Read Filosofía en el tocador Online
Authors: Marqués de Sade
Ahora yo pregunto qué valor pueden tener para la naturaleza individuos que no le cuestan ni el menor esfuerzo ni el menor cuidado. El obrero sólo estima su obra en razón del trabajo que le cuesta, del tiempo que emplea en crearla. ¿Le cuesta el hombre a la naturaleza? Suponiendo que le cueste, ¿le cuesta más que un mono o que un elefante? Voy más lejos: ¿cuáles son las materias generadoras de la naturaleza? ¿De qué se componen los seres que vienen a la vida? Los tres elementos que los forman ¿no resultan de a primitiva destrucción de los demás cuerpos? Si todos los individuos fueran eternos, ¿no se le haría imposible a la naturaleza crear otros nuevos? Si la eternidad de los seres es imposible para la naturaleza, su destrucción se convierte, por tanto, en una de sus leyes. Ahora bien, si las destrucciones le son tan útiles que en modo alguno puede prescindir de ellas, y si no puede llegar a sus creaciones sin abrevar en esas masas de destrucción que le prepara la muerte, desde ese momento la idea de aniquilación que achacamos a la muerte no será ya real; no habrá aniquilamiento comprobado; lo que nosotros llamamos fin de un animal que tiene vida no será entonces un fin real sino una simple transmutación, cuya base es el movimiento perpetuo, verdadera esencia de la materia, admitida por todos los filósofos modernos como una de sus primeras leyes. La muerte, según estos principios irrefutables, no es por lo tanto más que un cambio de forma, un paso imperceptible de una existencia a otra: esto es lo que Pitágoras llamaba la metempsícosis.
Una vez admitidas estas verdades, yo pregunto si alguna vez se podrá sostener que la destrucción sea un crimen. Con el propósito de conservar vuestros absurdos prejuicios, ¿osaréis decirme que la transmutación es una destrucción? Indudablemente, no; porque sería necesario para ello demostrar en la materia un instante de inacción, un momento de reposo. Ahora bien, jamás descubriréis ese momento. Pequeños animales se forman en el instante mismo en que el gran animal ha perdido el aliento, y la vida de estos pequeños animales no es más que uno de los efectos necesarios y determinados por el sueño momentáneo del grande.
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¿Osaréis decir ahora que place más a la naturaleza el uno que el otro? Para ello habría que probar una cosa imposible: que la forma alargada o cuadrada es más útil, más agradable a la naturaleza que la forma oblonga o triangular; habría que probar que, respecto a los planes sublimes de la naturaleza, un vago que engorda en la inacción y en la indolencia es más útil que el caballo, cuyo servicio es tan esencial, o que el buey, cuyo cuerpo es tan precioso que ninguna de sus partes queda sin utilidad; habría que decir que la serpiente venenosa es más necesaria que el perro fiel.
Ahora bien, como todos estos sistemas son insostenibles, es preciso, por tanto, consentir en admitir la imposibilidad en que nos hallamos de aniquilar las obras de la naturaleza, dado que lo único que hacemos, al entregarnos a la destrucción, no es más que operar una variación en las formas, que no puede apagar la vida, y está fuera del alcance de las fuerzas humanas probar que pueda existir algún crimen en la pretendida destrucción de una criatura, de cualquier edad, sexo o especie que la supongáis. Llevados más adelante aún por la serie de nuestras consecuencias, que nacen unas de otras, habrá que convenir finalmente en que, lejos de perjudicar a la naturaleza, la acción que cometéis al variar las formas de sus diferentes obras es ventajosa para ella, puesto que mediante esa acción le proporcionáis la materia prima de sus reconstrucciones, cuyo trabajo se le haría impracticable si no destruyeseis. ¡Ea!, dejadla hacer, os dicen. Con toda evidencia hay que dejarla hacer, pero son sus impulsos lo que el hombre sigue cuando se entrega al homicidio; es la naturaleza la que lo aconseja, y el hombre que destruye a su semejante es a la naturaleza lo que le es la peste o el hambre, igualmente enviadas por su mano, la cual se sirve de todos los medios posibles para obtener antes esa materia prima de destrucción, absolutamente esencial para sus obras.
