Fragmentos de honor (2 page)

Read Fragmentos de honor Online

Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, ciencia-ficción

BOOK: Fragmentos de honor
3.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

Es evidente que hay algo mágico en la sorprendente capacidad de esta autora para hacer que sus lectores se diviertan y pidan más, más y más. Soy sorprendido testigo de cómo los lectores de NOVA se han dirigido, directamente a mí o a la editorial, requiriendo que apareciesen más títulos de una serie que es, con mucho, la más larga de las aparecidas en NOVA. Con gran satisfacción les hago caso. (No soy masoquista y me gusta divertirme y debo decir que me divierto, y mucho, con las aventuras de Miles y sus amigos.)

Pasen y lean, la diversión y el entretenimiento inteligente están garantizados (y no se olviden de seguir leyendo tras haber llegado al «Fin» que, por una vez, y sin que sirva de precedente, no es tal…)

MIQUEL BARCELÓ

A Pat Wrede,

por ser una voz

en el desierto.

1

Un mar de bruma gravitaba sobre el bosque nublado, suave, gris, luminiscente. En las alturas la bruma parecía más brillante mientras el sol de la mañana empezaba a calentar y despejar la humedad, aunque en el barranco una fresca penumbra silenciosa todavía podía confundirse con el crepúsculo que precede al amanecer.

La comandante Cordelia Naismith miró al botánico de su equipo y ajustó las cintas de su recolector biológico para sentirse algo más cómoda antes de continuar su escalada. Se apartó de los ojos un largo mechón de pelo rojizo empapado de niebla y lo dirigió impaciente hacia su nuca. Su próxima zona de investigación sería decididamente a menor altitud. La gravedad de este planeta era ligeramente inferior a su mundo natal, la Colonia Beta, pero no compensaba la tensión fisiológica impuesta por el fino aire de las montañas.

Una vegetación más densa marcaba la frontera superior del bosque. Siguiendo el húmedo sendero del riachuelo del barranco, se agacharon para pasar por el túnel viviente y luego salieron al aire libre.

La brisa de la mañana despejaba los últimos restos de niebla hacia las doradas altiplanicies. Se extendían interminablemente, promontorio tras promontorio, hasta culminar por fin en los grandes macizos grises de un pico central coronado de chispeante hielo. El sol de este mundo brillaba en el profundo cielo turquesa dando una abrumadora riqueza a las hierbas doradas, las diminutas flores, a los manojos de plantas plateadas como encajes que lo salpicaban todo. Los dos exploradores contemplaron asombrados la montaña envuelta en el silencio.

El botánico, el alférez Dubauer, sonrió a Cordelia por encima del hombro y cayó de rodillas junto a uno de los arbustos plateados. Ella se acercó hasta el promontorio más cercano para contemplar el panorama que había más allá. El bosque se hacía más denso en las suaves pendientes. Quinientos metros por debajo, bancos de nubes se extendían como un mar blanco hasta el horizonte. A lo lejos, al oeste, la hermana menor de esta montaña asomaba entre las cumbres.

Cordelia anheló encontrarse en las llanuras de abajo, para ver la novedad del agua cayendo del cielo, cuando algo la sacó de su ensimismamiento.

—¿Qué demonios puede estar quemando Rosemont para que apeste de esta manera? —murmuró.

Una columna negra y aceitosa se alzaba tras el siguiente macizo montañoso, para extenderse, dispersarse y disiparse con las brisas superiores. Desde luego, parecía proceder del campamento base. Cordelia la estudió con atención.

Un gemido lejano, que creció hasta convertirse en un aullido, taladró el silencio. Su lanzadera planetaria apareció tras el risco y cruzó el cielo sobre ellos, dejando una estela chispeante de gases ionizados.

—¡Vaya despegue! —exclamó Dubauer, la atención concentrada en el cielo.

Cordelia pulsó su comunicador de muñeca de onda corta.

—Naismith a Base Uno. Contesten, por favor.

