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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

Fantasmas (39 page)

BOOK: Fantasmas
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Miré el fuerte, que tenía una entrada en cada esquina y ventanas en cajas alternas. Cualesquiera que fueran las limitaciones de mi hermano, no lo imaginaba tan confundido como para no ser capaz de salir de aquella fortaleza.

—¿Por qué no fuiste a gatas hasta una ventana para orientarte?

—Donde me perdí no había ninguna ventana. Oí a alguien hablar y traté de seguir su voz, pero llegaba desde muy lejos y no podía saber de dónde venía. No eras tú, ¿a que no? No sonaba como tu voz, Nolan.

—¡No! —dije—. ¿Qué voz? —Mientras decía esto, miré a mi alrededor preguntándome si tal vez no estábamos solos en el sótano—. ¿Qué dijo?

—No la oía todo el rato. A veces decía mi nombre. Otras que siguiera avanzando. Y una vez dijo que había una ventana más adelante. Que vería girasoles.

Morris hizo una pausa y dejo escapar un leve suspiro.

—Era como si estuvieran al final de un túnel, la ventana y los girasoles, pero me daba miedo acercarme, así que me di la vuelta y entonces fue cuando me empezó a doler la cabeza. Y enseguida encontré una de las puertas de salida.

Pensé que existía la posibilidad de que Morris hubiera experimentado una pequeña ruptura con la realidad por unos momentos mientras se arrastraba por su fuerte, no era una locura pensarlo. Sólo un año antes le había dado por pintarse las manos de rojo, porque, decía, le ayudaba a sentir la música.

Cuando estaba en una habitación donde sonaba música cerraba los ojos, levantaba las manos enrojecidas sobre la cabeza, como si fueran antenas, y agitaba todo el cuerpo como en una suerte de espasmódica danza del vientre.

También me ponía nervioso la remota posibilidad de que hubiera de verdad alguien en el sótano, un psicópata iluminado que tal vez en ese momento aguardaba agazapado en algún lugar dentro del fuerte de Morris. Cualquiera de las dos cosas me daba escalofríos, así que lo cogí de la mano y le dije que subiera conmigo al piso de arriba a contarle a nuestra madre lo que había pasado.

Cuando le repetimos la historia pareció conmocionada. Tocó la frente de Morris.

—¡Estás frío y sudoroso! Vamos arriba, Morris. Te daré una aspirina y quiero que te eches un rato. Podemos hablar de esto después de que hayas descansado.

Yo dije que teníamos que registrar el sótano inmediatamente para ver si había alguien, pero mi madre me mandó callar, poniéndome caras cada vez que intentaba abrir la boca. Los dos subieron y yo me quedé sentado en la encimera de la cocina con la vista fija en la puerta del sótano, y presa de una nerviosa inquietud durante casi toda la hora siguiente. Aquella puerta era la única salida del sótano y, de haber oído pasos de pisadas en las escaleras, habría saltado del susto. Pero no subió nadie, y cuando mi padre llegó a casa bajamos juntos a registrar el sótano. No había nadie escondido detrás de la caldera ni del tanque de gasóleo. De hecho nuestro sótano estaba bien iluminado y ordenado, con escasos rincones donde esconderse. El único lugar donde podría ocultarse un intruso era el fuerte de Morris y lo inspeccioné, dando patadas a las cajas y mirando por las ventanas. Mi padre me dijo que debería meterme y registrarlo por dentro y después se rió de la cara que puse. Cuando subió por las escaleras eché a correr detrás de él. No quería quedarme allí solo cuando apagara las luces.

 

Una mañana, cuando estaba metiendo mis libros en la bolsa de gimnasia antes de salir para el colegio, se me cayeron dos hojas de papel dobladas de
Visiones de la historia de Estados Unidos.
Las cogí y me quedé mirándolas, al principio sin reconocerlas. Eran dos hojas de multicopista con preguntas mecanografiadas, seguidas de espacios en blanco para escribir. Cuando me di cuenta de lo que era estuve a punto de soltar la palabrota más gorda que conozco, con mi madre a sólo unos pasos de mí... un error que sin duda habría cambiado la fisonomía de mi oreja y habría dado lugar a un interrogatorio que me convenía mucho evitar. Era un examen para hacer en casa que nos habían dado el viernes y que temamos que entregar esa misma mañana.

Llevaba dos semanas sin atender en clase de historia. Había una chica, bastante punk, que vestía faldas vaqueras rotas y medias de rejilla rojo chillón y que se sentaba a mi lado. Abría y cerraba las piernas, aburrida, y recuerdo que si me inclinaba hacia delante, en ocasiones podía ver un trozo de sus bragas, sorprendentemente discretas, por el rabillo del ojo. Aunque el profesor nos hubiera recordado en voz alta lo del examen para el fin de semana, no me habría enterado.

Mi madre me dejó en el colegio y caminé por el asfalto helado notando calambres en el estómago. Historia de Estados Unidos a segunda hora. No me daba tiempo. Ni siquiera había leído los dos últimos capítulos que nos habían mandado. Sabía que tenía que sentarme en algún sitio y tratar de estudiar un poco, leer los capítulos por encima y contestar un par de preguntas poniendo cualquier tontería. Pero era incapaz de sentarme, de mirar siquiera el examen. Me sentía paralizado, invadido por una horrible sensación de desesperanza, de que mi destino estaba escrito.