Dignémonos esclarecer un instante nuestra alma con la santa antorcha de la filosofía: ¿qué otra voz sino la de la naturaleza nos sugiere los odios personales, las venganzas, las guerras, en una palabra, todos esos motivos de asesinatos perpetuos? Y si ella nos lo aconseja, es que los necesita. ¿Cómo podemos nosotros, según esto, suponernos culpables ante ella, desde el momento en que no hacemos sino seguir sus miras?
Pero esto es más de lo necesario para convencer a cualquier lector ilustrado de que es imposible que el asesinato pueda ultrajar alguna vez a la naturaleza.
¿Hay crimen en política? Nos atrevemos a confesar, por el contrario, que desgraciadamente es uno de los grandes resortes de la política. ¿No fue a fuerza de asesinatos como Roma se convirtió en dueña del mundo? ¿No fue a fuerza de asesinatos como Francia es libre hoy? Es inútil advertir aquí que sólo se habla de asesinatos ocasionadospor la guerra, y no de atrocidades cometidas por los facciosos y los desorganizadores; éstos, abocados a la execración pública, no necesitan ser invocados para excitar siempre el horror y la indignación generales. ¿Qué ciencia humana tiene más necesidad de sostenerse por el asesinato que aquella que sólo tiende a engañar, que aquella que no tiene otra meta que el crecimiento de una nación a expensas de otra? Las guerras, únicos frutos de esta bárbara política, ¿son otra cosa que los medios de que se nutre, con que se fortifica, con que se sostiene? ¿Y qué es la guerra sino la ciencia de destruir? Extraña ceguera la del hombre, que enseña públicamente el arte de matar, que recompensa al que mejor lo hace y que castiga a aquél que, por una causa particular, se ha deshecho de su enemigo. ¿No es hora de volver a hablar de errores tan bárbaros?
Finalmente, ¿es el asesinato un crimen contra la sociedad? ¿Quién pudo nunca creerlo razonablemente? ¡Ah! ¿Qué le importa a esa numerosa sociedad que haya entre ella un miembro más o menos? Sus leyes, sus costumbres, sus usos, ¿se viciarán por ello? ¿Ha influido alguna vez la muerte de un individuo sobre la masa general? Y tras la pérdida de la mayor batalla, qué digo, tras la extinción de la mitad del mundo, de su totalidad si se quiere, el pequeño número de seres que pudiera sobrevivir, ¿experimentaría la menor alteración material? ¡Ah, no! La naturaleza entera no lo sentiría, y el tonto orgullo del hombre, que cree que todo está hecho para él, quedaría sorprendido tras la destrucción total de la especie humana si viera que nada varía en la naturaleza y que el curso de los astros no se ha retrasado siquiera por ello. Prosigamos.
¿Cómo debe verse el asesinato en un Estado guerrero y republicano?
Con toda seguridad, sería extremadamente peligroso desacreditar esa acción, o castigarla. La altivez del republicano exige un poco de ferocidad; si se ablanda, si su energía se pierde, pronto será sojuzgado. Aquí aparece una reflexión muy singular, pero como es verdadera pese a su audacia, la diré. Una nación que comienza a gobernarse como republica sólo se sostendrá por las virtudes, porque para llegar a lo más, siempre hay que empezar por lo menos; pero una nación ya envejecida y corrompida que valerosamente sacude el yugo de su gobierno monárquico para adoptar otro republicano, sólo se mantendrá mediante muchos crímenes; porque está ya en el crimen, y si quisiera pasar del crimen a la virtud, es decir, de un estado violento a un estado suave, caería en una inercia cuyo resultado sería muy pronto su ruina cierta. ¿Qué sería del árbol que transplantaseis de un terreno lleno de vigor a una llanura arenosa y seca? Todas las ideas intelectuales están tan subordinadas a la física de la naturaleza que las comparaciones proporcionadas por la agricultura jamás nos engañarán en moral.
