Stone se quitó las que llevaba, cogió el mando eléctrico y volvió a pulsar un botón. La luz inundó todos los rincones. Al punto se oyeron gritos de dolor: los hombres de Gray. Cuando se encendían luces brillantes, quienes llevaban gafas de visión nocturna no veían más que estrellitas durante al menos un minuto.
Stone y Milton echaron a correr para ponerse a cubierto. Apenas se recuperaron, los hombres de Gray abrieron fuego sin miramientos. Stone dejó a Milton y bajó de nuevo a la sala. Finn y su hijo seguían detrás de la gran viga, atrapados por el tiroteo. Stone cogió la carretilla eléctrica cargada con material de calefacción y aire acondicionado y se acercó a Finn y a su hijo. Las balas que disparaban los hombres de Gray rebotaban contra los aparatos de metal.
Con ese escudo alcanzaron una posición relativamente segura y Milton bajó para reunirse con ellos. Corrieron pasillo abajo y atravesaron varias puertas hasta lograr entregarle a Annabelle un aterrorizado David.
Ella vio a Milton.
—Dios mío, ¿qué estás haciendo tú aquí?
—Es una larga historia y ahora no tenemos tiempo —dijo Stone—. Tú y David saldréis por los conductos. Milton vendrá con nosotros.
Finn abrazó a su lloroso hijo, que se aferraba a su padre.
Al final Finn se separó de su hijo y le dijo que fuera con Annabelle.
—Tienes que ayudar a tu madre —le recordó—. Me reuniré con vosotros apenas pueda.
—Papá, van a hacerte mucho daño…
—Descuida. He salido bien parado de otras situaciones peores —repuso Finn esbozando una sonrisa.
Annabelle miró a Stone, le cogió la mano y se la apretó.
—No dejes que te maten, Oliver. Por favor.
Ayudaron a la chica y al niño a entrar en el conducto. Luego Finn condujo a Stone y a Milton hasta otro túnel que discurría en paralelo al anterior. Se había construido en previsión de que los obreros tuvieran que evacuar el lugar y por algún motivo la salida normal no fuera transitable.
Se detuvieron ante una puerta de seguridad. Stone hizo saltar la cerradura de un disparo y Finn abrió la puerta, que daba a un largo pasillo.
—Por aquí se llega al edificio Jefferson —indicó Finn.
Stone asintió.
—Caleb me contó cómo salir del Jefferson sin ser vistos. Harry, ve tú primero, Milton en medio y yo detrás.
Milton se asomó al pasillo largo y oscuro.
—¿Seguro que estaremos a salvo?
—Tan a salvo como…
Stone no supo de dónde salió el disparo; apenas lo oyó. Tampoco vio que Finn alzaba la pistola y disparaba, ni que el francotirador se desplomaba. Lo único que vio fue la expresión de Milton, que ensanchó los ojos ligeramente, como sorprendido. Luego cayó de rodillas sin apartar la mirada de Stone. Empezó a sangrar por la boca. Sólo pronunció una palabra: «¿Oliver?»
Acto seguido, Milton Farb cayó de bruces sobre el suelo, se retorció una vez y luego se quedó inmóvil mientras el gran orificio que tenía en el centro de la espalda rezumaba sangre.
Stone había visto muchas heridas como ésa, todas mortales.
Milton estaba muerto.
Finn contempló el cadáver.
—Dios mío.
Stone se arrodilló para levantar el cuerpo de su amigo y lo llevó a un rincón, donde lo depositó con suavidad. Le cerró los ojos inertes y le colocó las manos pequeñas y finas sobre el pecho. A continuación se levantó, empuñó su arma y pasó junto a Finn sin mediar palabra. No se dirigía a un lugar seguro, sino que volvía al Centro de Visitantes.
Harry Finn miró la puerta que llevaba al edificio Jefferson y a la libertad. Su hijo estaba a salvo. Podría reunirse con él en breve si se marchaba en ese momento. Aquélla ya no era su batalla. John Carr había matado a su padre. ¿Qué le debía a aquel hombre?
