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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

Fantasmas (40 page)

BOOK: Fantasmas
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Más tarde, cuando nos habíamos tranquilizado y paseábamos por Christobel Park, jadeantes por la carrera, Eddie dijo:

—No hay ser humano más asqueroso que un camionero. No he conocido a uno que después de un trayecto largo no oliera igual que un orinal.

Por tanto, no me sorprendí demasiado cuando más tarde supe que el novio de la madre de Eddie —el puto bocazas— era conductor de camiones de largo recorrido.

A veces Eddie venía a mi casa, casi siempre para ver la televisión, pues teníamos buena recepción de canales. Sentía curiosidad por mi hermano, quería saber cuál era su problema y también lo que hacía en el sótano. Se acordaba de cuando Morris tiró su grifo hecho con fichas de dominó en la televisión, aunque de aquello hacía ya más de dos años. Nunca lo dijo, pero creo que le encantaba la idea de conocer a un idiota superdotado. Habría disfrutado igual si mi hermano hubiera sido un enano, o le faltaran las dos piernas. Eddie necesitaba una dosis de circo de los horrores en su vida. Y al final suele suceder que la gente acaba recibiendo doble dosis de lo que tanto ansia. ¿No es así?

Una de las primeras veces que vino a mi casa bajamos al sótano para ver qué estaba construyendo Morris. Había atado unas cuarenta cajas para hacer una red de túneles dispuestos a la manera de un gigantesco pulpo, con ocho galerías que desembocaban en una gran caja central, que en otro tiempo había sido el embalaje de un proyector de cine. Habría sido lógico que lo pintara para que pareciera un pulpo —un monstruo legendario y malvado—, y de hecho había coloreado varios tentáculos de verde limón, con círculos rojos a modo de ventosas. Pero los otros brazos eran restos de antiguas construcciones. Uno estaba hecho de trozos de un submarino amarillo, otro había sido parte de un cohete y era blanco, con aletas y calcomanías de la bandera americana. Y la caja grande del centro estaba sin pintar y envuelta en una malla de alambre a la que Morris había dado forma de cuernos. El resto de la fortaleza tenía el aspecto de un juguete hecho en casa... espectacular, pero un juguete al fin y al cabo, algo que papá podía haberle ayudado a construir. Sólo el último detalle, esos cuernos hechos de malla de alambre, revelaba que aquello era la obra de alguien que estaba como una puta cabra.

—Qué pasada —dijo Eddie al pie de las escaleras mientras lo miraba. Aunque por la expresión de sus ojos pude ver que no lo impresionaba tanto, que había esperado algo más.

Odiaba decepcionarlo, fuera por la razón que fuera. Si Eddie quería considerar a mi hermano un genio, pues yo también. Así que me puse a cuatro patas en una de las entradas.

—Tienes que entrar para verlo bien. Siempre molan más por dentro.

Y sin fijarme en si me seguía, entré.

Por entonces yo era un chico de catorce años, torpe, de anchas espaldas y de unos cincuenta y cuatro kilos de peso. Pero aún era un niño, no un adulto, y por tanto tenía las proporciones y la flexibilidad de uno y era capaz de empequeñecerme y entrar en cualquier sitio, por estrecho que fuera. Pero no tenía por costumbre meterme en los fuertes de Morris. Había descubierto, la primera vez que lo hice, que no me gustaban mucho, que me daban un poco de claustrofobia. Ahora en cambio, con Eddie siguiéndome, me metí, como si arrastrarme dentro de los escondites de cartón de mi hermano Morris fuera mi idea de la verdadera diversión.

Atravesé un túnel tras otro. En una de las cajas había una estantería hecha de cartón, con un tarro de mermelada lleno de moscas que revoloteaban un tanto frenéticas, golpeándose contra el cristal. La acústica de la caja amplificaba y distorsionaba el sonido, de forma que tenía la impresión de que el zumbido resonaba dentro de mi cabeza. Estudié las moscas un momento con el ceño fruncido y cierta inquietud. ¿Acaso Morris iba a dejarlas morir ahí dentro? Después seguí arrastrándome. Repté por una serie de amplios pasadizos cuyas paredes estaban cubiertas por lunas, estrellas y gatos de Cheshire reflectantes, una galaxia completa hecha de neón. Las paredes estaban pintadas de negro y al principio no podía verlas. Por un aterrador y breve instante tuve la impresión de que no había paredes, de que me deslizaba por un espacio vacío sobre una rampa estrecha e invisible, sin nada sobre la cabeza ni bajo los pies, y que si caía no habría nada que me frenara. Aún oía las moscas zumbando en el frasco de mermelada, aunque hacía tiempo que las había dejado atrás. Mareado, extendí la mano y toqué uno de los lados de la caja con los dedos. Con eso se me pasó la sensación de estar suspendido en el vacío, aunque seguía algo mareado. La caja siguiente era la más pequeña y oscura de todas, y mientras me arrastraba en su interior rocé con la espalda una serie de pequeñas campanas que colgaban de la parte de arriba. Aquel suave tintineo me asustó tanto que estuve a punto de gritar, pero ya veía una abertura circular delante de mí que se abría a un espacio iluminado de cambiantes tonos pastel. Me arrastré hasta ella.

