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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Festín de cuervos (39 page)

BOOK: Festín de cuervos
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«Busco a mi hermana, una niña de trece años», estuvo a punto de decir, pero Ser Hyle sabía que no tenía hermanas.

—Quiero ver a un hombre que frecuenta un local llamado Ganso Hediondo.

—No sabía que Brienne
la Bella
se relacionara con hombres. —Había un matiz cruel en su sonrisa—. El Ganso Hediondo. Qué nombre tan adecuado... Sobre todo por lo de hediondo. Está cerca de los muelles. Pero antes, vendréis conmigo a ver a su señoría.

Brienne no tenía miedo de Ser Hyle, pero era uno de los capitanes de Randyll Tarly. Bastaría con un silbido para que cien hombres acudieran en su defensa.

—¿Vais a detenerme?

—¿Por qué? ¿Por lo de Renly? ¿Quién era? Desde entonces, todos hemos cambiado de rey, y algunos más de una vez. Nadie lo recuerda; a nadie le importa. —Le puso una mano en el brazo—. Por aquí, por favor.

Ella se apartó.

—Os agradecería que no me tocarais.

—Por fin me dais las gracias por algo —replicó con una sonrisa seca.

La última vez que había estado en Poza de la Doncella, la ciudad se encontraba en ruinas, era un lugar desolado de calles desiertas y casas quemadas. En aquella ocasión, las calles estaban llenas de cerdos y niños, y habían demolido la mayoría de los edificios quemados. En los solares que dejaron algunos de ellos, los ciudadanos habían plantado huertos; los tenderetes de los comerciantes y los pabellones de los caballeros ocupaban otros. Brienne vio que se estaban construyendo casas: una posada de piedra empezaba a cobrar forma donde había ardido la de madera, y el septo de la ciudad tenía un nuevo tejado de tejas. El aire fresco del otoño iba cargado de los sonidos de la sierra y el martillo. Los hombres transportaban tablones; los canteros recorrían las calles embarradas con sus carromatos. Muchos de ellos llevaban el blasón del cazador en el pecho.

—Los soldados están reconstruyendo la ciudad —comentó Brienne sorprendida.

—Seguro que preferirían estar jugando a los dados, bebiendo y follando, pero Lord Randyll opina que es mejor que los ociosos tengan las manos ocupadas.

Brienne había pensado que la llevaría al castillo, pero Hunt se dirigió hacia el ajetreado puerto. Se alegraba de ver que los comerciantes habían vuelto a Poza de la Doncella. Vio en los atracaderos una galera, una galeaza y dos grandes cocas de dos mástiles, además de una veintena de botes de pescadores. Había más en la bahía.

«Si no encuentro nada en el Ganso Hediondo, buscaré pasaje en un barco», decidió. Puerto Gaviota estaba a poca distancia. Desde allí no le costaría nada llegar al Nido de Águilas.

Lord Tarly estaba en el mercado de pescado, impartiendo justicia.

Se había erigido un estrado junto al agua, y desde él, su señoría podía contemplar a los acusados de delitos. A su izquierda había un cadalso con cuerdas suficientes para veinte hombres. Vio cuatro ahorcados. Uno parecía reciente, pero era obvio que los otros tres llevaban allí algún tiempo. Un cuervo estaba arrancando tiras de carne de uno de los despojos podridos. Los demás pájaros se habían dispersado, temerosos de la multitud de ciudadanos congregados con la esperanza de ver algún ajusticiamiento.

Lord Randyll compartía el estrado con Lord Mooton, un hombre pálido, blando, carnoso, vestido con casaca blanca y calzones rojos, la capa de armiño sujeta en el hombro con un broche de oro rojo en forma de salmón. Tarly iba vestido de cuero y cota de malla, y llevaba una coraza de acero gris. El puño del mandoble le sobresalía por encima del hombro izquierdo. Su nombre era
Veneno de Corazón
, y era el orgullo de su Casa.

Un joven con una capa de lana basta y jubón sucio estaba prestando declaración cuando llegaron.