Un siseo pequeño y hueco fue su única respuesta. Llamó de nuevo, dos veces, con el mismo resultado. El alférez Dubauer gravitaba ansioso sobre su hombro.

—Prueba con el tuyo —dijo ella. Pero tampoco él tuvo suerte—. Recoge tus cosas, vamos a regresar al campamento. Marcha forzada.

Corrieron jadeantes hacia el siguiente risco y se internaron de nuevo en el bosque. Los enormes árboles estaban a esa altura caídos, retorcidos. Al subir les habían parecido artísticamente salvajes; al bajar eran una amenazadora pista de obstáculos. La mente de Cordelia esbozó una docena de posibles desastres, cada uno más extraño que el anterior.
Así lo desconocido dibuja dragones en los márgenes de los mapas
, reflexionó, y contuvo su pánico.

Recorrieron el último tramo de bosque hasta conseguir ver con claridad el calvero seleccionado como base principal. Cordelia se quedó boquiabierta, sorprendida. La realidad sobrepasaba la imaginación.

Brotaba humo de cinco montículos negros que antes habían sido un ordenado círculo de tiendas. Una cicatriz humeante ardía en las hierbas donde estuvo posada la lanzadera, al otro lado del barranco, frente al campamento. Había equipo destrozado por todas partes. Las instalaciones sanitarias bacteriológicamente selladas habían sido destruidas; sí, incluso las letrinas habían sido incendiadas.

—Dios mío —jadeó el alférez Dubauer, y avanzó como un sonámbulo. Cordelia lo agarró por el cuello.

—Agáchate y cúbreme —ordenó, y caminó luego con cautela hacia las silenciosas ruinas.

La hierba alrededor del campamento estaba pisoteada y chamuscada. La aturdida mente de Cordelia se esforzó por explicar la carnicería. ¿Aborígenes que no habían detectado previamente? No, nada que no fuera un arco de plasma podría haber fundido el tejido de las tiendas. ¿Los alienígenas de cultura avanzada que tanto tiempo llevaban buscando, sin encontrarlos? Quizás algún inesperado estallido de enfermedad, no previsto por su larga investigación microbiológica robótica y las inmunizaciones de rigor… ¿podría haber sido un intento de esterilización? ¿Un ataque por parte de algún otro gobierno planetario? Sus atacantes difícilmente podrían haber salido del mismo agujero de gusano que ellos habían descubierto, aunque sólo habían cartografiado aproximadamente un diez por ciento del volumen del espacio en el radio de un mes-luz de este sistema. ¿Alienígenas?

Fue tristemente consciente de que su mente completaba el círculo, como uno de los animales cautivos de su equipo de zoólogos que corriera frenético dentro de una rueda de ejercicios. Rebuscó sombría entre la basura en busca de alguna pista.

La encontró entre la alta hierba, a mitad de camino del barranco. El largo cuerpo con el uniforme pardo del Servicio de Exploración Astronómica Betana estaba completamente extendido, los brazos y piernas torcidos, como si lo hubieran alcanzado mientras corría hacia el refugio del bosque. Cordelia contuvo la respiración al reconocer su identidad. Le dio la vuelta suavemente.

Era el atento teniente Rosemont. Tenía los ojos vidriosos y fijos y preocupados, como si todavía fueran un espejo de su espíritu. Se los cerró.

Buscó la causa de su muerte. No había sangre, ni quemaduras, ni huesos rotos. Sondeó el cuero cabelludo con sus largos dedos blancos. La piel bajo su pelo rubio estaba magullada, la firma delatora de un disruptor neural. Eso dejaba fuera a los alienígenas. Colocó la cabeza del teniente sobre su regazo un instante, acariciando los rasgos familiares, como una ciega. Ahora no era el momento de llorar.

Regresó al círculo ennegrecido a cuatro patas y empezó a investigar entre los destrozos del equipo comunicador. Los atacantes habían sido bastante concienzudos en esa tarea, como testificaban los trozos retorcidos de plástico y metal que fue encontrando. Gran parte del valioso equipo parecía haber desaparecido.

