico, había un camión de plataforma cargado de vigas de acero. De pie sobre ellas, tres obreros de la construcción tocados con cascos amarillos miraban hacia arriba. Jude siguió la dirección de sus miradas. Treinta pisos más arriba, una grúa subía una viga que se estremecía al extremo del cable como un lápiz en equilibrio. El claxon del taxi sonó de nuevo.
A Jude no terminaba de gustarle el nuevo y reluciente Midtown. No era que añorase los viejos días de los camellos y las prostitutas, sino simplemente que muchas de las nuevas tiendas eran demasiado llamativas y ostentosas. El comercialismo puro y duro había vuelto a triunfar. Pasó ante una tienda y le echó un vistazo al escaparate. Vio las estatuillas del Empire State Building y de Miss Libertad, platos con la línea de los rascacielos reproducida en ellos, muñecos de más de un palmo de altura de Charlie Chaplin, Madonna y Elvis. Hasta hacía no mucho, el local había sido uno de sus bares favoritos, un oscuro antro con reservados de madera, una gramola automática con discos de Sinatra, y una pintura al óleo tan ennegrecida por el polvo y el humo que sólo los clientes más antiguos sabían que representaba a Joe Louis asestando el golpe definitivo a Max Schmeling.
Aquélla era otra de las pegas del cambio: le hacía sentir a uno viejo. Y a la madura edad de treinta años, habiendo dejado al fin atrás la primera juventud, razonablemente seguro en su trabajo, soltero y sin compromiso y viviendo en el tumulto de la mayor ciudad del mundo, si había algo que uno no deseaba sentirse era viejo.
Siguió caminando en dirección este pasando ante las altísimas torres de oficinas de la Sexta Avenida y. al llegar a la Quinta Avenida enfiló hacia la zona residencial. Para ser una mañana de sábado, no había mucha gente en la calle, aunque la multitud se hizo más densa en las inmediaciones del Rockefeller Center. Como Jude no tenía prisa por llegar al trabajo, se metió por m pasadizo comercial lleno de agencias de viajes, librerías y tiendas de dulces. Su reflejo aparecía y desaparecía intermitentemente en el cristal de los escaparates.
Jude Harley tenía el rostro alargado y angular. Su cabello era oscuro y largo, y le caía sobre los ojos cuando se inclinaba sobre el teclado para escribir uno de sus artículos. En una ocasión una mujer le había dicho que su aspecto era proteico: en determinados momentos parecía normal y corriente, pero en otros -visto en la esquina de una calle con el cuello de la gabardina subida, o con la vista fija en las llamas de un incendio, o contando un chiste escandaloso durante una cena— su aspecto era atractivo y sumamente seductor. La descripción lo había halagado, pero... Si estaba tan bien, ¿cómo era que llevaba ya tres meses sin pareja?
Llegó a la plaza situada a un nivel más bajo que el de la calle. Con el buen tiempo, la pista de hielo había desaparecido y en su lugar se alzaba un bosque de sombrillas. Lástima. Le gustaba contemplar las evoluciones de los patinadores. Pero en la plaza había algo que lo hacía sentir incómodo; incluso años atrás, cuando era un recién llegado a la ciudad, ya había notado la opresiva sensación de anonimato que producía aquel lugar. De pronto sin saber por qué, pensó en Holden Caufield, el protagonista de
El guardián en el centeno
, el eterno adolescente en busca de su lugar al sol, yendo a patinar con la bonita chica a la que había invitado a salir, y sintió un aguijonazo de soledad.
Siguió caminando Quinta Avenida arriba. Por lo demás, es decir, profesionalmente, las cosas le iban bien. En el
New York Mirror
le estaban encargando trabajos cada vez más interesantes, y cada semana aparecían tres o cuatro colaboraciones suyas firmadas Si seguía así, tal vez algún día conseguiría una columna un pulpito desde el que le sería posible airear su talento a los cuatro vientos. Le gustaba el turbulento mundo del periodismo dirigido a las masas, y sabía que a él se le daba particularmente bien. Tenía buenos codos y excelentes reflejos. En una ocasión tuvo una entrevista de trabajo en el
New York Times
y le echó atrás la petulancia del redactor jefe que habló con él y esa redacción que parecía tan poco animada como la oficina principal de una empresa de seguros. Decidió no acudir a la segunda entrevista.
Había algo más: una novela que escribió años atrás y que había tratado inútilmente de colocar en casi todas las editoriales de la ciudad al fin había sido publicada. Para su sorpresa, las ventas estaban yendo bien, gracias en gran medida a la briosa campaña de promoción y publicidad que estaba haciendo el editor. Tenía que admitir que experimentaba una sensación de euforia cuando entraba en una librería y veía en los exhibidores la familiar portada: una sobrecubierta azul en la que aparecía un grotesco rostro de escayola blanca. El título,
La máscara de la muerte
, estaba impreso en letras plateadas y en relieve.
