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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

Fantasmas (12 page)

BOOK: Fantasmas
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Se preguntó si sería tarde. No tenía reloj, pues llegar a tiempo a los sitios había dejado de preocuparlo. Sus profesores rara vez se daban cuenta de si estaba o no en clase o de si entraba por la puerta. Se concentró en escuchar algún ruido procedente del mundo exterior y oyó la televisión, lo que quería decir que Ella se había despertado. Ella era la corpulenta novia de su padre, una mujer de gruesas piernas y venas varicosas, que pasaba los días tumbada en el sofá.

Estaba hambriento, así que pronto tendría que levantarse. Fue entonces cuando reparó en que seguía siendo un insecto, una constatación que lo sorprendió y lo excitó. Su vieja piel se había deslizado de sus brazos y colgaba como una masa de goma de sus... —¿qué eran aquellas cosas?, ¿hombros?—; bien, en cualquier caso a sus pies yacía algo parecido a una sábana arrugada hecha de un material sintético y elástico. Quiso levantarse, ponerse de pie y echar un vistazo a su vieja piel. Se preguntó si encontraría su cara en ella, una máscara apergaminada con aberturas para los ojos.

Intentó apoyarse en la pared para poder girarse, pero sus movimientos eran descoordinados y las piernas se agitaban y movían en todas las direcciones excepto en la que quería. Mientras luchaba con sus articulaciones sintió una creciente presión gaseosa en la mitad inferior del abdomen. Trató de sentarse y en ese preciso instante la presión desapareció y de su extremidad posterior salió un fuerte silbido, como el de un neumático al desinflarse. Notó un extraño calor en las patas traseras y cuando miró hacia abajo alcanzó a distinguir una alteración en el aire, como la que parece despedir el asfalto desde lejos en un día de calor.

Qué curioso: un pedo de insecto gigante; o tal vez una evacuación de insecto gigante. No estaba seguro, pero creía haber notado humedad ahí abajo. Se estremeció de risa y por primera vez reparó en unas láminas delgadas y duras atrapadas entre la curva de su espalda y las gruesas protuberancias de su antigua carne. Trató de imaginar qué serían. Formaban parte de él y daba la impresión de que podría moverlas como si fueran brazos... sólo que no lo eran.

Se preguntó si lo descubrirían y se imaginó a Ella llamando a la puerta y asomando la cabeza... y en cómo gritaría, con la boca tan abierta que le saldrían cuatro papadas, y los ojos juntos y porcinos brillarían de terror. Pero no, Ella no entraría; levantarse del sofá le suponía demasiado esfuerzo. Durante un rato imaginó que salía de su habitación caminando sobre sus seis patas e iba a su encuentro, en cómo gritaría y se encogería en el sofá. ¿Cabía la posibilidad de que muriera de un ataque al corazón? Se la imaginó ahogándose en sus gritos, la piel debajo del espeso maquillaje volviéndose de un feo color gris, parpadeando y con los ojos en blanco.

Comprobó que era capaz de desplazarse si se colocaba de costado y se movía poco a poco hacia el borde de la cama. Conforme se acercaba a él trató de imaginar qué haría después de provocarle el infarto a Ella y se vio gateando en la calurosa mañana de Arizona hasta plantarse en plena autopista, con los coches tratando de esquivarlo, el aullido de los cláxones, el chirrido de los neumáticos derrapando y los conductores estrellando sus furgonetas en los postes de teléfono, todos esos palurdos chillando. «Qué coño es esa cosa», después sacando los rifles del maletero... Pensándolo bien, tal vez sería mejor mantenerse lejos de la autopista.

Su idea era llegar hasta la casa de Eric Hickman, colarse en su sótano y esperarlo allí. Eric era un chico esquelético de diecisiete años, con una enfermedad de la piel que le hacía tener la cara llena de lunares, de la mayoría de los cuales brotaban pequeñas matas de rizado vello púbico; también tenía un bozo que se espesaba en las comisuras de la boca como los bigotes del pez gato, y que le había hecho merecedor del sobrenombre
de pez como
en el colegio. Eric y Francis quedaban en ocasiones para ir al cine. Juntos habían visto dos veces
La mosca,
con Vincent Price; lo mismo que
La humanidad en peligro,
que a Eric le encantaba. Cuando supiera lo que había pasado le daría algo. Eric era inteligente —había leído todas las novelas de Mickey Spillane— y juntos podrían pensar en qué hacer.

Además, tal vez le consiguiera algo de comer, a Francis le apetecía algo dulce. Bollos, chocolatinas. El estómago le rugió peligrosamente.

Al instante siguiente sintió —no escuchó, sintió— a su padre entrando en el salón. Cada paso que daba Buddy Kay emitía una sutil vibración que Francis notaba en la armazón metálica de su cama y que reverberaba en el aire caliente y seco de alrededor de su cabeza. Las paredes de estuco de la gasolinera eran relativamente gruesas y absorbían bien los sonidos. Hasta entonces nunca había podido oír una conversación en la habitación contigua y en cambio ahora, pensó, sentía, más que oía, lo que Ella decía y lo que le contestaba su padre; percibía sus voces en una serie de suaves reverberaciones que estimulaban las antenas hipersensibles que tenía en la cabeza. Sus voces sonaban distorsionadas y más profundas de lo normal —como si la conversación tuviera lugar debajo del agua—, pero las entendía perfectamente.