Hubo un rumor entre las hierbas. Cordelia agarró su pistola aturdidora y se detuvo. El tenso rostro del alférez Dubauer asomó entre la vegetación color pajizo.

—Soy yo, no dispare —dijo en un tono estrangulado que pretendía que fuera un susurro.

—He estado a punto de hacerlo. ¿Por qué no te quedaste donde te dije? —susurró ella a su vez—. No importa, ayúdame a buscar un comunicador que pueda contactar con la nave. Y permanece agachado, podrían volver.

—¿Quiénes? ¿Quién ha hecho esto?

—Hay donde elegir: novobrasileños, barrayareses, cetagandanos, podría ser cualquiera. Reg Rosemont está muerto. Disruptor neural.

Cordelia se arrastró hasta el montículo que ahora era la tienda de especímenes y escrutó lo que quedaba con mucho cuidado.

—Tiéndeme ese palo de allí —dijo.

Hurgó con atención el montón. Las tiendas habían dejado de humear, pero de ellas todavía se alzaban oleadas de calor que les golpeaban el rostro como el sol veraniego de su hogar. El tejido torturado se apartó como un papel calcinado. Enganchó el palo en un cofrecito medio derretido y lo arrastró hacia afuera. El cajón interior no estaba quemado, pero sí retorcido y, como descubrió cuando intentó abrirlo, atascado.

Unos cuantos minutos más de investigación le hicieron hallar unos pobres sustitutos de martillo y cincel, un trozo plano de metal y un grueso bulto que reconoció tristemente como un antiguo, delicado y carísimo registrador meteorológico. Con esas herramientas de cavernícola y un poco de fuerza bruta por parte de Dubauer, abrieron el cajón con un ruido que resonó como un tiro de pistola y los hizo saltar a ambos.

—¡Bingo! —dijo Dubauer.

—Llevémoslo al barranco —dijo Cordelia—. Tengo los pelos de punta. Desde lo alto podría vernos cualquiera.

Todavía agachados, buscaron rápidamente cobijo, dejando atrás el cadáver de Rosemont. Dubauer se lo quedó mirando mientras pasaban, inquieto, airado.

—Quien hizo esto lo va a pagar con creces.

Cordelia simplemente sacudió la cabeza.

Se arrodillaron entre los matorrales parecidos a helechos para intentar hacer funcionar el íntercomunicador. La máquina produjo algo de estática y tristes pitidos, se apagó, luego escupió algo parecido a una señal de audio a base de golpes y sacudidas. Cordelia encontró la frecuencia adecuada y empezó a llamar.

—Comandante Naismith a Nave Exploradora
René Magritte
. Contesten, por favor.

Después de una agonía de espera, llegó la débil respuesta, cargada de estática.

—Aquí el teniente Stuben. ¿Está usted bien, capitana?

Cordelia volvió a respirar.

—Muy bien por ahora. ¿Y vuestra situación? ¿Qué ha ocurrido?

La voz del doctor Ullery, segundo de la partida de investigación después de Rosemont, contestó.

—Una patrulla militar de Barrayar rodeó el campamento, exigiendo nuestra rendición. Dijeron que reclamaban el lugar por derecho de descubrimiento anterior. Entonces algún alocado de gatillo fácil en su bando disparó un arco de plasma, y se desató el infierno. Reg los mantuvo a raya con su aturdidor y los demás logramos llegar a la lanzadera. Hay una nave barrayaresa de clase general aquí arriba con la que llevamos un rato jugando al escondite, si entiende lo que quiero decir…

—Recuerda que estás transmitiendo en abierto —le recordó bruscamente Cordelia.

El doctor Ullery vaciló, luego continuó.

—Cierto. Todavía exigen nuestra rendición. ¿Sabe si han capturado a Reg?

—Dubauer está conmigo. ¿Todos los demás están ahí?

—Todos menos Reg.

—Reg está muerto.

Un chirrido de estática ahogó la maldición de Stuben.

