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Authors: Michio Kaku

Tags: #Divulgación Científica

Física de lo imposible (11 page)

BOOK: Física de lo imposible
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Sir Arthur Conan Doyle, bien conocido por sus novelas de Sherlock Holmes, estaba fascinado con la idea del teletransporte.
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Tras años de escribir novelas y relatos cortos de detectives empezó a cansarse de la serie de Sherlock Holmes y finalmente acabó con su sabueso, haciéndole caer por una cascada con el profesor Moriarty. Pero las quejas de los lectores fueron tantas que Doyle se vio obligado a resucitar al detective. Puesto que no podía acabar con Sherlock Holmes, Doyle decidió crear una serie completamente nueva, protagonizada por el profesor Challenger, que era la contrapartida de Sherlock Holmes. Ambos tenían un ingenio rápido y una vista aguda para resolver misterios. Pero mientras que Holmes utilizaba una fría lógica deductiva para descifrar casos complejos, el profesor Challenger exploraba el mundo oscuro del espiritismo y los fenómenos paranormales, teletransporte incluido. En la novela de 1927
La máquina desintegradora
, el profesor conocía a un caballero que había inventado una máquina que podía desintegrar a una persona y luego recomponerla en otro lugar. Pero el profesor Challenger queda horrorizado cuando el inventor presume de que si su invento cayera en las manos equivocadas, podría desintegrar ciudades enteras con millones de personas con solo apretar un botón. El profesor Challenger utiliza entonces la máquina para desintegrar a su inventor, y abandona el laboratorio, sin recomponerlo.

Más recientemente, Hollywood ha descubierto el teletransporte. La película
La mosca
, de 1958, examinaba gráficamente lo que podría suceder cuando el teletransporte sale mal. Mientras un científico trata de teletransportarse a través de una habitación, sus átomos se mezclan con los de una mosca que accidentalmente ha entrado en la cámara de teletransporte, y el científico se convierte en un monstruo mutado de forma grotesca, mitad humano y mitad mosca. (En 1986 se hizo una nueva versión protagonizada por Jeff Goldblum).

El teletransporte se hizo familiar por primera vez en la cultura popular con la serie
Star Trek
, Gene Roddenberry, el creador de
Star Trek
, introdujo el teletransporte en la serie porque el presupuesto de los estudios Paramount no daba para los costosos efectos especiales necesarios para simular el despegue y el aterrizaje de naves a propulsión en planetas lejanos. Sencillamente era más barato emitir la tripulación del
Enterprise
a su destino.

Con los años, los científicos han planteado varias objeciones sobre la posibilidad del teletransporte. Para teletransportar a alguien habría que conocer la posición exacta de cada átomo de un cuerpo vivo, lo que probablemente violaría el principio de incertidumbre de Heisenberg (que afirma que no se puede conocer al mismo tiempo la posición y la velocidad exactas de un electrón). Los productores de la serie
Star Trek
, cediendo a los críticos, introdujeron «compensadores de Heisenberg» en la cámara transportadora, como si se pudiesen compensar las leyes de la mecánica cuántica añadiendo un artilugio al transportador. El caso es que la necesidad de crear estos compensadores de Heisenberg quizá fuera prematura. Tal vez esos primeros críticos y científicos estuvieran equivocados.

El teletransporte y la teoría cuántica

Según la teoría newtoniana, el teletransporte es claramente imposible. Las leyes de Newton se basan en la idea de que la materia está hecha de minúsculas y duras bolas de billar. Los objetos no se mueven hasta que se les empuja; los objetos no desaparecen de repente y reaparecen en otro lugar.

Pero en la teoría cuántica, eso es precisamente lo que las partículas pueden hacer. Las leyes de Newton, que imperaron durante doscientos cincuenta años, fueron abolidas en 1925, cuando Werner Heisenberg, Erwin Schródinger y sus colegas desarrollaron la teoría cuántica. Al analizar las extrañas propiedades de los átomos, los físicos descubrieron que los electrones actuaban como ondas y hacían saltos cuánticos en sus movimientos aparentemente caóticos dentro de los átomos.

El hombre más íntimamente relacionado con estas ondas cuánticas es el físico vienés Erwin Schródinger, que estableció la famosa ecuación de ondas que lleva su nombre, una de las más importantes de toda la física y la química. En las facultades universitarias se dedican cursos completos a resolver su famosa ecuación, y paredes enteras de bibliotecas de física están llenas de libros que examinan sus profundas consecuencias. En teoría, la totalidad de la química puede reducirse a soluciones de esta ecuación.