«Todo. Me salvó a mí, a mi madre y a mi hijo. Se lo debo todo.»
Cogió el arma y corrió tras Oliver Stone.
No fue Oliver Stone, el afable cuidador del cementerio de mediana edad, quien se encaminó a la batalla aquella noche. Fue una máquina de matar llamada John Carr, con treinta años menos, con toda la pericia y ferocidad de una vida profesional dedicada a eliminar personas de maneras inimaginables para la mayoría. Aquella noche puso en práctica todas sus habilidades, pero aun así parecía asistido de un poder superior. Balas que debían haber segado su vida fallaron numerosas veces por un par de centímetros, y el desastre que tenía que haber sobrevenido no llegó a producirse. Quizá por fin le había llegado la hora de hacer justicia, pero eso sólo lo pensó más tarde. Aquella noche se dedicó exclusivamente a matar. Y el Centro de Visitantes se convirtió en una carnicería. Finn sólo mató a un hombre: Stone había acabado con los seis restantes, dos con disparos que Finn jamás había visto en su vida. Seguía sin comprender cómo lo había hecho; parecía como si Stone hubiera ordenado a las balas que encontraran su blanco.
Para Stone, la explicación era otra. No cabía duda de que los hombres de Gray eran más jóvenes, fuertes, rápidos y estaban muy bien entrenados. En la actualidad siempre disponían de una fuerza arrolladora antes de atacar. Habían matado cientos de veces… en los entrenamientos.
Pero cuando se hacía de verdad resultaba muy distinto. Y con su pasos por Vietnam, Stone probablemente había matado a más personas que todos los hombres de Gray juntos. Y nunca había contado con una fuerza arrolladora. A menudo había estado él solo, y eso le hacía ser mejor que los demás.
Cuando el último hombre hubo caído, Finn y Stone se marcharon por la salida de emergencia, llegaron hasta el edificio Jefferson y salieron desde allí tal como Caleb les había indicado. Stone cargó con el cadáver de Milton. Mientras esperaba tras unos arbustos con el cuerpo de su amigo, Finn consiguió salir a hurtadillas y apropiarse de un uniforme de auxiliar sanitario de una furgoneta forense estacionada cerca del epicentro del simulacro de atentado. Acto seguido, vio una ambulancia aparcada cerca de la biblioteca con las llaves puestas. Al cabo de unos minutos y con ayuda de una camilla, Stone y Finn introdujeron en la ambulancia el cadáver de Milton, con la cara tapada con una sábana. Teniendo en cuenta el caos reinante, nadie distinguiría un cadáver verdadero de uno falso. Finalmente, Finn se puso al volante, Stone se quedó detrás y arrancaron con las luces encendidas.
Finn miró por el retrovisor. Stone iba sentado al lado de su amigo, cabizbajo. No había salido de la batalla ileso: una bala le había rozado el brazo derecho y le había dejado un corte que sangraba; otra le había dejado huella en el lado izquierdo de la cabeza. Stone ni siquiera les había prestado atención. Finn había tenido que vendarle las heridas con gasa y esparadrapo de la ambulancia mientras Stone se limitaba a observar a su amigo muerto.
Stone levantó la sábana, cogió la mano de Milton, todavía caliente, y se la apretó. Empezó a pronunciar palabras que Finn no discernía claramente, pero por instinto sabía qué estaba diciendo.
—Lo siento, Milton. Lo siento mucho.
Una lágrima surcó el rostro de Stone y cayó en la sábana.
Finn no quería interrumpir aquel momento tan privado, pero no le quedó más remedio.
—¿Adónde quieres llevar a Milton?
—A casa. Vamos a llevarle a casa, Harry.
Dejaron la ambulancia a unas tres manzanas de la casa y transportaron el cadáver por el bosque que bordeaba el vecindario. Stone lo colocó con cuidado en la cama y pidió:
—Déjame solo un momento.