En la calle Cincuenta y cuatro, Jude se detuvo ante un café ambulante, un remolque de aluminio propiedad de Bashir, un afgano. A Bashir le encantaba hablar, sobre todo acerca de los talibanes, los fundamentalistas que se habían hecho con el control de su país natal. Dos años atrás, cuando el
Mirror
, tratando de obtener una imagen más respetable, comenzó a publicar reportajes internacionales, Jude viajó a Afganistán para efectuar una serie de reportajes sobre los campos de refugiados. A Bashir le encantó encontrar a alguien que al menos conocía los nombres de las capitales de provincia de su país, por lo que trataba a Jude como a un amigo muy especial.
Pero aquella mañana Jude no tenía ganas de charla, así que dejó sobre el mostrador los cincuenta centavos de su café —con leche y doble de azúcar— y dirigió al propietario una muda inclinación.
En su cadenciosa jerga neoyorquina, Bashir le preguntó si se había enterado de que otra aldea del norte de Afganistán cuyo nombre Jude no terminó de entender del todo también había caído en manos de los taliban.
Jude contestó que no, que no se había enterado.
—Ahora ya controlan el noventa por ciento del país —dijo tristemente Bashir—. La situación sigue empeorando.
Jude asintió comprensivo.
—No sé qué sucederá. Mi pobre país. La forma como allí tratan a la gente es horrible.
—Lo sé —dijo Jude cogiendo el café, metido en una bolsa de papel marrón, que el otro le tendía.
Ambos hombres permanecieron por un momento en silencio.
—Que tenga usted un buen día —exclamó Bashir de pronto sonriendo y dejando ver un diente de oro.
—Lo mismo digo —contestó Jude.
Entró en el edificio del periódico pensando en Bashir y en la gente como él, que tenía auténticos problemas y se esforzaba denodadamente por salir adelante. El café ambulante parecía tan sólido y acogedor... En una ventanilla lateral había pegadas fotos de hermosos niños de cabello negro; la calderilla se amontonaba sobre un paño de cocina tendido sobre el mostrador mientras Bashir se afanaba a servir a sus clientes entre el aroma del rico café colombiano. El afgano estaba abriéndose paso en el mundo, tratando de llegar a ser alguien. Con un aguijonazo de remordimientos burgueses, Jude se encontró envidiando a Bashir: la certeza de sus creencias, su tenacidad, e incluso las convicciones políticas que servían de eje a su vida. Pero, sobre todo, admiraba la pasión que animaba su vida.
El
Mirror
ocupaba tres pisos del número 666 de la Quinta Avenida, un anodino rascacielos que, pese a su insignificancia, alcanzaba la suficiente altura como para que el rojo número de neón se divisara sobre la neblina que a veces cubría el centro de Manhattan. La visión del número 666 en el cielo había hecho que a un bromista versado en la Biblia se le ocurriera llamar al periódico «la Bestia». Para los instruidos, el nombre era también una alusión al periódico que aparecía en
Primicia
, la novela de Evelyn Waugh.
El mote resultaba también satisfactoriamente descriptivo. El propietario del
Mirror
era R. P. Tibbett, un magnate de la construcción neoyorquino que estaba intentando crear su propio imperio mediático y que había trasladado su centro de operaciones a Washington, para estar más cerca de los políticos a los que financiaba. Tibbett utilizaba descaradamente el periódico para sus venganzas y sus coacciones. Más que el buque insignia de la flota Tibbett, el
Mirror
era. su cubo de basura. Cuando el propietario deseaba obtener más licencias de televisión, machacaba inclemente el tema en las páginas de su periódico, y cuando quería despellejar a un enemigo, cosa que cada vez sucedía con más frecuencia, utilizaba para ello la prosa, aguda como un estilete, de sus mejores escritores. A fin de disimular su vergüenza, los reporteros se aferraban a la mística de que su periódico estaba dirigido al pueblo y «en contacto con el hombre de la calle», aunque no resultaba muy claro lo que significaban ni lo uno ni lo otro.
En el vestíbulo, Jude pasó ante el expositor que exhibía el periódico del día —el mezquino Tibbett ni siquiera era capaz de regalar el diario a quienes lo hacían— y sintió un escalofrío al ver el sensacionalista titular: LA GRIPE ASESINA AMENAZA LA CIUDAD. Por lo visto, había dos personas en el hospital.
El ascensor se detuvo en el tercer piso y, cuando las puertas se estaban cerrando, una mano se metió entre ellas y las hizo abrirse de nuevo. Al ver los largos y curvados dedos y el anillo con el ópalo, a Jude el alma se le cayó a los pies. Conocía aquel anillo. Betsy entró en la cabina y sorprendida abrió mucho los ojos, pero en seguida puso cara de palo.
