«Así, cuando llegó mi turno para el castigo, el rey brujo se regodeó en imponer a los pilotos bombarderos la misma incertidumbre y temor que nuestros bombardeos habían impuesto a otros. Se nos permitía circular libremente, pero con cargas explosivas implantadas quirúrgicamente en el cráneo. Se enviaban señales radiales aleatorias, de modo que éramos ejecutados mediante una lotería, en lugares y momentos aleatorios. A veces otras señales, destinadas a abrir puertas o guiar vehículos, activaban las cargas. Al cabo de cien años, sólo yo sobreviví. Ahora traslado a los gráciles Profundos de un lado a otro de sus reinos submarinos.
—¡Espantoso!
—No. Mis componentes biológicos se han estropeado muchas veces, y fueron reemplazados. Se ha eliminado todo rastro de los explosivos.
—¿Cómo pudiste tolerar la incertidumbre?
—Ah. ¿Faetón me hace esta pregunta, cuando él soñó con viajar mucho más allá de donde podía llegar toda mentalidad numénica? El azar y la muerte instantánea también habrían predominado en tu viaje, si lo hubieras realizado. Y una vez que se instalaran colonias, provistas con tecnologías semejantes a la nuestra, en varias estrellas cercanas, el mismo riesgo de muerte instantánea y azarosa se impondría a cada colono y cada ciudadano de la Ecumene, pues la guerra podría estallar de nuevo en cualquier momento.
—¡Los hombres no son tan irracionales!
—¿De veras? Nunca has conocido la guerra, joven necio. ¿A quiénes temías tanto cuando estabas en la rampa de mi nave? ¿A criaturas irracionales de otra estrella que procuran asesinarte? ¿O es sólo una alucinación tuya? Decídete. O bien eres presa de una ilusión, o bien ellos están locos. Ninguna de ambas opciones habla bien del futuro de una colonización estelar apacible. —La criatura abrió y cerró los tres picos—. Sólo lamento que hayas fracasado tan rotundamente.
Faetón notó que la cubierta se ladeaba. En esa habitación sin ventanas, no podía distinguir qué significaba esa maniobra.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Tanto ansiabas que volviera la guerra?
—En absoluto. La guerra es indescriptiblemente pavorosa. Sólo es tolerable porque hay algo que es peor. No, no interpretas bien mis esperanzas.
—Explícate.
—Ah, yo viví en los últimos años de la Cuarta Era, cuando vastas mentes colectivas gobernaban la Tierra. No había delito, guerra ni violencia, y tampoco había individualidad, salvo en ciertas zonas de América del Norte y la Europa occidental. Era una época estática. No había cambios.
»La Quinta Era llegó cuando ciertas composiciones comenzaron a usar otras formaciones cerebrales en sus grupos mentales. El cerebro Taumaturgo era rápido e intuitivo, artístico, creativo. El cerebro Invariante es inmune a la pasión o el temor, inmune a la amenaza, inmune a la extorsión. El cerebro Cerebelino puede adoptar todos los puntos de vista al mismo tiempo, y captar de un vistazo todos los elementos de sistemas complejos. No podíamos competir con esas mentes, ni ellas se someterían dócilmente a las necesidades grupales de las mentes colectivas. No obstante, la Quinta Era fue mejor que la Cuarta. El genio y la invención prevalecían. Los irracionales Taumaturgos conquistaron el sistema joviano, sin incentivos económicos para hacerlo; los estoicos Invariantes colonizaron metódicamente los asteroides pre Deméter, indiferentes al sufrimiento y la penuria. Las Cerebelinas, aprehendiendo simultáneamente varios sistemas mentales, desarrollaron el Teorema de la Unificación Noética, que condujo a desarrollos y tecnologías que las mentes colectivas jamás habríamos concebido. Sin los participios autorreferenciales que se describen en las famosas ecuaciones de disertación y juego de Madre-de-los-Números, no se habría descubierto la tecnología para las máquinas autoconscientes. Los avances científicos de esas máquinas son más de los que puedo contar, incluido el desarrollo de la matemática. numénica, que condujo a esta época actual, la época de la segunda inmortalidad.
Ahora llega la Séptima Era, y de nuevo es estática. ¿Entiendes, Faetón Cero de Nada? Recorre las vicisitudes de la historia. Si no hubieran matado tu sueño, habría estallado la guerra entre las estrellas, no lo dudes. Los Exhortadores, y su dilecto Nabucodonosor, son listos al llegar a esa correcta conclusión. ¿Esa época de guerra habría conducido a épocas mejores? Quizá la Tierra, las lunas de Júpiter y los demás lugares civilizados de la Ecumene Dorada habrían sido destruidos en las primeras etapas de las guerras interestelares. Pero si a cambio se sembraran nuevas civilizaciones en cien planetas, o en un millón, yo digo que el coste valdría la pena.
Faetón calló, sin saber cómo tomar este comentario. ¿El cíborg lo alababa o lo condenaba? ¿O ambas cosas?
Ya no importaba. Esa discusión era académica. Los Exhortadores habían ganado.
—¿Adonde me llevas? —preguntó Faetón.
