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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

Fantasmas (10 page)

BOOK: Fantasmas
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—Haz música de colores —le dijo—. Melodías de luz.

La señora Roth siempre decía cosas así. Hablaba de la unión de todas las almas, de la bondad natural de los árboles y decía que no apreciábamos como debíamos el olor de la hierba recién cortada. Art me dijo que cuando yo no estaba solía hacerle preguntas sobre mí. Le preocupaba que no pudiera dar salida a mi creatividad y decía que necesitaba alimentar mi espíritu. Me regaló un libro sobre
origami,
que es como los japoneses llaman a la papiroflexia, cuando ni siquiera era mi cumpleaños.

—No sabía que mi espíritu estuviera hambriento —le dije a Art.

«Eso es porque ya lo has matado de hambre, me escribió».

Se alarmó cuando supo que yo no practicaba ninguna religión. Mi padre no me llevaba a la iglesia ni a la escuela dominical. La señora Roth era demasiado educada como para hablarme mal de mi padre, pero le decía cosas a Art que luego él me trasladaba. Le aseguró que si mi padre descuidara mi cuerpo como descuidaba mi espíritu estaría en la cárcel y yo en un hogar de acogida. También le dijo que si le quitaran a mi padre mi custodia ella me adoptaría, podría dormir en la habitación de invitados. Yo la quería, el corazón se me henchía de amor cada vez que me preguntaba si quería una limonada. Habría hecho cualquier cosa que me pidiera.

—Tu madre es una idiota —le dije a Art—. Una cretina, que lo sepas. Eso de la unión de las almas no existe. Todos estamos solos y quien piense que todos somos hermanos acabará aplastado por el culo gordo de Cassius Delamitri y oliéndole los calzoncillos.

La señora Roth quería llevarme a la sinagoga, no para convertirme, sino como una experiencia educativa, para que entrara en contacto con otras culturas y todo eso, pero el padre de Art se lo quitó de la cabeza. Ni hablar del tema, dijo, no es asunto nuestro. ¿Es que te has vuelto loca? Llevaba un adhesivo en el coche con la estrella de David y la palabra ORGULLO entre signos de exclamación al lado.

—Oye, Art —le dije en una ocasión—. Tengo una pregunta sobre judíos que quiero hacerte. Tú y tu familia, sois judíos fundamentalistas, ¿no?

«No creo que seamos fundamentalistas. En realidad no somos nada estrictos. Lo que sí hacemos es ir a la sinagoga, respetamos las festividades, esas cosas».

—Yo creía que a los judíos os pelaban el pito —dije llevándome la mano a la entrepierna—. Por eso de la fe. Dime...

Pero Art ya estaba escribiendo.

«Yo no. Yo me libré. Mis padres eran amigos de un rabino progresista y le hablaron de mí nada más nacer yo. Para saber cuál era la postura oficial».

¿Y qué dijo?

Dijo que la postura oficial era hacer una excepción en cualquiera que corriera el riesgo de explotar durante la circuncisión. Al principio pensaron que bromeaba, pero luego mi madre estuvo investigando y llegó a la conclusión de que yo estoy exento talmúdicamente hablando. Mamá dice que el prepucio tiene que ser de piel, y que si no lo es no hace falta cortarlo.

—Es curioso —dije—. Pensaba que tu madre no sabía lo que era una polla. Y ahora resulta que no sólo lo sabe, sino que es una experta. Oye, si alguna vez necesita hacer más investigaciones aquí tiene un espécimen fuera de lo común para examinarlo.

Entonces Art me escribió que para eso necesitaría un microscopio y yo le contesté que más bien tendría que apartarse unos metros cuando me desabrochara la bragueta y así continuó la cosa. Podéis imaginar el resto de la conversación. Cada vez que tenía ocasión le tomaba el pelo a Art con su madre, no podía evitarlo. Empezaba en cuanto ella abandonaba la habitación, cuchicheando cosas como lo buena que estaba para ser tan mayor y qué le parecería si se moría su padre y yo me casaba con su madre. Art, por el contrario, nunca hizo un solo chiste sobre mi padre. Si quería meterse conmigo, se burlaba de cómo me chupaba los dedos después de comer o de que no siempre llevaba calcetines del mismo color. No es difícil entender por qué Art no se metía nunca con mi padre de la manera que yo lo hacía con su madre. Cuando tu mejor amigo es feo —pero feo en el peor sentido, quiero decir, deforme— no le haces bromas del tipo «vas a romper el espejo de lo feo que eres». En una amistad, en especial entre dos chicos jóvenes, está permitido, incluso se da por hecho, un cierto grado de crueldad. Pero de ahí a hacer daño de verdad hay un trecho y bajo ninguna circunstancia se deben infligir heridas que puedan dejar cicatrices permanentes.

 

También nos acostumbramos a hacer los deberes en la casa de Arthur. A última hora de la tarde nos metíamos en su cuarto a estudiar. Para entonces su padre ya había terminado de dar sus clases, de manera que ya no teníamos aquel son taladrándonos el tímpano. Yo disfrutaba estudiando en la habitación de Art, de la tranquilidad y de trabajar rodeado de libros; Art tenía las paredes cubiertas de estantes con libros. Me gustaban aquellas sesiones de estudio compartido, pero también las temía, pues era entonces cuando —en aquel entorno tranquilo y silencioso— Art solía hablar de la muerte.