Los hombres más independientes, los más cercanos a la naturaleza, los salvajes, se entregan con impunidad diariamente al asesinato. En Esparta y en Lacedemonia salían a la caza de ilotas como en Francia vamos a la de perdices. Los pueblos más libres son aquellos que mejor acogida le prestan. En Mindanao, quien quiere cometer un asesinato es elevado al rango de los valientes: le adornan al punto con un turbante; entre los caraguos hay que haber matado a siete hombres para obtener los honores de ese tocado; los habitantes de Borneo creen que todos cuantos matan les servirán cuando ya no existan; los devotos españoles llegaban a prometer a Santiago de Galicia matar doce americanos diarios; en el reino de Tangut
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escogen un hombre joven, fuerte y vigoroso, al que le está permitido, en ciertos días del año, matar a todo el que encuentre. ¿Hubo algún pueblo más amigo del asesinato que los judíos? Lo vemos en todas las formas, en todas las páginas de su historia.
El emperador y los mandarines de China adoptan de cuando en cuando medidas para hacer que el pueblo se rebele, a fin de obtener mediante estas maniobras derecho a cometer una horrible carnicería. Si ese pueblo blando y afeminado se liberara del yugo de sus tiranos, los mataría a palos con mucho mayor motivo, y el asesinato, siempre adoptado, siempre necesario, no haría más que cambiar de víctimas; era la dicha de unos, se convertirá en la felicidad de los otros.
Una infinidad de naciones toleran los asesinatos públicos; están totalmente permitidos en Génova, en Venecia, en Nápoles y en toda Albania; en Kachao,
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junto al río de Santo Domingo, los asesinos, con una vestimenta conocida y confesada, degüellan por orden vuestra y ante vuestros ojos al individuo que les señaléis; los indios toman opio para animarse al asesinato; precipitándose luego a las calles, masacran todo lo que encuentran a su paso; los viajeros ingleses han dado testimonio de esta manía en Batavia.
¿Qué pueblo fue a un tiempo más grande y más cruel que los romanos, y que nación conservó por más tiempo su esplendor y su libertad? El espectáculo de los gladiadores mantuvo su coraje; se volvió guerrera por su hábito de convertir en un juego el asesinato. Doce o quince víctimas diarias llenaban la arena del circo, y allí, las mujeres, más crueles que los hombres, osaban exigir que los moribundos cayesen con gracia y mostraran sus formas aun bajo las convulsiones de la muerte. Los romanos pasaron de ahí al placer de ver estrangular enanos en su presencia; y cuando el culto cristiano, infectando la tierra, vino a persuadir a los hombres de que era malo matarse, los tiranos encadenaron al punto a ese pueblo, y los héroes del mundo se convirtieron pronto en juguetes.
Por doquiera, en fin, se ha creído con razón que el asesino, es decir, el hombre que ahogaba su sensibilidad hasta el punto de matar a un semejante y de arrostrar la venganza pública o particular, por doquiera, digo, se ha creído que semejante hombre tenía que ser muy peligroso, y en consecuencia muy precioso en un gobierno guerrero o republicano. Repasemos las naciones que, más feroces aún, sólo quedaron satisfechas inmolando niños, y con mucha frecuencia a los propios: veremos estas acciones, universalmente adoptadas, formar parte en ocasiones de las leyes. Muchos pueblos salvajes matan a sus hijos en cuanto nacen. Las madres, a orillas del río Orinoco, convencidas como estaban de que sus hijas sólo nacían para ser desgraciadas, puesto que su destino era convertirse en esposas de los salvajes de aquella comarca, que no podían soportar a las mujeres, las inmolaban tan pronto como las habían dado a luz. En Trapobana
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y en el reino de Sopit, todos los niños deformes eran inmolados por los mismos padres. Las mujeres de Madagascar exponían a las bestias salvajes los hijos nacidos ciertos días de la semana. En las repúblicas de Grecia se examinaba cuidadosamente a los niños cuando llegaban al mundo, y si no los encontraban formados de manera que pudieran defender un día a la república, eran inmolados al punto: allí no consideraban esencial construir casas ricamente provistas para conservar esa vil espuma de la naturaleza humana.