—Ah, realmente no sabes nada de historia. Hay una sola ciudad en el planeta que no firmó los acuerdos de los Exhortadores, porque a la mente colectiva Cerebelina que la dirigía no le importaba ser mortal o inmortal, y no cedió ante la presión de Orfeo. Madre-del-Mar ha gobernado el Protectorado Ambiental Oceánico desde mediados de la Quinta Era. Ella, como yo, es mucho más vieja que vuestra Ecumene Dorada. Puede darse el lujo de ignorar a los Exhortadores, pues ni siquiera ellos se atreven a interferir con la mente que controla las fuerzas que imponen equilibrio entre el plancton y la nanomaquinaria que flota en las olas, la mente que guía el billón de células térmicas submicroscópicas de las zonas tropicales, que dispersan o condensan el calor del mar e impiden la formación de tornados. Su ciudad se llama Talaimannar.
—¡El lugar adonde Sabueso me dijo que fuera! —exclamó Faetón dichosamente. Ahora averiguaría qué misterio, qué plan sutil tenía en mente el superintelecto de Sabueso.
—Desde luego, joven necio —dijo el cíborg—. Si te dejara en cualquier otro lugar, sería culpable de ayudarte a cometer un acto de intrusión. ¿Por qué crees que los Exhortadores permiten que me salga con la mía? No te estoy ayudando. No se requiere un genio para deducir que debes ir a Talaimannar. No hay otro sitio adonde ir. Allí van todos los panas y marginados.
Faetón sintió una aplastante angustia. Había abrigado la secreta esperanza de que el sofotec Sabueso tuviera un plan, un designio impensablemente inteligente para rescatarlo de esta situación, un proyecto que daría sus frutos cuando él llegara a Talaimannar. Lo había consolado durante sus muchas noches de insomnio, sus sueños plagados de pesadillas.
Pero Sabueso sólo le había dicho lo que se decía a todos los exiliados.
Había sido una esperanza tonta. Mientras había durado, esa esperanza tonta había sido mejor que ninguna. Para seguir adelante, se necesitaba un motivo. ¿Cuál sería ahora su motivo? Una vibración hizo temblar la estructura de la nave.
—Hemos llegado —dijo el cíborg—. Lárgate.
Una escotilla que Faetón no había visto se abrió en un sector de la cubierta. Más allá había una rampa que conducía abajo y afuera. Faetón pestañeó ante el fulgor de luz reflejada que se filtraba por la escotilla. Olió un fresco aire tropical, cargado de humedad y perfume de orquídeas; oyó el retumbo del oleaje, el graznido de las aves marinas.
—Espera —dijo—. Si no estoy alucinando, entonces hay agentes de otra estrella que me persiguen. Enviarme aquí, el lugar adonde van todos los exiliados, es enviarme al único lugar donde me encontrarán.
—Tengo muy antiguos privilegios, reconocidos incluso en el anteproyecto de la Lógica Constitucional de la Confederación Ecuménica. Se llama cláusula del abuelo». Los derechos legales que existían antes de la Ecumene aún son reconocidos por la Ecumene. Una curiosidad histórica, ¿verdad? Los desplazamientos de mis dirigibles no son de conocimiento público; no se me puede rastrear, excepto por orden judicial, y vuelo debajo de los niveles que requiere el control de tráfico aéreo. Soy conocido en Kisumu; he recorrido las rutas de Quito y Samarinda durante mil años. Cualquier operario o buhonero puede señalar mi nave y saber que me muevo inadvertido. ¿Entiendes?
Por eso los Profundos son clientes míos. Tampoco ellos desean que los molesten. A menos que te delates, por ejemplo, conectándote con la Mentalidad, aquí estarás a salvo de tus enemigos imaginarios.
Faetón se aproximó a la escotilla, pero se volvió y habló por encima del hombro.
—Dijiste que había una cosa aún peor que la guerra, tan terrible que aun la guerra es tolerable por comparación. ¿Cuál es?
—La derrota.
Un brazo robótico salió de la pared, cogió a Faetón del hombro y lo arrojó tambaleando por la rampa. La luz del sol lo cegó. Sus manos y rodillas chocaron contra el suelo de la torre de atraque con un ruido metálico. La sombra del dirigible pasó sobre él. Se puso de pie y alzó la vista: la enorme máquina cilíndrica se elevaba y lo abandonaba.
De nuevo estaba solo.
Abajo, a través del suelo de rejillas, Faetón veía un verdor exuberante, una extensión de arena pedregosa y playas y, más allá, un mar ennegrecido por nanomáquinas, atestado de pseudoárboles. En el lado opuesto, lejos de la playa, se arracimaban espirales perladas, cúpulas y torres de diamante hilado, construcciones semejantes al coral o al nautilo. Eran las formas orgánicas de la Estética Estándar.
Más allá, en la cima de una serranía, un antiguo templo con forma de colmena, intrincadamente adornado con estatuillas e imágenes, se erguía sobre los árboles de deodar y las lianas. Parecía viejo, y quizá se remontara a la Era de la Segunda Estructura Mental. Sin acceso al Sueño Medio, Faetón carecía de la capacidad para aprender todo lo que deseaba saber con sólo mirarlo. Procuró disfrutar del paisaje misterioso y pintoresco que le brindaba su ignorancia.