—Ah, eres tú —dijo gélida.
Jude, perplejo, no supo qué contestar, pues decir: «Sí, soy yo» le parecía tonto. Así que se limitó a contestar con un «Hola».
Betsy, con la vista fija en las puertas de la cabina, no respondió. En el silencio se oía el chirrido de los cables del ascensor. Betsy era reportera, compañera de trabajo de Jude. Los dos habían vivido juntos durante casi un año hasta que, hacía tres meses, ella lo echó, aunque sería más exacto decir que él decidió marcharse pero dejó que Betsy salvase al menos parcialmente su orgullo al permitir que lo pusiera de patitas en la calle. Jude recordó lo furiosa que Betsy se había puesto durante algunas de las últimas peleas que tuvieron mientras eran pareja. Incluso en una ocasión lo abofeteó, haciéndole una pequeña herida en la mejilla con su anillo. Ella le había gritado que él era incapaz de sentir nada, que era un «deficiente emocional». Y añadió que ¿qué otra cosa podía esperarse, sobre todo teniendo en cuenta la desastrosa infancia que Jude había tenido? Y, dicho esto, se echó a llorar, cosa que él detestaba.
Sin embargo, sexualmente hablando, habían pasado ratos fantásticos. En las noches en que ambos estaban de guardia, se metían a hurtadillas en el archivo y hacían el amor entre cajas de periódicos microfilmados. Jude miró a la joven por el rabillo del ojo y le dio la sensación de que estaba recordando lo mismo que él. El ascensor llegó al piso de Betsy, y ésta le dirigió una media sonrisa y un «Hasta luego» inexpresivo pero razonablemente cordial, como diciéndole: a estas alturas ya me importas tan poco que soy capaz de tratarte como a un conocido cualquiera. Cuando ella abandonó la cabina, Jude experimentó una grata sensación de alivio.
Las puertas del ascensor se abrieron, y Jude salió a su piso.
—Buenos días, Barry —le dijo al recepcionista, un tipo cuyo rubio y engominado bigote estilo Dalí le daba el lúgubre aspecto de un búfalo de agua.
—Vaya, pero si está aquí el gran novelista.
Jude bufó por dentro. No estaba de humor para sarcasmos.
La redacción tenía el aspecto habitual de los sábados: la gente iba vestida con ropa informal, esperando que en algún lugar se produjera una catástrofe antes de la hora de cierre. Sólo había de guardia una docena de reporteros, y todos ellos mantenían las cabezas bajas para evitar las miradas de los redactores jefe.
Jude necesitaba algo interesante sobre lo que escribir. La entrevista que acababa de realizar había sido un fracaso. Recientemente, había terminado una serie de artículos sobre el control de armas, sazonada con estremecedoras historias de niños que, después de encontrar revólveres cargados, habían disparado con ellos contra sus compañeros, y ahora deseaba algo sencillo y rápido que le permitiera desengrasarse las neuronas.
Jude miró hacia la sección de Local. Leventhal, el redactor jefe de los fines de semana, estaba reunido con sus adjuntos. Aquello no era un buen indicio. Cuando Jude comenzó a trabajar en el periódico, oyó decir a un veterano que de una conferencia de redacción jamás había salido un buen reportaje, y hasta ahora no había tenido motivo alguno para contradecir tal axioma. Sin embargo, Leventhal sentía simpatía hacia él o, al menos, parecía respetar su trabajo. Si surgía alguna noticia interesante, era posible que Leventhal se la encargase a él.
Jude se sentó a su escritorio y encendió el ordenador. La pantalla se iluminó, él marcó su clave y no tardó en comenzar a mascullar maldiciones. El piloto de los mensajes estaba encendido y Jude sabía lo que eso significaba: preguntas acerca de la fiabilidad de su reportaje. No se equivocaba y, al revisar el texto, el alma se le cayó a los pies. Había largos párrafos escritos en el tipo de letra que se utilizaba para las observaciones, colocados allí por algún corrector anónimo. Se pasó las tres horas siguientes revisando sus notas, verificando hechos y llamando a informantes a los que no les hizo la menor gracia desperdiciar parte de un sábado hablando con él por teléfono. Como venganza, se tomó un buen rato para almorzar.
Al poco rato de volver del restaurante, su teléfono sonó. Era Clive, uno de los redactores de Local, que le habló en voz baja y tono de conspirador. Clive estaba en deuda con él, pues en más de una ocasión Jude lo había ayudado a dar forma a un reportaje. Cuando sus miradas se cruzaron desde extremos opuestos de la redacción, Jude comprendió por la expresión de su compañero que se disponía a devolverle el favor.