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Hasta el traslado de la sede del imperio, todos los romanos que no querían alimentar a sus hijos los arrojaban al vertedero. Los antiguos legisladores no tenían ningún escrúpulo en condenar a los niños a muerte, y nunca ninguno de sus códigos reprimió los derechos que un padre creyó tener siempre sobre su familia. Aristóteles aconsejaba el aborto; y estos antiguos republicanos, llenos de entusiasmo y de ardor por la patria, despreciaban esa conmiseración individual que se encuentra entre las naciones modernas; se amaba menos a los hijos, pero se amaba más al país. En todas las ciudades de China, cada mañana se encuentra una increíble cantidad de niños abandonados en las calles; una carreta los recoge al despuntar el día, y los arrojan a una fosa; a menudo las comadronas mismas liberan a las madres, ahogando nada más nacer sus frutos en cubos de agua hirviendo o arrojándolos al río. En Pekín, los ponen en pequeñas canastillas de juncos que abandonan en los canales; cada día retiran lo que flota en esos canales, y el célebre viajero Duhalde
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estima en más de treinta mil el número diario que quitan cada vez. No puede negarse que no sea extraordinariamente necesario y extremadamente político poner coto a la población en un gobierno republicano; por intenciones completamente contrarias, hay que alentarla en una monarquía: en ésta, los tiranos sólo son ricos en razón del número de sus esclavos, necesitan evidentemente hombres; pero la abundancia de población, no lo dudemos, es un vicio real en un gobierno republicano. No hay, sin embargo, que degollarlos para disminuirlo, como decían nuestros modernos decenviros: sólo se trata de no permitirle los medios de extenderse más allá de los límites que su felicidad le prescribe. Guardaos de multiplicar demasiado un pueblo en el que cada ser es soberano y estad seguros de que las revoluciones no son nunca otra cosa que secuelas de una población muy numerosa. Si para esplendor del Estado concedéis a vuestros guerreros el derecho a destruir hombres, para la conservación de ese mismo Estado conceded igualmente a cada individuo que se entregue cuanto quiera, puesto que puede hacerlo sin ultrajar a la naturaleza, al derecho de deshacerse de los niños que no puede alimentar o de aquellos de los que el gobierno no puede sacar ningún beneficio; concededle asimismo deshacerse, con los riesgos y peligros a su costa, de todos los enemigos que pueden perjudicarle, porque el resultado de todas estas acciones, absolutamente nimias en sí mismas, será mantener vuestra población en un estado moderado y nunca lo bastante numeroso para perturbar vuestro gobierno. Dejad decir a los monárquicos que un Estado sólo es grande en razón de su extremada población: ese Estado será siempre floreciente si, contenido en sus justos límites, puede traficar con lo superfluo. ¿No podáis el árbol cuando tiene demasiadas ramas? Y para conservar el tronco, ¿no cortáis las ramas? Todo sistema que se aparte de estos principios será una extravagancia cuyos abusos enseguida nos llevarían a un vuelco total del edificio que acabamos de levantar con tanto esfuerzo. Pero no es cuando el hombre ya está hecho cuando hay que destruirlo a fin de disminuir la población: es injusto abreviar los días de un individuo bien conformado; no lo es, digo yo, impedir llegar a la vida a un ser que ciertamente será inútil al mundo. La especie humana debe ser depurada desde la cuna; hay que suprimir de su seno a todo aquel de quien se suponga que no habrá ser nunca útil a la sociedad; éstos son los únicos medios razonables para aminorar una población cuyo excesivo número es, como acabamos de demostrar, el más peligroso de los abusos.