Entre el aparcamiento de cemento y los pisoteados terrenos del colegio había una hilera de postes de madera que en otro tiempo sostuvieron una valla. Un chico llamado Cameron Hodges, de mi clase de Historia de Estados Unidos, estaba sentado en uno de ellos con un par de amigos. Cameron era un chico de pelo claro, con grandes gafas de montura redondeada, detrás de cuyos cristales acechaban unos ojos inquisitivos y perpetuamente humedecidos. Estaba en la lista de mejores alumnos y era miembro del consejo de estudiantes, pero a pesar de esos enormes defectos puede decirse que era popular, que gustaba sin esforzarse por hacerlo. Ello se debía, en parte, a que no alardeaba de todo lo que sabía, no era de esos que siempre levantan la mano cuando se saben la respuesta a un problema especialmente difícil. Pero tenía algo más, una sensatez, una combinación de serenidad y ecuanimidad que le hacía parecer más maduro y experimentado que el resto de nosotros.

Me caía bien, incluso le había votado en las elecciones estudiantiles, pero no nos relacionábamos mucho. Yo no me veía siendo amigo de alguien como él... lo que quiero decir es que no podía imaginar que alguien como él estuviera interesado en alguien como yo. Yo era un chico difícil de conocer, poco comunicativo, que desconfiaba siempre de las intenciones de los demás, y hostil casi por reflejo. En aquellos días, si alguien se reía al pasar a mi lado siempre lo miraba con furia, por si acaso se estaba burlando de mí.

Conforme me acercaba a él, comprobé que tenía el examen en la mano. Sus amigos estaban comparando sus respuestas con las suyas: «Introducción de la desmotadora de algodón en el sur. Vale, eso es lo que he puesto». En ese momento yo pasaba justo por detrás de Cameron. No me paré a pensar. Me incliné y le quité el examen de las manos.

—¡Eh! —gritó Cameron y alargó la mano para recuperar su examen.

—Necesito copiarlo —dije con voz ronca y le di la espalda para que no pudiera quitarme el papel. Estaba colorado y respiraba pesadamente, horrorizado por lo que estaba haciendo, pero haciéndolo de todos modos—. Te lo devolveré en Historia del Arte.

Cameron se deslizó del poste donde estaba sentado y caminó hacia mí con ojos asombrados y suplicantes, extrañamente magnificados detrás de los cristales de sus gafas.

—Nolan, no.

No sé por qué, pero me sorprendió oírle llamarme por mi nombre. Hasta entonces no estaba seguro de que supiera cómo me llamaba.

—Si tus respuestas son idénticas a las mías el señor Sarducchi sabrá que has copiado y nos suspenderá a los dos.

Su voz temblaba de forma ostensible.

—No llores —le dije con mayor dureza de lo que habría querido. Creo que en realidad me preocupaba que se pusiera a llorar, de manera que sonó a burla y los otros chicos se rieron.

—Sí, claro —dijo Eddie Prior, que apareció de repente entre Cameron y yo. Apoyó la palma de la mano en la frente de Cameron y lo empujó. Éste se cayó de culo con un grito. Las gafas rodaron de su nariz y fueron a parar a un charco de hielo—. No seas maricón. Nadie se va a enterar, y te lo va a devolver.

Después Eddie me pasó un brazo por los hombros y nos marchamos. Me hablaba entre dientes, como si fuéramos dos presos en una película planeando nuestra huida en el patio de la cárcel.

—Lerner —me dijo, llamándome por mi apellido. Lo hacía con todo el mundo—. Cuando termines con eso pásamelo. Debido a circunstancias inesperadas y fuera de mi control, básicamente que el novio de mi madre es un puto bocazas que no sabe estarse callado, tuve que irme de casa ayer por la tarde y acabé jugando al fútbol con mi primo hasta altas horas de la noche. Resultado: no pasé de las dos primeras preguntas de esa mierda de examen.

Aunque Eddie no sacaba más que aprobados raspados en todas las asignaturas, excepto en las marías, y rara era la semana en que no estaba castigado a quedarse en el colegio después de las clases, a su manera era casi tan carismático y popular como Cameron Hodges. No se ponía nervioso con nada, algo que impresionaba bastante a los demás. Y estaba siempre tan de buen humor, tan dispuesto en todo momento a divertirse, que era imposible seguir enfadado con él durante mucho tiempo. Si un profesor lo expulsaba de clase por hacer algún tipo de comentario desafortunado, Eddie se encogía de hombros lentamente, como preguntándose: ¿pero-es-posible-que-alguien-sepa-algo-en-es-te-mundo-de-locos?, recogía sus libros cuidadosamente y salía después de lanzar una última mirada a hurtadillas a los otros alumnos que indefectiblemente desencadenaba una ola de risitas. A la mañana siguiente, podía verse al mismo profesor que lo había echado de clase jugando al fútbol con Eddie en el aparcamiento para profesores, mientras los dos despotricaban contra los Celtics.