Ella decía:

—Que sepas que no ha ido al colegio.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Buddy.

—De que no ha ido al colegio. Lleva ahí toda la mañana.

—¿Está despierto?

—No lo sé.

—¿No has ido a ver?

—Ya sabes que se me cargan las piernas.

—Puta foca —dijo el padre y echó a andar en dirección á la habitación de su hijo. A cada pisada que daba las antenas de Francis se estremecían de miedo y de placer.

Para entonces ya había conseguido llegar al borde de la cama, no así la piel de su antiguo cuerpo, que yacía en arrugado desorden en el centro del colchón, una funda de cuero sin armazón y llena de sangre. Se apoyó en la barandilla de hierro de la cama y trató de arrastrarse un par de centímetros más, sin estar muy seguro de cómo bajar al suelo, y después se dio la vuelta. La vieja piel se le enrolló en las patas tirando de él hacia atrás. Entonces escuchó los tacones de las botas de su padre al otro lado de la puerta e intentó en vano impulsarse hacia delante, aterrado por la idea de que lo encontrara así, indefenso, patas arriba. Su padre podría no reconocerle e ir a buscar el rifle —que estaba colgado en la pared del cuarto de estar— y convertir su vientre segmentado en un borbotón de viscosas entrañas verdes blancuzcas.

Cuando consiguió caer de la cama su vieja piel se hizo jirones con un ruido similar a una sábana rasgándose. Se cayó y acto seguido rebotó hasta aterrizar elegantemente sobre sus seis patas con una agilidad que nunca tuvo cuando era humano, con la espalda vuelta hacia la puerta. No tenía tiempo para pensar, y quizá por eso sus patas hicieron lo que debían. Se giró, con las patas traseras hacia la derecha, mientras que las delanteras se desplazaban en sentido contrario hasta arrastrar su estrecho cuerpo de metro y medio de longitud. Notaba las delgadísimas láminas o escudos a su espalda aletear de forma extraña y dedicó un instante a preguntarse una vez más qué serían. Al momento siguiente su padre rebuznaba detrás de la puerta:

—¿Se puede saber qué cono haces ahí dentro, pedazo de cretino? Vete ahora mismo al colegio.

La puerta se abrió de golpe y Francis reculó, levantando las dos patas delanteras. Sus mandíbulas castañetearon produciendo un sonido similar al de un veloz mecanógrafo aporreando su máquina de escribir. Buddy estaba en el umbral con una mano apoyada en el pomo de la puerta. Sus ojos se posaron en la encorvada figura de su transformado hijo y su rostro delgado y bigotudo se volvió lívido, hasta que pareció un retrato en cera de sí mismo.

Entonces chilló, con un grito agudo y penetrante que inmediatamente estimuló las antenas de Francis. Éste también chilló, aunque lo que salió de él no se parecía en nada a un grito humano, sino más bien a alguien agitando una lámina de aluminio, un gorjeo ondulante e inhumano.

Buscó la manera de salir de allí. En la pared, sobre la cama, había ventanas, pero no lo bastante grandes, en realidad eran meras hendiduras de treinta centímetros de alto. Su mirada viajó hasta su cama y permaneció allí, sorprendida y fija durante unos segundos. Durante la noche se había destapado, empujado las sábanas con los pies hasta el extremo del colchón y ahora estaban cubiertas de una baba blanca y espumosa, se estaban disolviendo en ella... se habían derretido y oscurecido al mismo tiempo hasta convertirse en una masa orgánica viscosa y burbujeante.

La cama estaba profundamente hundida en el centro, donde yacía su antiguo vestido de carne, un disfraz de una sola pieza desgarrado por la mitad. No vio su cara, pero sí una mano, un arrugado guante color carne vacío, con los dedos vueltos del revés. La espuma que había corroído las sábanas goteaba en dirección a su vieja piel y allí donde entraba en contacto con ella el tejido se hinchaba y humeaba. Francis recordó haberse tirado un pedo y la sensación de un líquido caliente que descendía por sus patas traseras. De alguna manera él era el autor de aquello.

El aire tembló con un repentino estruendo. Miró hacia atrás y vio a su padre en el suelo, con los dedos de los pies apuntando hacia arriba. Dirigió la vista al cuarto de estar, donde Ella trataba de incorporarse en el sofá. Al ver a Francis, en lugar de ponerse pálida y llevarse las manos al pecho, permaneció inmóvil y con rostro inexpresivo. Tenía en la mano una botella de Coca-Cola —y todavía no eran ni las diez de la mañana— y se disponía a dar un sorbo cuando se quedó a medio camino, petrificada.

—Oh, Dios mío —dijo en un tono de voz sorprendido, pero relativamente normal—. Mírate.

La Coca-Cola empezó a salirse de la botella mojando sus pechos. No se dio cuenta.