—Nunca le he hecho daño a nadie, mi señor —le oyó decir Brienne—. Lo único que hice fue coger lo que dejaron los septones cuando huyeron. Si por eso me tenéis que cortar un dedo, hacedlo.

—Es costumbre cortarles un dedo a los ladrones —replicó Lord Tarly en tono seco—, pero el hombre que roba en un septo está robando a los dioses. —Se volvió hacia el capitán de los guardias—. Siete dedos. Respetadle los pulgares.

—¿Siete?

El ladrón palideció. Cuando los guardias lo agarraron se debatió, pero sin energía, como si ya estuviera tullido. Al mirarlo, Brienne no pudo evitar pensar en Ser Jaime, en cómo había gritado cuando el
arakh
de Zollo descendió centelleante.

El siguiente fue un panadero acusado de mezclar la harina con serrín. Lord Randyll le puso una multa de cincuenta venados de plata. Cuando el panadero juró que no tenía tanto dinero, su señoría decretó que podía recibir un latigazo por cada venado que le faltara. Tras él le llegó el turno a una prostituta andrajosa y macilenta, acusada de contagiarles la sífilis a cuatro soldados Tarly.

—Lavadle sus partes con lejía y encerradla en una mazmorra —ordenó Tarly.

Mientras se la llevaban a rastras, sollozante, su señoría divisó a Brienne a un lado de la multitud, entre Podrick y Ser Hyle. Frunció el ceño, pero no dio muestra alguna de haberla reconocido.

El siguiente era un marinero de la galeaza. Su acusador era un arquero de la guarnición de Lord Mooton, que llevaba una mano vendada y lucía un salmón en el pecho.

—Mi señor, este canalla me atravesó la mano con un puñal, acusándome de hacer trampas a los dados.

Lord Tarly apartó la vista de Brienne para fijarse en los hombres que tenía delante.

—¿Y era verdad?

—No, mi señor. Jamás hago trampas.

—Por robar mando cortar un dedo; si me mientes, te haré ahorcar. ¿Quieres que examine esos dados?

—¿Los dados? —El arquero miró a Mooton, pero su señoría estaba ensimismado en la contemplación de los botes de pescadores. Tragó saliva—. Es posible que... Esos dados, bueno, me dan suerte, sí, pero...

Tarly ya tenía suficiente.

—Cortadle el meñique; que él decida de qué mano. Al otro atravesadle la palma con un clavo. —Se levantó—. Hemos terminado. Devolved a los demás a las mazmorras; mañana me ocuparé de ellos.

Se volvió e hizo señas a Ser Hyle para que se adelantara. Brienne lo siguió.

—¿Mi señor? —dijo cuando estuvo ante él. Volvía a sentirse como si tuviera ocho años.

—Mi señora... ¿A qué debemos este... honor?

—Me han enviado en busca de... De... —titubeó.

—¿Cómo vais a encontrarlo si no sabéis qué es? ¿Matasteis vos a Lord Renly?

—No.

Tarly sopesó la respuesta.

«Me está juzgando, igual que ha juzgado a esos otros.»

—No —dijo él al final—. Sólo lo dejasteis morir.

Había muerto entre sus brazos; su sangre la había empapado. El rostro de Brienne se llenó de dolor.

—Fue hechicería. Yo jamás habría...

—¿Jamás? —Su voz se convirtió en un látigo—. Claro. Jamás deberíais haberos puesto la armadura, ni haber empuñado una espada. Jamás deberíais haber salido de las estancias de vuestro padre. Esto es la guerra, no el baile de la cosecha. Por todos los dioses, debería meteros en un barco y enviaros a Tarth.

—Hacedlo y responderéis ante el trono. —Quería parecer valiente, pero la voz le salió aguda e infantil—. Podrick, saca un pergamino que llevo en las alforjas y llévaselo a su señoría.

Tarly cogió la carta, la desenrolló y la leyó moviendo los labios, con el ceño fruncido.

