Se encontró caminando de un lado a otro de su despacho, demasiado nervioso para sentarse, con el cuento de
Buttonboy
abierto en una mano. Vio su reflejo en el cristal de la ventana detrás del sofá y su sonrisa se le antojó casi indecente, como si acabara de escuchar un chiste particularmente grosero.
Carroll tenía once años cuando vio
La guarida
en The Oregon Theatre. Había ido con sus primos, pero cuando se apagaron las luces y la oscuridad engulló a sus acompañantes Carroll se encontró solo, encerrado en su propia y sofocante cámara oscura. En algunos momentos tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no taparse los ojos y sin embargo sus entrañas se estremecían en un escalofrío nervioso, pero placentero. Cuando por fin se encendieron las luces todas sus terminaciones nerviosas estaban activadas, como si hubiera tocado un cable de cobre electrificado. Una sensación a la que pronto se volvió adicto.
Más tarde, cuando empezó a trabajar y el terror se convirtió en su oficio la sensación se aplacó. No desapareció, pero la experimentaba con cierta distancia, más como el recuerdo de una emoción que como la emoción en sí. Recientemente, el recuerdo se había disipado y dado paso a una amnesia aturdida, a una somnolienta falta de interés cada vez que miraba el montón de revistas sobre su mesa del salón. O no. Había ocasiones en que sí sentía miedo, pero era miedo a otra cosa.
En cambio, esto que experimentaba en su despacho, con la violencia de
Buttonboy
todavía fresca en su cabeza, era un auténtico chute. El cuento había activado un resorte en su interior que le había dejado vibrando de emoción. Era incapaz de estarse quieto, había olvidado lo que significaba estar eufórico. Tratando de recordar la última vez que había publicado —si es que lo había hecho alguna vez— una historia que le hubiera gustado tanto como
Buttonboy,
fue hasta la estantería y sacó el último volumen de
America's Best New Horror
(supuestamente los mejores cuentos de terror norteamericanos publicados hasta la fecha), curioso por comprobar lo que le había emocionado de ellos. Pero cuando buscaba el índice de contenidos abrió por casualidad la página de la dedicatoria que había escrito a su entonces todavía esposa en un confundido arrebato de afecto: «A Elizabeth, que me ayuda a encontrar el camino en la oscuridad». Leerla ahora le ponía la carne de gallina.
Elizabeth le había dejado después de que él descubriera que llevaba un año acostándose con su agente de inversiones. Ella se marchó a vivir con su madre llevándose a la hija de ambos, Tracy.
—En cierto modo me alegro de que nos descubrieras —le había dicho por teléfono unas semanas después de su marcha—. De haber puesto fin a esto.
—¿A tu aventura? —le había preguntado él, con la esperanza de que ella fuera a contarle que había roto con su amante.
—No —contestó Lizzie—. Me refiero a toda esa mierda tuya de relatos de terror y toda esa gente que viene a verte, la gente del mundo del terror. Esos gusanos sudorosos a los que se les pone dura delante de un cadáver. Eso es lo mejor de esto, tal vez ahora Tracy pueda tener una infancia normal y yo por fin me relacionaré con adultos sanos y normales.
Ya era bastante malo que le hubiera puesto los cuernos, pero que le echara en cara lo de Tracy de esa manera le ponía absolutamente furioso, incluso ahora, al recordarlo. Devolvió el libro al estante y, encogiéndose de hombros, se dirigió a la cocina a prepararse algo de comer, olvidada ya su excitación. Había estado buscando el modo de quemar esa energía que le impedía concentrarse y resultaba que la buena de Lizzie seguía haciéndole favores a más de sesenta kilómetros de distancia y desde la cama de otro hombre.
Esa misma tarde envió un correo electrónico a Harold Noonan pidiéndole los datos de contacto de Kilrue. Noonan le contestó en menos de una hora, contento de que Carroll quisiera incluir
Buttonboy
en su nueva antología. No tenía una dirección electrónica de Peter Kilrue, pero sí una postal y también un número de teléfono.
Pero la carta que envió Carroll le fue devuelta con el sello de «DEVOLVER AL REMITENTE», y cuando probó con el número de teléfono le salió una grabación: «El número marcado
está fuera, de
servicio».
Carroll
llamó a Noonan a la Universidad de Kathadin.
—Confieso que no me sorprende —le dijo Noonan con una voz acelerada y suave que delataba timidez—. Tengo la impresión de que es una especie de nómada, que va empalmando trabajos a tiempo parcial para pagarse las facturas. Probablemente lo mejor sea llamar a Morton Boyd, de mantenimiento. Supongo que allí tendrán una ficha con sus datos.
—¿Cuándo fue la última vez que lo vio?