La caja central del monstruo de Morris era lo suficientemente espaciosa como para alojar a una familia de cinco personas y a su perro. Una lámpara de lava a pilas burbujeaba en una esquina, con pompas de plasma flotando en un fluido vis—coso y ambarino. Morris había forrado las paredes con papel de envolver regalos de Navidad, y chispas y filamentos de luz brillaban aquí y allá en ondas temblorosas, hojas doradas, rosas y amarillas, mezclándose unas con otras y evaporándose. Era como si en el curso de aquel lento arrastrarme hasta el centro del fuerte me hubiera ido encogiendo poco a poco, hasta no ser más grande que un ratón, y hubiera llegado a una habitación con una bola giratoria de discoteca colgada del techo. La visión de aquello hizo que me estremeciera de asombro. Me latían las sienes y las luces extrañas y palpitantes me hacían daño a los ojos.

No había visto a Morris desde que llegamos a casa y había supuesto que habría salido con mamá a hacer algún recado. Pero estaba allí, esperando, en la gran caja central, sentado sobre las rodillas y con la espalda vuelta hacia mí. A un lado tenía un cómic y unas tijeras. Había recortado la contraportada, la había enmarcado en una cartulina negra y la estaba pegando a la pared con celo. Al oírme entrar me miró, pero no dijo nada y siguió colgando su dibujo.

Escuché ruidos de pies arrastrándose por el pasadizo detrás de mí y me deslicé a un lado, para hacer sitio. Un segundo después Eddie asomó la cabeza por la abertura circular y miró a su alrededor. Tenía la cara roja y sonreía con hoyuelos en las mejillas.

—Joder —dijo—. Mira este sitio. Me encantaría poder echar un polvo aquí.

Sacó el resto del cuerpo del túnel y se sentó sobre las rodillas.

—Qué pasada de fuerte. Cuando tenía tu edad habría matado por tener uno así —le dijo a la espalda de Morris, ignorando el hecho de que mi hermano, de once años, era ya un poco mayor para jugar a los fuertes.

Morris no contestó. Eddie me miró de reojo y se encogió de hombros. Después echó un vistazo alrededor, inspeccionándolo todo con la boca abierta y evidente expresión de placer, mientras una tormenta de luces brillantes de oro y plata emitía silenciosos destellos a nuestro alrededor.

—Llegar a rastras hasta aquí ha molado que te cagas —continuó Eddie—. ¿Qué te pareció el túnel forrado de pelo negro? A mí me daba la impresión de que cuando llegara al final sería como salir de las garras de un gorila.

Reí, pero me quedé mirándolo con expresión confundida. Yo no recordaba un túnel recubierto de pelo, y después de todo Eddie había ido detrás de mí, había seguido el mismo camino que yo.

—Y los canillones de viento —dijo Eddie.

—Eran campanas —le corregí yo.

—¿Ah, sí?

Morris terminó de colgar el dibujo y, sin hablarnos, salió por una abertura triangular. Antes de salir, sin embargo, nos miró una última vez, y cuando habló se dirigió a mí:

—No me sigáis. Volved por donde habéis venido.

Y después añadió:

—Esta salida no está terminada. Tengo que seguir trabajando en ella, no está bien todavía.

Y dicho esto, agachó la cabeza y desapareció.

Miré a Eddie dispuesto a ofrecerle una disculpa, del tipo «perdona, mi hermano está como una cabra», pero Eddie estaba a gatas estudiando el dibujo que Morris había colgado en la pared. Representaba una familia de Sea Monkeys, esas extrañas mascotas, de pie, juntos, unas criaturas desnudas de vientre abultado, con antenas de colores y caras de rasgos humanos.

—Mira —dijo Eddie—. Ha colgado un dibujo de su verdadera familia.

Me reí. No es que Eddie tuviera mucho tacto, pero es cierto que no le costaba ningún esfuerzo hacerme reír.

Estaba a punto de salir de casa —era un viernes de la primera quincena de febrero— cuando Eddie me llamó y me dijo que no fuera a su casa, sino que me reuniera con él en el puente elevado sobre la 111. Algo en su tono de voz, áspero y tenso, me llamó la atención. No dijo nada fuera de lo normal, pero en ocasiones su voz parecía a punto de resquebrajarse, y tuve la impresión de que hacía esfuerzos por no sucumbir a una oleada de infelicidad.

El puente estaba a veinte minutos andando desde mi casa, por Christobel Avenue, atravesando el parque y luego siguiendo un camino que se internaba en el bosque. Era un sendero cuidado, pavimentado de piedra azulada, y ascendía por las colinas entre abetos y arces. Pasados unos quinientos metros, se llegaba al puente. Eddie estaba inclinado sobre la barandilla mirando hacia los coches que circulaban en dirección este.

