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Authors: Nicholas Sparks

Fantasmas del pasado (10 page)

BOOK: Fantasmas del pasado
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No se trataba del trabajo más glamuroso, pero el sueldo no estaba nada mal. Aunque la primera impresión fuera decepcionante, la biblioteca iba mejorando poco a poco. La planta baja sólo albergaba la colección de ficción contemporánea, mientras que en el piso superior se podía encontrar ficción clásica y no—ficción, títulos adicionales de autores contemporáneos, y colecciones únicas. Supuso que el señor Marsh no se habría dado cuenta de que la biblioteca se expandía por las dos plantas, ya que el acceso a las escaleras se hallaba en la parte posterior del edificio, cerca de la sala infantil. Uno de los inconvenientes de que la biblioteca estuviera emplazada en una vieja residencia era que la arquitectura no estaba diseñada para el traqueteo del público. Pero el lugar le parecía correcto.

Casi siempre se respiraba una agradable atmósfera silenciosa en su despacho ubicado en el piso superior, y éste estaba cerca de su estancia favorita de la biblioteca, la que ella había bautizado como «La sala de los originales». Se trataba de una pequeña sala contigua al despacho que contenía los títulos más insólitos, libros que ella había ido adquiriendo en subastas del estado y en mercadillos, por donaciones y visitas a las librerías y a los distribuidores de publicaciones de todo el estado, un proyecto que había iniciado su madre. También custodiaba una creciente colección de manuscritos y mapas históricos, algunos de los cuales databan de antes de la guerra revolucionaria. Ésa era su verdadera pasión. Siempre estaba dispuesta a ir en busca de cualquier material excepcional, y no dudaba en derrochar grandes dosis de amabilidad y de astucia, o de implorar si era necesario, para conseguir lo que quería. Cuando esa táctica no funcionaba, recurría a la excusa irrefutable de la deducción de impuestos, y —puesto que había trabajado duro para conseguir buenos contactos entre los abogados especializados en materia de herencias que operaban en el sur— a menudo recibía libros y otras publicaciones antes de que el resto de las bibliotecas oyeran siquiera hablar de ellos. A pesar de que no contaba con los sustanciosos recursos de la Universidad de Duke, de la de Wake Forest, o de la de Carolina del Norte, su biblioteca estaba considerada como una de las mejores bibliotecas pequeñas no sólo del estado, sino incluso de todo el país.

Se sentía muy orgullosa de ese logro. Aquélla era su biblioteca, y del mismo modo, aquél era su pueblo. Y en esos precisos instantes, un desconocido la estaba esperando, un desconocido que ansiaba escribir una historia que podía perjudicar gravemente a su gente.

Lo había observado mientras aparcaba el coche delante del edificio. Lo había examinado de arriba abajo mientras se apeaba del auto y se dirigía a la puerta principal. Había sacudido la cabeza, porque casi inmediatamente había reconocido la forma de andar confiada y petulante de los que viven en la gran ciudad. No era más que uno de los innumerables individuos que se jactaban de provenir de un lugar más interesante; sujetos que se creían poseedores de un conocimiento más profundo sobre el mundo real, que proclamaban que la vida podía ser mucho más excitante, mas gratificante en las grandes urbes que en un pueblecito remoto. Unos años antes se había enamorado de un hombre que pensaba de ese modo, y se negaba a dejarse embaucar de nuevo.

Un cardenal se posó en la repisa de la ventana. Lo observó fijamente al tiempo que intentaba despejar la cabeza de los pensamientos que la asaltaban, y luego suspiró. De acuerdo, se dijo, lo más cortés era bajar a hablar con el señor Marsh de Nueva York. Después de todo, la estaba esperando. Había recorrido un largo trayecto, y la hospitalidad del sur —así como su trabajo de bibliotecaria— la impulsaba a ayudarlo a encontrar lo que necesitara. Y lo más importante: de ese modo podría vigilarlo de cerca. También se afanaría por filtrar la información de tal modo que él viera la parte positiva de vivir en un lugar como Boone Creek.

Sonrió. Sí, se veía capaz de lidiar con el señor Marsh. Además, tenía que admitir que, aunque no se fiara de él, era muy apuesto.

Jeremy Marsh tenía toda la pinta de estar aburrido.

Se paseaba lentamente por uno de los pasillos, con los brazos cruzados, contemplando los títulos contemporáneos. De vez en cuando fruncía el ceño, como si se preguntara si podría encontrar algo de Dickens, Chaucer o Austen. Se imaginó cómo reaccionaría él si le pidiera un título de uno de esos autores y ella respondiera con un «¿Quién?». Conociéndolo —a pesar de que tenía que admitir que no lo conocía en absoluto sino que simplemente se basaba en una suposición—, probablemente se la quedaría mirando fijamente, como había hecho antes cuando la vio en el cementerio. Ah, qué predecibles eran los hombres, pensó.

Se alisó el jersey, procurando ganar tiempo antes de salir a recibirlo. Se recordó a sí misma que tenía que parecer profesional; una importante misión estaba en juego.

—Supongo que me está esperando —se presentó, esforzándose por sonreír.