—Fui a visitarlo el pasado marzo. Me acerqué a su apartamento justo después de que se publicara
Buttonboy,
cuando el escándalo estaba en pleno apogeo. La gente decía que se trataba de un discurso misógino, que la revista debería publicar una retractación y tonterías de ese estilo. Quería que Kilrue supiera lo que estaba pasando. Supongo que pensé que desearía responder de alguna manera, escribir una defensa de su relato en el periódico de la universidad o algo parecido... pero no fue así. Dijo que sería síntoma de debilidad. De hecho, fue una visita bastante extraña. Él es un tipo extraño. No es sólo su escritura, también él.
—¿Qué quiere decir?
Noonan rió.
—No estoy muy seguro. Veamos. ¿Sabe cuando, por ejemplo, uno tiene fiebre y mira un objeto completamente normal, como una lámpara encima de la mesa, y lo encuentra distinto, raro? Como si se estuviera deshaciendo o preparándose para echar a andar. Los encuentros con Peter Kilrue eran algo así, no sé por qué. Tal vez se deba a la intensidad que manifiesta en relación con cosas tan inquietantes...
Carroll no había conseguido contactar todavía con Kilrue, pero ya le resultaba simpático.
—¿A qué cosas se refiere?
—Cuando fui a verlo me abrió la puerta su hermano mayor. Estaba medio desnudo. Supongo que estaba pasando allí unos días y era —no quiero parecer insensible—, bueno, la verdad es que era inquietantemente gordo. Y estaba cubierto de tatuajes, también inquietantes. En el estómago tenía un molino de viento de cuyas aspas colgaban cadáveres y en la espalda un feto con los ojos... garabateados por encima, y llevaba un escalpelo en un puño. Y colmillos.
Carroll rió, aunque no estaba seguro de que aquello fuera divertido, y Noonan siguió hablando:
—Pero parecía un buen tipo, de lo más simpático. Me hizo entrar, me sirvió un refresco y nos sentamos todos en el sofá, frente al televisor. Y —ahora viene la parte divertida— mientras hablábamos y yo les explicaba todo lo que sabía sobre el escándalo surgido alrededor del relato, el hermano mayor se sentó en el suelo y Peter empezó a hacerle un
piercing.
—¿Que hizo qué?
—¡Como lo oye! En plena charla comenzó a perforar la parte superior de la oreja a su hermano con una aguja puesta al fuego. Cuando aquel tipo tan gordo se levantó, parecía que le habían disparado en el lado derecho de la cabeza. Fue como el final de
Carrie,
como si se hubiera bañado en sangre. Y entonces va y me pregunta si quiero otra Coca-Cola.
Esta vez los dos reímos y, por un instante, compartimos un silencio amistoso.
—Y estaban viendo lo de Jonestown
2
—añadió Noonan bruscamente, como si se acabara de acordar.
—¿Sí?
—En la televisión, con el sonido apagado. Mientras hablábamos y Peter agujereaba a su hermano. En realidad ése fue el toque final, lo que hacía que esa situación pareciera tan irreal. Estaban emitiendo las imágenes de los cuerpos de la gente aquella de la Guayana francesa, después de beberse el veneno. Las calles cubiertas de cadáveres y los pájaros carroñeros... ya sabe... picoteándolos. —Noonan tragó saliva con fuerza—. Creo que era un vídeo, porque daba la impresión de que las imágenes se repetían, y ellos las miraban... como en trance.
Se hizo un nuevo silencio que a Noonan pareció resultarle incómodo. «Estaría investigando», pensaba Carroll de Kilrue no sin cierto grado de aprobación.
—¿No le pareció el cuento un ejemplo notable de buena literatura norteamericana? —preguntó Noonan.
—Desde luego.
—No sé qué opinará él de estar en su antología, pero por mi parte estoy encantado. Espero no haberlo asustado con esto que le he contado.
—Yo no me asusto fácilmente.
Boyd, del departamento de jardinería, tampoco estaba seguro de dónde encontrar a Kilrue.
—Me dijo que tenía un hermano que trabajaba en obras públicas en Poughkeepsie. En Poughkeepsie o en Newburgh. Quería conseguir algo así. En esos trabajos se gana bastante dinero y lo mejor es que, una vez que entras, no te pueden despedir, aunque seas un maniaco homicida.
La mención de Poughkeepsie despertó el interés de Carroll, pues a finales de mes se celebraba allí una pequeña convención de literatura fantástica titulada «Dark Wonder», «Dark Dreaming», «Dark Masturbati» o algo por el estilo. Le habían invitado a asistir y había ignorado las cartas, ya nunca acudía a esas convenciones pequeñas y además las fechas le venían mal, pues caían justo antes del cierre de la antología.
Sin embargo, asistía todos los años a los World Fantasy Awards, al Camp NeCon y a algunas de las reuniones más interesantes. Estas convenciones eran probablemente la faceta de su trabajo que menos le disgustaba. Allí tenía a sus amigos, y además una parte de él seguía disfrutando con ese tipo de cosas y con los recuerdos asociados a ellas.