—En misión de Su Alteza. ¿Qué clase de misión?

«Si me mientes, te haré ahorcar.»

—S-Sansa Stark.

—Si la pequeña Stark estuviera aquí, yo lo sabría. Ha huido hacia el norte, seguro. Querrá buscar refugio con alguno de los banderizos de su padre. Más le vale elegir al correcto.

—También puede haber ido hacia el Valle —se oyó farfullar Brienne—, con la hermana de su madre.

Lord Randyll le dirigió una mirada despectiva.

—Lady Lysa ha muerto. Un bardo la tiró montaña abajo. Ahora, Meñique está al mando del Nido de Águilas... Aunque no durará mucho. Los señores del Valle no son de los que se arrodillan ante cualquier mequetrefe trepador sin más habilidad que la de contar monedas de cobre. —Le devolvió la carta—. Id adonde queráis y haced lo que gustéis... Pero cuando os violen no vengáis a mí en busca de justicia; os lo habréis buscado por estúpida. —Miró a Ser Hyle—. Y vos, ser, ¿no tendríais que estar en la puerta? Os puse al mando allí, creo recordar.

—Así fue, mi señor —respondió Hyle Hunt—, pero pensé...

—Pensáis demasiado.

Lord Tarly se alejó a zancadas.

«Lady Lysa ha muerto.» Brienne se quedó inmóvil bajo el cadalso, con el precioso pergamino en la mano. La multitud se había dispersado, y los cuervos reanudaron su festín. «Un bardo la tiró montaña abajo.» ¿Habrían devorado los cuervos también a la hermana de Lady Catelyn?

—Habéis mencionado el Ganso Hediondo, mi señora —dijo Ser Hyle—. Si queréis que os lleve...

—Volved a vuestra puerta.

Un gesto de contrariedad se dibujó en su rostro.

«Un rostro vulgar, no honrado.»

—Si es lo que deseáis...

—Lo es.

—No era más que un juego para pasar el rato. No teníamos mala intención. —Titubeó—. No sé si lo sabéis, pero Ben ha muerto. Lo mataron en el Aguasnegras. A Farrow también, y a Will
el Cigüeña
. Y Mark Mullendore resultó herido: ha perdido medio brazo.

«Bien —habría querido decir Brienne—. Bien, se lo tenía bien merecido.» Pero recordaba a Mullendore sentado delante de su tienda, con el mono en el hombro. El animal llevaba puesta una diminuta cota de malla, e intercambiaba muecas con su amo. ¿Cómo los había llamado Catelyn Stark aquella noche, en Puenteamargo? Los caballeros del verano. Y había llegado el otoño, y estaban cayendo como las hojas.

Le dio la espalda a Hyle Hunt.

—Vamos, Podrick.

El chico trotó tras ella tirando de las riendas de los caballos.

—¿Vamos a buscar ese lugar? ¿El Ganso Hediondo?

—Yo sí. Tú vas a los establos, junto a la puerta oriental. Pregúntale al encargado si hay alguna posada donde podamos pasar la noche.

—Sí, ser. Mi señora. —Podrick caminaba con la vista clavada en el suelo, y de cuando en cuando pateaba un guijarro—. ¿Sabéis dónde está? ¿El Ganso? O sea, el Ganso Hediondo.

—No.

—Dijo que nos llevaría. Ese caballero. Ser Kyle.

—Hyle.

—Hyle. ¿Qué os hizo, ser? O sea, mi señora.

«El chico se traba al hablar, pero no es idiota.»

—En Altojardín, cuando el rey Renly convocó a sus banderizos, unos cuantos hombres me gastaron una broma. Ser Hyle Hunt fue uno de ellos. Fue una broma cruel, dolorosa, nada caballeresca. —Se detuvo—. La puerta oriental queda hacia allí. Nos reuniremos aquí mismo.

—Como ordenéis, mi señora. Ser.