—Stu, estás al mando —lo interrumpió Cordelia—. Escucha con atención. Esos militaristas impetuosos no son, repito, no son de fiar. No rindas la nave bajo ningún concepto. He visto los informes secretos de los cruceros clase general. Os superan en cañones, en blindaje y en dotación, pero tenéis el doble de velocidad. Así que salid de su radio de alcance y quedaos allí. Retiraos hasta la Colonia Beta si es preciso, pero no corráis ningún riesgo. ¿Entendido?

—¡No podemos dejarla, capitana!

—No podréis enviar una lanzadera de recogida a menos que os quitéis de encima a los barrayareses. Y si nos capturan, hay más posibilidades de volver a casa a través de los canales políticos que mediante una unidad de rescate; pero eso
sólo
será posible si conseguís llegar a casa para quejaros, ¿está absolutamente claro? ¡Responde!

—Comprendido —replicó el doctor, reacio—. Pero capitana… ¿Cuánto tiempo cree que podrá esquivar a esos locos hijos de puta? Al final la capturarán.

—Todo el que sea posible. En cuanto a vosotros… ¡en marcha!

Cordelia había imaginado ocasionalmente a su nave funcionando sin ella; nunca sin Rosemont.
Hay que impedir que Stuben intente jugar a los soldados,
pensó.
Los barrayareses no son aficionados.

—Hay cincuenta y seis vidas ahí arriba que dependen de ti. Puedes contarlas. Cincuenta y seis es más que dos. Recuérdalo siempre, ¿de acuerdo? Naismith, corto y cierro.

—Cordelia… Buena suerte. Stuben, cierro.

Cordelia se echó hacia atrás y contempló el pequeño comunicador.

—Vaya papeleta.

El alférez Dubauer resopló.

—Eso es quedarse corto.

—Eso es una valoración exacta. No sé si te has dado cuenta…

Un movimiento entre las sombras llamó su atención. Empezó a ponerse en pie, la mano en el aturdidor. El alto soldado de Barrayar con el uniforme de camuflaje verde y gris se movió aún más rápido. Dubauer lo superó, empujándola a ciegas tras él. Cordelia oyó el chasquido de un disruptor neural mientras se lanzaba hacia el barranco y el aturdidor y el comunicador escapaban de sus manos. Bosque, tierra, arroyo y cielo giraron salvajemente a su alrededor, su cabeza golpeó algo con un crujido enfermizo y la oscuridad la engulló.

El moho del bosque presionaba contra la mejilla de Cordelia. El húmedo olor a tierra le hacía cosquillas en la nariz. Inspiró profundamente, llenando la boca y los pulmones, y entonces el olor a podredumbre le retorció el estómago. Apartó la cara del barro. El dolor explotó en su cabeza en líneas radiales.

Gruñó. Oscuros fosfenos chispeantes nublaban su visión, luego se despejaron. Obligó a sus ojos a concentrarse en el objeto más cercano, casi a medio metro a la derecha de su cabeza.

Pesadas botas negras, hundidas en el lodo y rematadas por unos pantalones de camuflaje a manchas verdes y grises, piernas abiertas en un paciente descanso militar. Ella reprimió un gemido de alerta. Muy suavemente volvió a colocar la cabeza en el negro limo y rodó cautelosamente de lado para ver mejor al oficial de Barrayar.

¡Su aturdidor! Contempló el pequeño rectángulo gris del cañón, sujetado con fuerza por una mano ancha y pesada. Sus ojos buscaron ansiosos el disruptor neural. El cinturón del oficial estaba repleto de equipo, pero la canana del disruptor en su cadera derecha estaba vacía, igual que la funda del arco de plasma a su izquierda.

Other books

A Merry Christmas by Louisa May Alcott
The Art of Falling by Kathryn Craft
Give a Boy a Gun by Todd Strasser
Northanger Abbey and Angels and Dragons by Jane Austen, Vera Nazarian
In The Blink Of An Eye by Andrew Parker
Miles by Carriere, Adam Henry
The Choosing (The Arcadia Trilogy Book 1) by James, Bella, Hanna, Rachel