Como en aquella ocasión en que encontró en una librería una primera edición de
I Love Galesburg in the Springtime
3
. No había pensado en ese libro durante años, pero mientras hojeaba de pie las páginas amarillentas y quebradizas, con su delicioso olor a polvo y a desván, le invadió una marea vertiginosa de recuerdos. Lo había leído a los trece años y lo mantuvo fascinado durante dos semanas. Para poder leerlo a gusto, trepaba desde la ventana de su dormitorio hasta el tejado de su casa, el único sitio en el que podía huir de los gritos de sus padres cuando discutían. Recordaba la textura de papel de lija de las tejas, el olor a caucho que desprendían por efecto del calor del sol, el zumbido distante de una cortadora de césped, su maravillosa sensación de asombro mientras leía sobre la imposible moneda de diez centavos de Woodrow Wilson.
Telefoneó a la oficina de obras públicas de Poughkeepsie y le pasaron con el jefe de personal.
—¿Kilrue?¿Arnold Kilrue? Le despedí hace seis meses —le dijo un hombre con voz apagada y jadeante—. ¿Sabe usted lo difícil que es despedir a alguien aquí? Ha sido mi primera vez en años. Mintió sobre su historial criminal.
—No, no busco a Arnold Kilrue, sino a Peter. Arnold es probablemente su hermano. ¿Era gordo y con muchos tatuajes?
—Para nada. Flaco, musculoso y con una sola mano. Decía haber perdido la otra con una segadora.
—Ya —replicó Carroll, pensando que ese hombre bien podría ser familia de Peter Kilrue—. ¿Y qué es lo que hizo?
—Violación de una orden de alejamiento.
—Bueno —siguió Carroll—. ¿Alguna pelea conyugal? —Sentía simpatía por los maridos que eran víctimas de los abogados de sus mujeres.
—De eso nada —replicó el jefe de personal—. Más bien maltratos a su madre. ¿Qué le parece?
—¿Sabe si es familia de Peter Kilrue y cómo podría contactar con él?
—No soy su secretaria personal, amigo. ¿Hemos terminado esta conversación?
—Desde luego que sí.
Probó con la guía telefónica, llamando a gente con el apellido Kilrue en la zona de Poughkeepsie, pero nadie parecía conocer a ningún Peter y tuvo que darse por vencido. Furioso, se puso a limpiar su despacho, tirando papeles sin ni siquiera mirar qué eran y trasladando montones de libros de un sitio a otro. Se le habían acabado las ideas y también la paciencia.
Hacia el final de la tarde se tiró en el sofá a pensar, y se quedó traspuesto, todavía furioso. Incluso en sueños estaba enfadado, y se veía persiguiendo por un cine desierto a un niño pequeño que le había robado las llaves del coche. El niño era blanco y negro, su silueta parpadeaba como un fantasma o el personaje de una película vieja, y se lo estaba pasando en grande, agitando las llaves en el aire y riendo histérico. Carroll se despertó de forma brusca con una sensación febril en las sienes y pensando: «Poughkeepsie».
Peter Kilrue tenía que vivir en alguna parte del estado de Nueva York y el sábado estaría en la convención Dark Future en Poughkeepsie; no podría resistir la tentación de acudir a algo así. Y alguien allí tendría que conocerlo. Alguien lo identificaría, y todo lo que necesitaba Carroll era estar presente. Se encontrarían.
No tenía intención de quedarse a pasar la noche. Eran cuatro horas de coche, así que iría y volvería en el día, y a las seis de la mañana ya se encontraba circulando a más de ciento veinte kilómetros por hora por el carril izquierdo de la I-90. El sol salía a su espalda y llenaba su espejo retrovisor de una luz cegadora. Era una sensación agradable la de pisar a fondo el acelerador y sentir el coche deslizarse veloz hacia el oeste, persiguiendo la línea alargada de su propia sombra. Después pensó en que su hija podría ir sentada a su lado y aflojó el pedal, mientras la emoción de la carretera se evaporaba.
A Tracy le encantaban las convenciones, como a cualquier niño. Eran todo un espectáculo: adultos haciendo el ridículo disfrazados de Pinhead o de Elvira.
¿
Y qué niño no disfrutaría con el mercadillo que siempre acompañaba estos eventos, ese enorme laberinto de mesas y exhibiciones macabras en el que perderse y comprar una mano descuartizada de goma por un dólar? Tracy pasó en una ocasión una hora jugando al
pinball
con Neil Gaiman en la World Fantasy Convention, en Washington. Todavía se escribían.
Era mediodía cuando encontró el Mid-Hudson Civic Centre. El mercadillo ocupaba una sala de conciertos y la superficie estaba densamente ocupada, las paredes de cemento resonaban con risas y el murmullo continuo de conversaciones superpuestas. No le había dicho a nadie que iba, pero eso no importaba; uno de los organizadores no tardó en encontrarlo, una mujer rechoncha con pelo rojo rizado, vestida con una chaqueta de frac de raya diplomática.
—No sabía que fueras a venir —dijo—. ¡No teníamos noticias tuyas! ¿Quieres beber algo?