El Ganso Hediondo no tenía cartel, y tardó casi una hora en encontrarlo. Se accedía por un tramo de peldaños de madera, y estaba bajo una carnicería de caballo. El local era oscuro y de techo bajo; al entrar, Brienne se golpeó la cabeza con una viga. No había ningún ganso a la vista. Los escasos taburetes estaban dispersos, y vio un banco de madera contra una pared de adobe. Las mesas eran barriles viejos de vino, grisáceos y carcomidos. El hedor augurado lo impregnaba todo. Olía sobre todo a vino, a humedad y a moho, así se lo decía la nariz, pero también olía a retrete, y un poco a cementerio.

Los únicos clientes eran tres marineros tyroshis, sentados en un rincón, que mascullaban a gruñidos bajo las barbas moradas y verdes. Le echaron un vistazo, y uno les dijo a los demás algo que los hizo reír. La tabernera estaba tras un tablón cruzado entre dos barriles. Se trataba de una mujer gruesa, flácida, de pelo raleante, con grandes pechos que se mecían bajo un amplio guardapolvo sucio. Era como si los dioses la hubieran hecho de masa cruda.

Brienne no se atrevía a beber agua en aquel lugar. Pidió una copa de vino.

—Busco a un hombre al que llaman Dick
el Ágil
—dijo.

—Dick Crabb. Viene casi todas las noches. —La mujer echó un vistazo a la armadura y la espada de Brienne—. Si lo vais a rajar, que sea en otro sitio. No queremos líos con Lord Tarly.

—Quiero hablar con él. ¿Por qué iba a querer hacerle ningún daño? —La tabernera se encogió de hombros—. Si me hacéis un gesto cuando entre, os estaré agradecida.

—¿Cuánto de agradecida?

Brienne puso en el tablón una estrella de cobre y fue a sentarse en la penumbra, en un lugar desde donde veía bien las escaleras.

Probó el vino. Le supo aceitoso, y había un pelo flotando.

«Un pelo tan frágil como mis esperanzas de dar con Sansa», pensó mientras lo sacaba. La búsqueda de Ser Dontos no había dado fruto, y tras la muerte de Lady Lysa, el Valle ya no parecía un refugio probable. «¿Dónde estáis, Lady Sansa? ¿Habéis huido a vuestro hogar, en Invernalia, o estáis con vuestro esposo, como parece creer Podrick?» Brienne no quería ir a buscar a la niña al otro lado del mar Angosto, donde hasta el idioma le resultaría extraño. «Haciendo gestos y gruñendo para que me entiendan resultaré aún más monstruosa. Se reirán de mí, igual que se rieron en Altojardín.» Se sonrojó tan sólo con recordarlo.

Cuando Renly se puso la corona, la Doncella de Tarth había cabalgado desde el Dominio para ir a unirse a él. El Rey la había recibido con cortesía y le había agradecido que se pusiera a su servicio. No sucedió lo mismo con sus señores y caballeros. Brienne no había esperado una bienvenida cálida; estaba preparada para recibir un trato frío, burlas y hostilidad. Ese plato ya lo había probado. No era el desprecio de la mayoría lo que la hacía sentir confusa y desvalida, sino la bondad de unos pocos. La Doncella de Tarth había estado prometida en tres ocasiones, pero hasta su llegada a Altojardín jamás la habían cortejado.

El primero había sido Ben Bushy
el Grandullón
, uno de los pocos hombres del campamento de Renly que la superaban en estatura. Envió a su escudero para que le limpiara la cota de malla, y le regaló un cuerno de plata para la cerveza. Ser Edmund Ambrose lo superó: le envió flores y le pidió que saliera a montar con él. Ser Hyle Hunt llegó más lejos que los otros dos: le regaló un libro con hermosas ilustraciones, con cientos de historias de hazañas caballerescas; le llevó manzanas y zanahorias para los caballos, y un penacho de seda azul para el yelmo; le contó cotilleos del campamento, e hizo comentarios ingeniosos y mordaces que la hicieron sonreír. Incluso un día se entrenó con ella, lo que significó más que todo el resto de los detalles.

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