Tenía que salir de allí, y sólo había un camino. Saltó hacia delante, con torpeza primero —al cruzar la puerta se echó demasiado a la derecha y se arañó el costado, aunque casi no lo notó—, y pasó por encima de su padre, inconsciente en el suelo. Desde ahí siguió, apretujándose entre el sofá y la mesa baja, en dirección a la puerta. Ella subió con cuidado los pies al sofá para dejarlo pasar mientras susurraba en voz tan baja que no habría sido audible ni para alguien sentado a su lado. Francis sin embargo escuchó cada palabra mientras sus antenas temblaban con cada sílaba.

«Y del humo salieron langostas sobre la tierra; y se les dio poder, como tienen poder los escorpiones de la tierra. Y se les mandó que no dañasen la hierba de la tierra, ni cosa verde alguna, ni a ningún árbol...». Para entonces Francis ya estaba en la puerta y se detuvo mientras seguía escuchando: «... sino solamente a los hombres que no tuviesen el sello de Dios en sus frentes. Y les fue dado, no que los matasen, sino que los atormentasen cinco meses; y su tormento era como tormento de escorpión cuando hiere al hombre. Y en aquellos días los hombres buscarán la muerte, pero no la hallarán; y ansiarán morir, pero la muerte huirá de ellos».

Se estremeció, aunque no sabía muy bien por qué; aquellas palabras lo conmovían y le llenaban de gozo. Levantó las patas delanteras para empujar la puerta y gateó hacia el calor blanco y cegador del día.

2

Casi un kilómetro de vertedero estaba lleno de basura, la suma de los desechos de cinco localidades. La recolección de basura era la principal industria de Calliphora. Dos de cada cinco hombres adultos trabajaba en ella; otro estaba en la base nuclear del ejército de Camp Calliphora y, un kilómetro y medio al norte, los otros dos restantes se quedaban en sus casas viendo la televisión, jugando a la bonoloto y alimentándose de platos precocinados que compraban con cupones de comida. El padre de Francis era una excepción: tenía su propio negocio. Buddy se refería a sí mismo como un emprendedor, había tenido una idea que, estaba convencido, revolucionaría el negocio de las gasolineras. Se llamaba autoservicio y consistía en que el cliente llenaba el depósito de su coche él mismo y pagaba igual que en las gasolineras normales.

Abajo, en el vertedero, era difícil ver nada de Calliphora, arriba, en el saliente de la montaña. Cuando Francis levantó la vista sólo pudo identificar la punta de asta de la gigantesca bandera de la gasolinera de su padre. Dicha bandera tenía fama de ser la más grande de todo el estado, suficiente para envolver la cabina de un camión de gran tonelaje y demasiado pesada para que ni siquiera un fuerte viento la agitara. Francis sólo la había visto ondear en una ocasión: durante el vendaval que azotó Calliphora después de que probaran La Bomba.

Su padre había sacado gran provecho de la guerra. Cada vez que tenía que dejar la oficina por algún motivo, por ejemplo, para echar un vistazo al motor recalentado del
jeep
de algún cliente, solía ponerse parte del uniforme de faena del ejército sobre la camiseta. Las medallas se balanceaban y brillaban sobre el pecho izquierdo. Ninguna era suya —las había comprado una tarde en una casa de empeño—, pero al menos el uniforme sí lo había obtenido por medios honestos, durante la Segunda Guerra Mundial. Su padre había disfrutado en la guerra.

—No hay mejor polvo que el que echas en un país que acabas de arrasar —dijo una noche brindando con una lata de cerveza Buckhorn, mientras los ojos legañosos le brillaban evocando recuerdos agradables.

Francis se escondió en la basura, apretujándose en un hueco entre bolsas rebosantes de desperdicios, y esperó temeroso la llegada de los coches de policía, el temible y atronador ruido de los helicópteros, con las antenas tensas y alerta. Pero no escuchó sirenas de policía ni helicópteros; tan sólo alguna que otra furgoneta solitaria traqueteando por el camino de tierra entre los montones de basura. Cuando eso ocurría se ocultaba aún más entre la porquería, hundiéndose de manera que sólo sus antenas asomaban. Pero eso fue todo. El tráfico era escaso en este extremo del vertedero, a más de un kilómetro del centro de procesamiento de desperdicios, donde se desarrollaba la verdadera actividad.

Transcurrido algún tiempo, se encaramó sobre uno de los grandes montones de basura para asegurarse de que no estaba siendo rodeado en silencio. No era así, y no permaneció al aire libre mucho tiempo, pues la luz directa del sol lo molestaba y pronto comenzó a sentirse invadido por una profunda lasitud, como si le hubieran llenado las venas de novocaína. Al final del vertedero, donde terminaba la alcantarilla, vio un remolque sujeto con ruedas de cemento. Bajó del montón de basura y se dirigió hacia él. Cuando lo vio pensó que tenía aspecto de estar abandonado, y así era. Debajo hacía una sombra deliciosamente fresca, y meterse allí resultaba tan refrescante como darse un chapuzón en un día caluroso.

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