Jeremy levantó la vista al escuchar la voz, y por un momento se quedó paralizado. Súbitamente la reconoció y sonrió.

«Parece afable», pensó ella. En la barbilla se le formaba uno de esos graciosos hoyuelos, aunque la sonrisa que exhibía era un poco estudiada y carecía de la fuerza necesaria para contrarrestar la mirada tan confiada.

—¿Tú eres Lex? — preguntó él.

—Sí, Lex es la abreviatura de Lexie. Soy Lexie Darnell. Pero Doris siempre me llama Lex.

—Eres la bibliotecaria.

—Sí, cuando no estoy merodeando por los cementerios y regañando a los hombres que me miran descaradamente, es lo que intento ser.

—Caramba, caramba —exclamó Jeremy, intentando imitar el tono sureño de Doris.

Ella sonrió y le dio la espalda, luego asió uno de los libros de la estantería que él había examinado.

—No intente hacerse el gracioso, señor Marsh —espetó ella—. No es tan fácil imitar nuestro acento. Le falta práctica; parece como si estuviera mascando chicle.

Jeremy se echó a reír sin amedrentarse ante el comentario mordaz.

—¿De veras?

«Vaya, el típico seductor», pensó Lexie.

—De veras. — Continuó jugueteando con los libros—. ¿En qué puedo ayudarle, señor Marsh? Supongo que desea información del cementerio.

—Mi reputación me precede.

—Doris me llamó para avisarme que venía hacia aquí.

—Ah —dijo él—. Debería de habérmelo figurado. Es una mujer ciertamente interesante.

—Es mi abuela.

Jeremy abrió los ojos como una naranja.

«Caramba, caramba —pensó, aunque esta vez no lo dijo en voz alta—. Qué coincidencia tan interesante.»

—¿Te ha explicado que hemos comido juntos?

—No se lo he preguntado.

Ella se aderezó un mechón de pelo detrás de la oreja, al tiempo que se fijaba en que el hoyuelo que se formaba en la barbilla de su interlocutor era tan gracioso que seguramente más de un niño querría hurgarlo con el dedo. Bueno, tampoco era que le importara. Terminó de ojear el libro que sostenía entre las manos y le miró a los ojos, manteniendo el tono firme.

—Lo crea o no, estoy bastante ocupada en estos momentos —declaró—. Tengo que terminar unos informes para esta tarde. ¿Qué clase de información le interesa?

Jeremy se encogió de hombros.

—Cualquier dato que me ayude a familiarizarme con la historia del cementerio y del pueblo: cuándo empezaron a aparecer las luces, qué estudios se han llevado a cabo sobre el fenómeno, cualquier texto donde se cite la leyenda, mapas viejos, información sobre Riker's Hill y su topografía, anales históricos y cosas por el estilo.

Realizó una pausa y se dedicó a estudiar esos ojos de color violeta. Eran increíblemente sugerentes. Y esta vez ella estaba ahí, delante de él, prestándole atención en lugar de desaparecer sin hacerle caso. Ese cambio también le parecía interesante.

—Menuda coincidencia, ¿no te parece? — comentó Jeremy, apoyándose en uno de los estantes.

Ella lo miró sin pestañear.

—¿Cómo?

—Que primero te haya visto en el cementerio y ahora aquí. Y además, está lo de la carta de tu abuela, que me trajo hasta este lugar. Vaya coincidencia, ¿no crees?

—La verdad es que tengo cosas más interesantes en las que pensar.

Pero Jeremy no pensaba tirar la toalla. Casi nunca lo hacía, sobre todo cuando las cosas se ponían interesantes.

—Bueno, ya que no soy de aquí, a lo mejor podrías indicarme qué es lo que hace la gente en su tiempo libre. Me refiero a si hay algún bar donde podamos tomar algo, o quizá comer juntos… —Hizo una pausa—. Quizás un poco más tarde, cuando acabes de trabajar.

Ella pestañeó varias veces seguidas, preguntándose si lo había entendido bien.

—¿Me está invitando a salir? — preguntó.

—Sólo si puedes.

—No, me parece que no, pero gracias de todos modos —contestó recuperando la compostura.

Ella mantuvo la vista fija en él hasta que finalmente Jeremy alzó las manos.

—De acuerdo —dijo con un tono cansado—, pero no puedes culparme por haberlo intentado. Bueno, ¿te parece bien si nos ponemos manos a la obra? Eso si no estás demasiado ocupada con lo de los informes, por supuesto. Puedo volver mañana, si te parece más conveniente. — Sonrió, y súbitamente volvió a aparecer el hoyuelo.

—¿Hay algún dato por el que desearía empezar en particular?

—Estaba pensando en el artículo que apareció en la prensa local. Todavía no he tenido la ocasión de consultarlo. ¿Lo tienes archivado?

Ella asintió.

—Probablemente estará en la microficha. Hemos estado colaborando con el periódico durante los dos últimos años, así que no tendrá dificultades para encontrarlo.

—Genial —exclamó él—. ¿Y un poco de información en general sobre el pueblo?

—Está en el mismo fichero.

Jeremy miró a su alrededor por un momento, preguntándose adonde tenía que ir. Ella empezó a andar hacia el vestíbulo.