Yo creo que la cualidad que distingue a los chicos populares de los impopulares —la única cualidad que tenían en común Eddie Prior y Cameron Hodges— es un fuerte sentido del yo. Eddie sabía muy bien quién era. Se aceptaba. Sus carencias habían dejado de preocuparlo. Cada palabra que decía era una expresión pura e inconsciente de su verdadera personalidad, mientras que yo no tenía una imagen clara de mí mismo y siempre estaba fijándome en los demás, observándolos, esperando y temiendo al mismo tiempo captar alguna indicación de qué es lo que veían cuando me miraban.

Así que en aquel momento, cuando Eddie y yo nos alejábamos de Cameron, experimenté esa clase de brusco cambio psicológico tan común en la adolescencia. Le había quitado a Cameron su examen de las manos, desesperado por salir de la trampa que me había tendido a mí mismo, y me alarmaba descubrir lo que era capaz de hacer con tal de salvarme. En teoría estaba aún desesperado y horrorizado, pero lo cierto es que me encantaba encontrarme allí paseando con el brazo de Eddie Prior sobre mis hombros, como si fuéramos amigos de toda la vida, saliendo de la White Barrel Tavern a las dos de la madrugada. Me estremecí de alegría y sorpresa al oírle referirse al novio de su madre como un «puto bocazas»; me parecía algo tan ingenioso como el mejor chiste de Steve Martin. Lo que hice a continuación me habría parecido inconcebible sólo cinco minutos antes: le pasé el examen de Cameron.

—¿Has hecho ya dos preguntas? Quédatelo, tardarás menos que yo en copiarlo. Yo lo haré cuando hayas terminado.

Me sonrió y en sus mejillas aparecieron dos hoyuelos en forma de coma.

—¿Cómo te has metido en esto, Lerner?

—Se me olvidó que teníamos deberes. Me resulta imposible atender en clase. ¿No conoces a Gwen Frasier?

—Sí. Es una guarra. ¿Qué pasa con ella?

—Es una puta guarra que no lleva medias —dije—. Se sienta a mi lado y no hace más que abrir y cerrar las piernas. ¿Cómo voy a atender en clase de historia con su cono delante de mis narices?

Estallamos en carcajadas tan sonoras que toda la gente que había en el aparcamiento se nos quedó mirando.

—Seguramente necesita airearlo para que se le cure el herpes genital. Ten cuidado con ella, colega.

Y después de esto nos reímos todavía más, nos reímos hasta saltársele las lágrimas a Eddie. Yo también reí, algo que nunca me había resultado fácil, y sentí sacudidas de placer en cada una de mis extremidades nerviosas. Me había llamado colega.

Me parece recordar que Eddie no me llegó a devolver nunca el examen de Cameron y que yo terminé entregando una hoja completamente en blanco, aunque a este respecto mis recuerdos son algo borrosos. A partir de esa mañana, sin embargo, empecé a seguirle por todas partes. Le gustaba hablar de su hermano, Wayne, que había pasado cuatro semanas de una sentencia de tres meses en un centro de menores, por haber colocado una bomba incendiaria en un Oldsmobile, y que ahora se había escapado y vivía en la calle. Eddie decía que Wayne lo llamaba algunas veces presumiendo de meterse en peleas y de romper unas cuantas crismas. Sobre su hermano mayor, lo que contaba en cambio era bastante vago. Que trabajaba de peón en una granja en Illinois, dijo en una ocasión. Que robaba coches a negros en Detroit, dijo en otra.

Pasábamos mucho tiempo con una chica de quince años llamada Mindy Ackers, que hacía de canguro de un bebé en un apartamento situado en un bajo frente al dúplex donde vivía Eddie. El lugar olía a moho y a pis, pero pasábamos tardes enteras allí, fumando y jugando con ella a las damas, mientras el bebé gateaba con el culo al aire a nuestros pies. Otros días Eddie y yo cogíamos el sendero del bosque detrás de Christobel Park hasta el paso elevado de peatones que había sobre la autopista 111. Eddie siempre llevaba una bolsa de papel marrón llena de basura que había cogido del apartamento en el que Mindy hacía de canguro, llena de pañales cagados y cartones grasientos con restos de comida china. Tiraba bombas de basura a los camiones que pasaban debajo del puente. Una vez apuntó con un pañal a un gigantesco camión de dieciocho ruedas decorado con llamas rojas pintadas y unos cuernos de toro en el capó. El pañal se estrelló contra el parabrisas del lado del asiento del copiloto y el cristal se llenó de una diarrea amarilla. Los frenos chirriaron y las ruedas levantaron humo en el asfalto. E1 conductor hizo sonar la bocina con furia, un ruido atronador que me asustó tanto que el corazón me dio un vuelco. Eddie y yo nos agarramos del brazo y echamos a correr, riendo.

—Mierda. ¡Me parece que nos está siguiendo! —chilló Eddie y echó a correr de la excitación. Yo no pensaba que nadie fuera a tomarse la molestia de bajarse del camión y perseguirnos, pero era emocionante imaginar que así era.

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