En 1905 Einstein había mostrado que las ondas luminosas pueden tener propiedades de tipo partícula; es decir, pueden describirse como paquetes de energía llamados fotones. Pero en los años veinte se estaba haciendo evidente para Schródinger que lo contrario también era cierto: que partículas como electrones podían exhibir un comportamiento ondulatorio. Esta idea fue señalada por primera vez por el físico francés Louis de Broglie, que ganó el premio Nobel por esa conjetura. (Demostramos esto a nuestros estudiantes de grado en la universidad. Disparamos electrones dentro de un tubo de rayos catódicos como los que se suelen encontrar en los televisores. Los electrones pasan por un minúsculo agujero, de modo que normalmente uno esperaría ver un punto minúsculo donde los electrones incidieran en la pantalla del televisor. En lugar de ello se encuentran anillos concéntricos de tipo onda, que es lo que se esperaría si una onda, y no una partícula puntual, hubiera atravesado el agujero).

Un día Schródinger dio una conferencia sobre este curioso fenómeno. Fue retado por un colega físico, Peter Debye, que le preguntó: si los electrones se describen mediante ondas, ¿cuál es su ecuación de ondas?

Desde que Newton creó el cálculo infinitesimal, los físicos habían sido capaces de describir las ondas en términos de ecuaciones diferenciales, de modo que Schródinger tomó la pregunta de Debye como un reto para escribir la ecuación diferencial para las ondas electrónicas. Ese mes Schródinger se fue de vacaciones, y cuando volvió tenía dicha ecuación. Así, de la misma manera que antes que él Maxwell había tomado los campos de fuerza de Faraday y extraído las ecuaciones de Maxwell para la luz, Schródinger tomó las ondas de materia de De Broglie y extrajo la ecuación de Schródinger para los electrones.

(Los historiadores de la ciencia han dedicado muchos esfuerzos a tratar de averiguar qué estaba haciendo exactamente Schródinger cuando descubrió su famosa ecuación que había de cambiar para siempre el paisaje de la física y la química modernas. Al parecer, Schródinger creía en el amor libre y a menudo estaba acompañado en sus vacaciones por sus amantes y su mujer. Incluso mantenía un diario detallado donde apuntaba sus numerosas amantes, con códigos elaborados concernientes a cada encuentro. Los historiadores creen ahora que estaba en la villa Herwig, en los Alpes, con una de sus novias el fin de semana en que descubrió su ecuación).

Cuando Schródinger empezó a resolver su ecuación para el átomo de hidrógeno encontró, para su gran sorpresa, los niveles de energía exactos del hidrógeno que habían sido cuidadosamente catalogados por físicos anteriores. Entonces se dio cuenta de que la vieja imagen del átomo de Niels Bohr que mostraba a los electrones zumbando alrededor del núcleo (que incluso se usa hoy en libros y en anuncios cuando se trata de simbolizar la ciencia moderna) era en realidad equivocada. Estas órbitas tendrían que ser reemplazadas por ondas que rodean el núcleo.

El trabajo de Schródinger también envió ondas de choque a través de la comunidad de físicos. De repente los físicos eran capaces de mirar dentro del propio átomo, examinar en detalle las ondas que constituían sus capas electrónicas y extraer predicciones precisas para esos niveles de energía que encajaban perfectamente con los datos.

Pero quedaba una cuestión persistente que no ha dejado hasta hoy de obsesionar a los físicos. Si el electrón está descrito por una onda, entonces, ¿qué está ondulando? Esta pregunta fue respondida por el físico Max Born, que dijo que esas ondas son en realidad ondas de probabilidad. Estas ondas dan solamente la probabilidad de encontrar un electrón concreto en cualquier lugar y cualquier instante. En otras palabras,
el electrón es una partícula, pero la probabilidad de encontrar dicha partícula viene dada por la onda de Schródinger
. Cuanto mayor es la onda en un punto, mayor es la probabilidad de encontrar la partícula en dicho punto.

Con estos desarrollos, azar y probabilidad se introducían repentinamente en el corazón de la física, que hasta entonces nos había dado predicciones precisas y trayectorias detalladas de partículas, desde planetas a cometas o a balas de cañón.

Esta incertidumbre fue finalmente codificada por Heisenberg cuando propuso el principio de incertidumbre, es decir, el concepto de que no se puede conocer a la vez la velocidad y la posición exactas de un electrón;
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ni se puede conocer su energía exacta, medida en un intervalo de tiempo dado. En el nivel cuántico se violan todas las leyes básicas del sentido común: los electrones pueden desaparecer y reaparecer en otro lugar, y los electrones pueden estar en muchos lugares al mismo tiempo.

(Resulta irónico que Einstein, el abuelo de la teoría cuántica que ayudó a iniciar la revolución en 1905, y Schródinger, que nos dio la ecuación de ondas, estuvieran horrorizados por la introducción del azar en la física fundamental. Einstein escribió: «La mecánica cuántica merece mucho respeto. Pero una voz interior me dice que esto no es toda la verdad. La teoría ofrece mucho, pero apenas nos acerca más al secreto del viejo. Por mi parte, al menos, estoy convencido de que Él no juega a los dados»
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).