Cuando charlábamos, yo intentaba siempre controlar la conversación, pero Art era escurridizo y una y otra vez encontraba la manera de sacar la muerte a relucir.

—El que inventó el número cero fue un árabe —decía yo, por ejemplo—. Es curioso, ¿no? Que alguien tuviera que inventarse el cero.

«Porque no resulta obvio que nada pueda ser algo. Ese algo que no puede medirse ni verse puede sin embargo existir y significar algo. Si te paras a pensarlo, es lo mismo que pasa con el alma».

—¿Verdadero o falso? —pregunté yo en otra ocasión en que estábamos preparando un test de ciencias—. La energía no se destruye, sólo se transforma.

«Espero que sea verdad. Estaría muy bien saber que vas a seguir existiendo después de morir, aunque sea transformado en algo completamente distinto a lo que has sido».

Me hablaba mucho de la muerte y de lo que podría haber después, pero lo que más recuerdo es lo que dijo sobre Marte. Estábamos preparando una exposición oral y Art había elegido Marte como tema, en concreto si el hombre lograría llegar hasta allí y colonizarlo. Él era muy partidario de la colonización de Marte, de crear ciudades con bóvedas de plástico y de extraer agua de sus helados polos. De hecho quería ir él mismo.

—Mola imaginarlo —comenté yo—. Pero estar allí de verdad sería una mierda. Polvo, un frío que pela y todo de color rojo. Al final te quedarías ciego de ver tanto rojo por todas partes. Si te dieran la oportunidad, seguro que no querrías irte y abandonar la Tierra para siempre.

Art se me quedó mirando largo rato y después agachó la cabeza para escribir una breve nota en azul turquesa.

«Pero voy a hacerlo de todas maneras. Todos lo hacemos».

Y después escribió:

«Al final, aunque no lo quieras, todos nos convertimos en astronautas. De camino hacia un mundo del que no conocemos nada. Así es como funcionan las cosas».

 

En la primavera Art se inventó un juego llamado Satélite Espía. Había una tienda en el centro, llamada Party Station, donde te vendían un montón de globos de helio por veinticinco centavos. Yo compraba bastantes y me dirigía a donde había quedado con Art, que me esperaba con su cámara digital.

En cuanto se agarraba a los globos, despegaba del suelo y se elevaba en el aire. Conforme subía, el viento lo zarandeaba de un lado a otro. Cuando estaba lo suficientemente alto, soltaba un par de globos, descendía un poco y empezaba a sacar fotografías. Para bajar al suelo sólo tenía que soltar unos cuantos más. Yo lo recogía donde hubiera aterrizado, y después íbamos a su casa a ver las fotos en su ordenador portátil. Eran imágenes de gente nadando en sus piscinas, hombres reparando el tejado de su casa, fotos de mí de pie en alguna calle desierta con la cara vuelta hacia el cielo y los rasgos indistinguibles por la distancia. Y en la parte inferior siempre aparecían las zapatillas deportivas de Art.

Algunas de sus mejores fotografías estaban hechas desde poca altura, instantáneas tomadas a sólo unos metros de distancia del suelo. Una vez cogió tres globos y voló por encima de la caseta donde
Feliz
estaba atado, en el lateral del jardín de mi casa.
Feliz
se pasaba los días encerrado en su perrera, ladrando, frenético, a las mujeres que paseaban con sus cochecitos de bebé, al camión de los helados, a las ardillas. Había escarbado la tierra de su recinto hasta convertirla en un barrizal en el que se apilaban montones de mierda seca, y allí, en el centro de ese asqueroso paisaje marrón, estaba
Feliz,
y en todas las fotos aparecía erguido sobre sus patas traseras, con la boca abierta, dejando ver una cavidad rosa y los ojos fijos en las deportivas de Art.

«Me da pena. Vaya un sitio para vivir».

—Deja de pensar con el culo —le respondí—. Si se dejara sueltas a criaturas como
Feliz,
el mundo entero sería igual que ese barrizal. No quiere vivir en ninguna otra parte. La idea que tiene
Feliz
del paraíso es un jardín sembrado de mierdas y barro.

«No estoy de acuerdo en absoluto, me escribió Arthur, pero el paso del tiempo no ha suavizado mi opinión a este respecto».

Estoy convencido de que, por regla general, a las criaturas como
Feliz
—me refiero tanto a perros como a personas—, aunque viven en su mayor parte en libertad en lugar de encerrados, lo que realmente les gusta es un mundo lleno de barro y heces, un mundo donde ni Art ni nadie como él tienen cabida, un mundo en el que no se habla de Dios ni de otros mundos más allá de éste y donde la única comunicación son los ladridos histéricos de perros hambrientos y llenos de odio.

Una mañana de sábado de mediados de abril mi padre abrió la puerta de mi habitación y me despertó tirándome encima las zapatillas deportivas.