—Por aquí, señor Marsh. Encontrará todo lo que necesita en el piso superior.

—¿Hay un piso superior?

Ella se dio la vuelta, hablándole por encima del hombro.

—Si hace el favor de seguirme, se lo mostraré encantada.

Jeremy tuvo que acelerar el paso para seguir a su interlocutora.

—¿Te importa si te hago una pregunta?

Ella abrió la puerta principal y pareció dudar unos instantes.

—No, adelante —consintió, sin alterar la expresión de su cara.

—Me estaba preguntando… Me ha dado la impresión de que muy poca gente se acerca a ese cementerio.

Ella no respondió, y en el silencio, Jeremy se sintió primero tremendamente curioso, y al final claramente incómodo.

—¿No piensas contestar? — volvió a insistir.

Ella sonrió y, para su sorpresa, le guiñó el ojo antes de franquear la puerta abierta.

—He dicho que podía preguntar, señor Marsh. Pero no he dicho que pensara contestar.

Mientras ella emprendía la marcha de nuevo con paso veloz, Jeremy se la quedó mirando, atónito. Vaya con esa fémina. No le faltaba nada. Era confiada, hermosa y encantadora, e incluso había sido capaz de rechazar su invitación para ir a tomar algo con él.

Quizás Alvin tenía razón. Quizá había algo en las atractivas chicas del sur capaz de volver loco a cualquier hombre.

Atravesaron el vestíbulo, recorrieron la sala infantil, y Lexie lo guió escaleras arriba. Una vez en el piso superior, Jeremy se detuvo y miró a su alrededor.

«Caramba, caramba», se dijo otra vez.

La biblioteca estaba constituida por algo más que unas desvencijadas estanterías abarrotadas de libros nuevos. Mucho más. Y además, rezumaba un ambiente absolutamente gótico, desde el penetrante olor a polvo hasta la típica atmósfera enrarecida de las bibliotecas privadas. Con las paredes revestidas de paneles de roble, el suelo de caoba y las cortinas color vino borgoña, la cavernosa estancia que se abría ante él contrastaba completamente con el área del piso inferior. Las esquinas estaban engalanadas con unas sillas barrocas y unas lámparas de diseño modernista estilo Tiffany. En la pared más alejada de la sala había una chimenea de piedra, sobre la que colgaba un cuadro, y las ventanas, angostas como eran, ofrecían suficiente luz natural como para aportar al lugar una sensación acogedora.

—Ahora comprendo —observó Jeremy—. El piso inferior es sólo para abrir el apetito. Aquí es donde está toda la acción.

Ella asintió.

—La mayoría de los que vienen aquí a diario están interesados en títulos recientes de autores conocidos, así que he habilitado el área de la planta baja de modo que se sientan a gusto. La sala del piso inferior es pequeña porque es donde estaban ubicados los despachos antes de que reorganizáramos la biblioteca.

—¿Y dónde están los despachos ahora?

—En esta planta —dijo ella, señalando hacia la estantería más alejada—, al lado de la sala de los libros originales.

—Vaya, has logrado impresionarme.

Ella sonrió.

—Por aquí. Primero le enseñaré el lugar y luego le hablaré de la biblioteca.

Durante los siguientes minutos se dedicaron a charlar al tiempo que serpenteaban por los pasillos de estanterías. Jeremy se enteró de que la casa fue construida en 1874 por Horace Middleton, un capitán que había hecho su fortuna con el comercio de madera y tabaco. Había erigido la casa para su esposa y sus siete vástagos, pero nunca llegó a habitarla. Justo antes de que finalizaran las obras, su esposa falleció, y el oficial decidió trasladarse a Wilmington con su familia. La casa estuvo desocupada durante muchos años, hasta que otra familia decidió instalarse hasta 1950, cuando finalmente fue adquirida por la Sociedad Histórica, que a su vez la vendió al Estado para que la convirtiera en una biblioteca.

Jeremy escuchaba con atención mientras ella departía. Caminaban despacio, y Lexie interrumpía su propio discurso para señalar algunos de sus libros favoritos. Ella era, tal y como pronto dedujo él, una lectora mucho más ávida que él, especialmente de los clásicos; pero claro, ahora que lo pensaba bien, tenía sentido. ¿Por qué otro motivo alguien trabajaría como bibliotecario si no fuera por amor a los libros? Como si supiera lo que estaba pensando, ella se detuvo y señaló con el dedo la placa que coronaba una de las estanterías.

—Seguramente le interesará esta sección, señor Marsh.

Él examinó la placa: Sobrenatural/Brujería. Aminoró la marcha, pero no se detuvo, y se dedicó a anotar algunos de los títulos, entre ellos uno referente a las profecías de Michel de Nostredame. Nostradamus, como era más conocido, publicó cien vaticinios excepcionalmente vagos en 1555 en una obra denominada
Centurias,
la primera de las diez que escribió a lo largo de toda su vida. De las mil profecías que Nostradamus publicó, únicamente unas cincuenta siguen citándose en la actualidad, lo cual constituye un estrecho margen de acierto de tan sólo el cinco por ciento.

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