La teoría de Heisenberg era revolucionaria y controvertida, pero funcionaba. De un golpe, los físicos podían explicar un gran número de fenómenos intrigantes, incluidas las leyes de la química. A veces, para impresionar a mis estudiantes de doctorado con lo extraña que es la teoría cuántica, les pido que calculen la probabilidad de que sus átomos se disuelvan repentinamente y reaparezcan al otro lado de una pared de ladrillo. Semejante suceso de teletransporte es imposible según la física newtoniana, pero está permitido según la mecánica cuántica. La respuesta, no obstante, es que habría que esperar un tiempo mucho mayor que la vida del universo para que esto ocurriera. (Si utilizáramos un ordenador para representar gráficamente la onda de Schródinger de nuestro propio cuerpo, encontraríamos que refleja muy bien todos los rasgos del cuerpo, excepto que la gráfica sería un poco borrosa, con algunas de las ondas rezumando en todas direcciones. Algunas de las ondas se extenderían incluso hasta las estrellas lejanas. Por ello hay una probabilidad muy minúscula de que un día nos despertemos en un planeta lejano).

El hecho de que los electrones puedan estar aparentemente en muchos lugares al mismo tiempo forma la base misma de la química. Sabemos que los electrones circulan alrededor del núcleo de un átomo, como un sistema solar en miniatura. Pero átomos y sistemas solares son muy diferentes. Si dos sistemas solares colisionan en el espacio exterior, los sistemas solares se romperán y los planetas saldrán disparados al espacio profundo. Pero cuando los átomos colisionan, suelen formar moléculas que son perfectamente estables y comparten electrones. En las clases de química de bachillerato el profesor suele representar esto con un «electrón difuminado», que se parece a un balón de rugby que conecta los dos átomos.

Pero lo que los profesores de química raramente dicen a sus alumnos es que el electrón no está «difuminado» entre dos átomos. Este «balón de rugby» representa la probabilidad de que el electrón esté en muchos lugares al mismo tiempo dentro del balón. En otras palabras, toda la química, que explica las moléculas del interior de nuestros cuerpos, se basa en la idea de que los electrones pueden estar en muchos lugares al mismo tiempo, y es este compartir electrones entre dos átomos lo que mantiene unidas las moléculas de nuestro cuerpo.
Sin la teoría cuántica, nuestras moléculas y átomos se disolverían instantáneamente
.

Esta peculiar pero profunda propiedad de la teoría cuántica (que hay una probabilidad finita de que puedan suceder los sucesos más extraños) fue explotada por Douglas Adams en su divertida novela
Guía del autoestopista galáctico
. Adams necesitaba una forma conveniente de viajar a gran velocidad a través de la galaxia, de modo que inventó el propulsor de improbabilidad infinito, «un nuevo y maravilloso método de atravesar enormes distancias interestelares en una nadería de segundo, sin toda esa tediosa complicación del hiperespacio». Su máquina permite cambiar a voluntad las probabilidades de cualquier suceso cuántico, de modo que incluso sucesos muy improbables se hacen un lugar común. Así, si uno quisiera saltar al sistema estelar más cercano, simplemente tendría que cambiar la probabilidad de rematerializarse en dicha estrella, y
voilá!
, se teletransportaría allí al instante.

En realidad, los «saltos» cuánticos tan comunes dentro del átomo no pueden generalizarse fácilmente a objetos grandes tales como personas, que contienen billones de billones de átomos. Incluso si los electrones de nuestro cuerpo están danzando y saltando en su viaje fantástico alrededor del núcleo, hay tantos de ellos que sus movimientos se promedian. A grandes rasgos, esta es la razón de que en nuestro nivel las sustancias parezcan sólidas y permanentes.

Por consiguiente, aunque el teletransporte está permitido en el nivel atómico, habría que esperar un tiempo mayor que la edad del universo para presenciar realmente estos extraños efectos en una escala macroscópica. Pero ¿podemos utilizar las leyes de la teoría cuántica para crear una máquina para teletransportar algo a demanda, como en las historias de ciencia ficción? Sorprendentemente, la respuesta es un sí matizado.

El experimento EPR

La clave para el teletransporte cuántico reside en un famoso artículo de 1935 escrito por Albert Einstein y sus colegas Boris Podolsky y Nathan Rosen, quienes, irónicamente, propusieron el experimento EPR (llamado así por las iniciales de los apellidos de los tres autores) para acabar, de una vez por todas, con la introducción de la probabilidad en la física. (Hablando de los innegables éxitos experimentales de la teoría cuántica, Einstein escribió: «Cuanto más éxito tiene la teoría cuántica, más absurda parece»).
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