No me miró mientras me acercaba a él. Justo a la altura de su barriga, en el muro que había delante de él, había tres ladrillos sueltos, y cuando estuve a su lado empujó uno de ellos. En un primer momento me asusté, pero el ladrillo cayó encima de un camión pesado que circulaba en ese momento, sin causar ningún daño. El camión llevaba un tráiler cargado con tuberías de acero. El ladrillo chocó contra una de ellas con gran estrépito y después rodó por las demás, desencadenando toda una sinfonía de «clangs» y «bongs», como si alguien hubiera dejado caer un martillo por los tubos de un órgano. Eddie esbozó su enorme, fea y desagradable sonrisa, que dejaba ver una boca en la que faltaban dientes, y me miró para comprobar si había disfrutado con aquel inesperado concierto. Entonces fue cuando le vi el ojo izquierdo, rodeado por un gran círculo de carne amoratada y veteada de amarillo.

Cuando hablé casi no reconocía mi propia voz, entrecortada y débil.

—¿Qué te ha pasado?—Mira esto —me dijo y se sacó una polaroid del bolsillo de la chaqueta. Seguía sonriendo, pero cuando me alargó la fotografía evitó mirarme a la cara—. Y disfruta.

Era como si no me hubiera oído.

La fotografía mostraba dos dedos de una chica con las uñas pintadas de color plata que restregaban un triángulo de tela de rayas rojas y negras hundido en el pliegue de piel entre sus piernas. En los extremos de la foto se veían sus muslos, borrosos y demasiado pálidos.

—Gané a Ackers diez veces seguidas —dijo—. Nos apostamos a que si perdía la décima partida tendría que sacarse una foto tocándose el clítoris. Se fue al dormitorio, así que no vi cómo se sacaba la foto. Pero quiere que juguemos otra vez y recuperarla. Si vuelvo a ganarle diez partidas seguidas voy a obligarla a que se masturbe delante de mí.

Me volví, de modo que estábamos el uno junto al otro, apoyados sobre la barandilla, de cara al tráfico. Miré la foto un instante más sin pensar en nada en realidad, sin saber qué decir o qué hacer. Mindy Ackers era una chica poco atractiva, con el pelo rojo rizado, llena de granos y que estaba loca por Eddie. Si perdía diez partidas de damas seguidas contra él seguro que era a propósito.

En ese momento, sin embargo, lo que había hecho Mindy o dejado de hacer me interesaba bastante menos que saber cómo había acabado Eddie con el ojo izquierdo a la funerala... algo sobre lo que, aparentemente, él no tenía ninguna intención de hablar.

—Una pasada —dije finalmente, y dejé la foto en el muro de cemento debajo de la barandilla y, sin pensar, apoyé una mano en uno de los ladrillos.

Un camión con remolqué pasó a gran velocidad bajo nosotros, con el motor rugiendo conforme el conductor reducía la marcha. Un humo con olor a gasoil se mezcló con la nieve, que caía en gruesos copos. ¿Cuándo había empezado a nevar? No estaba seguro.

—¿Cómo te has hecho eso en el ojo? —pregunté de nuevo, sorprendido de mi audacia.

Se limpió la nariz con el dorso de la mano mientras seguía sonriendo.

—Este puto saco de mierda con quien sale mi madre dice que me pilló hurgándole en su cartera. Como si fuera a robarle sus cupones de comida o algo así. Se irá pronto a la cama, porque tiene que salir para Kentucky antes de que amanezca, así que no pienso volver a casa hasta que... eh, mira. Viene un camión de combustible.

Miré hacia abajo y vi otro camión pesado con una gran cisterna de acero.

—Podríamos volarlo —dijo Eddie—. Cien gramos de C 4. Acertamos a ese hijo de puta y nos hacemos los amos de la autopista.

Había un ladrillo en la pared justo delante de él, y pensé que lo cogería y lo tiraría al camión cuando éste pasara debajo del puente. Pero en lugar de eso apoyó su mano sobre la mía, que aún descansaba sobre el otro ladrillo. Sentí un aviso de alarma, pero no hice nada por retirar la mano. Probablemente es importante subrayar eso. También, que no hice nada por evitar lo que ocurrió a continuación.

—Espera a que se acerque —dijo—. Tranquilo. Apunta bien. Ahora.

Justo cuando el camión petrolero entraba en el puente, Eddie empujó mi mano. El ladrillo golpeó uno de los laterales del tanque de combustible con un ruido metálico. Rebotó y salió despedido hasta el carril contrario en el preciso instante en que un Volvo adelantaba al camión. Se estrelló contra el parabrisas —pude ver cómo dibujaba una tela de araña en el cristal—, y después el coche desapareció en el interior del puente.

Los dos nos giramos y corrimos a la barandilla contraria. Yo tenía los pulmones comprimidos y por un momento fui incapaz de respirar. Cuando el Volvo salió del túnel derrapaba hacia la izquierda, en dirección al arcén de la carretera. Un segundo después se salió de ésta y rodó por la pendiente nevada, a unos cincuenta kilómetros por hora. En el valle poco profundo en que terminaba la pendiente crecían unos cuantos arces raquíticos, y el Volvo chocó contra uno de ellos con un crujido seco. El parabrisas se rompió en mil pedazos de cristal brillante, que se deslizaron al mismo tiempo por el capó y después cayeron al suelo nevado.

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