—Tienes que estar en el dentista dentro de media hora, así que mueve el culo.

Fui andando —el dentista estaba sólo a unas cuantas calles—, y llevaba veinte minutos sentado en la sala de espera, frito del aburrimiento, cuando recordé que le había prometido a Art que iría a su casa en cuanto me levantara. La recepcionista me dejó usar el teléfono para llamarle.

Contestó su madre.

—Acaba de ir a tu casa a buscarte —me dijo.

Llamé a mi padre.

—Por aquí no ha venido —me dijo—. No lo he visto.

—Estate pendiente.

—Oye, mira, me duele la cabeza y Art sabe llamar al timbre.

Me senté en la silla del dentista con la boca abierta de par en par y sabor a sangre y a menta, preocupado e impaciente por salir de allí. Tal vez no confiara en que mi padre se portara bien con Art si yo no estaba delante. La ayudante del dentista no hacía más que tocarme el hombro y decirme que me relajara.

Cuando por fin hube terminado y salí a la calle, el azul vivido y profundo del cielo me desorientó un poco. El sol cegador me hacía daño en los ojos. Llevaba dos horas levantado y aún estaba adormilado y entumecido, no me había despertado del todo. Eché a correr.

Lo primero que vi al llegar a casa fue a
Feliz,
suelto y fuera de su perrera. Ni siquiera me ladró, estaba tumbado boca abajo en la hierba, con la cabeza entre las patas. Me volví y vi a Art en el asiento trasero de la ranchera de mi padre, golpeando los cristales con las manos. Me acerqué y abrí la puerta y en ese instante
Feliz
echó a correr ladrando enloquecido. Agarré a Art por los dos brazos, me di la vuelta y salí huyendo mientras los colmillos de
Feliz
se clavaban en la pernera de mi pantalón. Escuché el feo sonido de un desgarrón, me tambaleé unos segundos y seguí corriendo.

Corrí hasta que me dolió el costado y hube perdido de vista al perro, al menos seis calles más allá, hasta dejarme caer en el jardín de algún vecino. La pernera de mi pantalón estaba rasgada desde la rodilla hasta el tobillo. Entonces miré a Art y me estremecí. Estaba tan sin resuello que sólo acerté a emitir un leve chillido, como solía hacer siempre Art.

Su cuerpo había perdido por completo su blancura de malvavisco y ahora era de un tono marrón oscuro, como si lo hubieran tostado ligeramente. Se había desinflado hasta perder cerca de la mitad de su volumen normal y tenía la barbilla hundida en el tronco, incapaz de mantener la cabeza erguida.

Art se encontraba cruzando el jardín delantero de mi casa cuando
Feliz
salió de su escondite, bajo uno de los setos. En ese primer momento crucial Art fue consciente de que no podría escapar del perro corriendo y de que si lo intentaba acabaría lleno de pinchazos mortales, así que en lugar de eso saltó a la ranchera y una vez dentro cerró la puerta.

Las ventanas eran automáticas, no había manera de bajarlas y cada vez que intentaba abrir una puerta,
Feliz
trataba de meter el hocico y morderle. Fuera hacía veinte grados y dentro del coche más de treinta y Art vio desesperado cómo
Feliz
se tumbaba en la hierba junto a la ranchera a esperar a que saliera.

Así que Art siguió allí sentado mientras desde la distancia llegaba el ronroneo de las cortadoras de césped. Pasaban las horas y Art empezaba a marchitarse, a sentirse enfermo y aturdido. Su piel de plástico se pegaba a los asientos.

«Entonces llegaste tú y me salvaste la vida».

Pero la vista se me nublaba y mojé su nota con mis lágrimas. No había llegado a tiempo. En absoluto.

Art nunca volvió a ser el mismo. Su piel se quedó de un color amarillo vaporoso y le resultaba difícil mantenerse hinchado. Sus padres lo inflaban y durante un rato estaba bien, el cuerpo henchido de oxígeno, pero pronto volvía a quedarse flácido y sin fuerzas. Tras echarle un vistazo, su médico recomendó a sus padres que no pospusieran el viaje a Disneylandia.

Yo tampoco era el mismo. Me sentía desgraciado, perdí el apetito, me dolía el estómago y pasaba las horas triste y meditabundo.

—Cambia esa cara de una vez —me dijo mi padre una noche mientras cenábamos—. La vida sigue. Ponte las pilas.

Era lo que estaba haciendo. Sabía perfectamente que la puerta de la perrera no se abría sola, así que pinché todas las ruedas de la ranchera y dejé mi navaja clavada en una de ellas para que mi padre no tuviera dudas acerca de quién había sido. Llamó a la policía e hizo que me arrestaran. Los agentes me hicieron subir a su furgón, me dieron una charla y luego me dijeron que me llevarían de vuelta a casa si «me comprometía a obedecer las normas». Al día siguiente encerré a
Feliz
en la ranchera y se cagó en el asiento del conductor. Por su parte, mi padre cogió todos los libros que Art me había recomendado, el de Bernard Malamud, el de Ray Bradbury, el de Isaac Bashevis Singer, y los quemó en la barbacoa del jardín.

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