Se acercó a la escalera móvil para descender, pero la escalera, fiel a los preceptos de los Exhortadores, se negó a transportarlo. Faetón se acercó a una escalera de servicio. No sabía si los oxidados peldaños de metal sostendrían el peso de su armadura, pero la escalera —tonta, sorda o grosera— no respondió cuando él le pidió sus especificaciones. Faetón se quitó la armadura y le ordenó que descendiera de la torre por su cuenta, mientras él bajaba por la escalera. No quería desperdiciar el material de su traje construyendo otra prenda, y el clima era cálido, así que caminó desnudo, seguido fielmente por su armadura.
Una calle de cristalino diamante hilado conducía a la ciudad; un risco que la atravesaba tenía cables de guía, puertos mentales, líneas y esferas de cerámica lisa y reluciente. Hasta donde Faetón podía ver, la ciudad no estaba abarrotada y no era sórdida ni mugrienta, ni tenía las otras características de la pobreza que se veían en los sectores más menesterosos de la Londres victoriana (que él había visitado muchas veces en simulaciones). No está tan mal, se dijo. Pero esa impresión cambió a medida que se acercaba a la ciudad.
Primero, la calle, que parecía tan brillante e invitante cuando la pisó por primera vez, resultó ser de muy baja inteligencia. En vez de ofrecer comentarios interesantes acerca del paisaje, o consejos para los viajeros, o de ejecutar una música sosegada, la calle lo acuciaba monótonamente, bromeando y berreando con alegría forzada, tratando de convencerlo de que usara servicios comerciales que Faetón no podía comprar.
Segundo, la nanomaquinaria que creaba y mantenía la calle estaba mal programada, de modo que un negro polvo de carbono, mal integrado a la superficie de diamante, se acumulaba en las grietas y baches. Las rodillas y los pies de Faetón se cubrieron de partículas negras y brumosas que él trató en vano de quitarse del vello de las piernas.
La vocinglera calle guardó silencio cuando Faetón entró en la ciudad.
Faetón caminó entre las gigantescas caracolas y las cúpulas de madreperla de las casas y edificios. Sólo algunas estaban ocupadas. Las demás eran dementes o mutantes, como criaturas salidas de un viejo cuento. La maquinaria autorreplicante que había diseñado y
forjado
estos edificios de la Sexta Era estaba descuidada, y reproducía sin supervisión ni correcciones, de modo que algunas casas se metían en las otras, como horrendos siameses. Otras tenían puertas o ventanas oblicuas, o crecían sin puertas, o sin electricidad ni luces, o, peor aún, con una luz extraña y cruda que lastimaba los ojos. Algunos edificios se ladeaban en ángulos descabellados, o estaban tumbados y dañados, y no intentaban curarse ni cerrar sus paredes resquebrajadas.
Ciertas formaciones que eran fáciles de cultivar, como lámparas o postes, habían proliferado como malezas. Pocas eran las casas que no tenían veinte o cien lámparas en sus techos perlados o sus aleros rizados. Las jambas (erizadas de protuberancias y celdas para albergar placas de identificación y cables de llamada que nunca se instalarían) se erguían sin soporte en medio de la calle, o se agolpaban en las caprichosas brechas que separaban los edificios, o colgaban de buhardillas.
Cuando Faetón hacía una amable pregunta a una de esas casas descuidadas, el edificio se reía como un idiota o repetía como un loro un lugar común como «¡bienvenido a casa, bienvenido a casa!».
Al cabo de un rato, varias casas se agitaron y empezaron a vociferar, gritando, llamándose entre sí. Algunas le protestaban en idiomas furibundos; los almacenes chillaban; los prostíbulos proclamaban consignas obscenas. Faetón fijó la mirada delante y caminó rígidamente, fingiendo no darse cuenta.
Las casas callaban con un gruñido y un murmullo en cuanto él pasaba, así que lo seguía una estela de ruido.
Llegó a una parte superior de la ciudad. Allí había personas sentadas en los porches o remoloneando al costado de la calle. Vestían túnicas sencillas y batas de colores chillones y diseños deslumbrantes, palpitantes y estróbicos, y las rodeaba una música estridente de percusión reiterativa.
Faetón comprendió que esas personas usaban anuncios.
La mayoría de sus rostros y cuerpos parecían similares, rostros de estilo K y estilo B tomados de registros de dominio público. Salvo por algunos hombres que se habian hecho cicatrices en la cara, o se habían aplicado tatuajes de color, todos parecían mellizos.
Cuando Faetón alzó una mano para saludar, pusieron los ojos en blanco, y sus miradas resbalaron sobre él, sin verlo.
Siguió caminando, intrigado. ¿No eran exiliados como él? Parecía que no, pues podían costearse filtros sensoriales. La configuración estándar bloquearía automáticamente cualquier cosa sellada con el odio de los Exhortadores. Como un fantasma, ignorado e invisible, Faetón siguió caminando.