Finn asintió y se retiró de la habitación.
Stone había sufrido más en la vida de lo que un ser humano debería. Lo había sobrellevado estoicamente, intentando mirar hacia delante en vez de vivir en el pasado. No obstante, al contemplar el cadáver de su amigo, todos los recuerdos de sus tragedias personales se abalanzaron sobre él desde la oscuridad.
Aunque lo había hecho en muy contadas ocasiones, en ese momento lloró desconsoladamente, con tal desolación que le fallaron las rodillas y acabó en el suelo, acurrucado como un niño afligido, sufriendo la angustia del millón de pesadillas que se habían acumulado en su interior a lo largo de los años, pesadillas a las que de repente daba rienda suelta con la potencia del agua que revienta una presa.
Al cabo de media hora ya no le quedaban más lágrimas que derramar. Se levantó y acarició el rostro de su amigo.
—Adiós, Milton.
Tras el intercambio, Gray y Simpson habían abandonado la zona del Capitolio rápidamente.
—¿Cuándo te confirmarán que Carr y el hijo de Lesya han muerto? —preguntó Simpson.
—En cualquier momento. ¿Sabes? Has tenido muchos cojones al confesarle a Carr que fuiste quien ordenó su ejecución.
—No quería que muriera sin saberlo. Me habría quedado insatisfecho.
—De todos modos, yo no lo habría hecho —reconoció Gray.
Simpson le pidió las viejas órdenes a Gray y las observó.
—El mundo es un lugar mejor gracias a lo que hicimos.
—Estoy de acuerdo. Dos líderes soviéticos muertos. Despejamos el camino hacia la paz.
—Sin embargo, nunca recibimos el reconocimiento merecido.
—Eso es porque no estaba autorizado. Nos tomamos la justicia por nuestra mano.
—Los patriotas tienen que cumplir con su cometido. ¿Y ahora qué?
—Las órdenes y este teléfono móvil serán destruidos. —Recuperó los papeles de la mano de Simpson.
—¿Qué hay en el teléfono móvil? No lo he oído.
—Alégrate de ello, Roger. De lo contrario te habría tenido que matar a ti también.
Simpson se lo quedó mirando con incredulidad.
—¿Estás de broma?
—Por supuesto que sí —mintió Gray.
Carter Gray recibió la noticia a las cuatro de la mañana: sus hombres habían sido aniquilados y Carr y Finn habían huido. Resultaba obvio que Carr, la máquina de matar, no había perdido facultades. Llamó inmediatamente a Simpson.
—¿Y bien? —preguntó éste.
—Todo sobre ruedas, Roger. Carr y Finn están muertos. No saldrá en las noticias. Lo encubriremos todo.
—Excelente. Ahora por fin podremos olvidar este asunto.
Gray colgó. «Así es.» Se reunió con el presidente ese mismo día después de encargarse de despejar el Centro de Visitantes.
El comandante en jefe no estaba especialmente contento por los acontecimientos.
—¿Qué demonios pasó allí anoche? Me han dicho que encontraron sangre y restos de un tiroteo.
—Señor, conseguimos localizar a John Carr y al hijo de Lesya en el Centro de Visitantes.
—Dios mío, ¡en pleno Capitolio!
—No tengo ni idea de cómo entraron, pero allí estaban. Recibimos un chivatazo y acudimos con un destacamento y se produjo un tiroteo muy intenso.
—¿Y qué demonios pasó?
—Las personas correspondientes fueron eliminadas —dijo Gray de forma vaga.
—¿Sufrimos alguna baja?
—Por desgracia, sí. Las familias están siendo informadas.
—¿Dónde están los cadáveres?
—Los hemos enviado en avión al extranjero para deshacernos de ellos discretamente. Tenemos que mantener esto en secreto, señor. Los medios harían su agosto con todo esto.
—Mira, Carter, soy el presidente. Quiero saber de qué va todo esto y quiero saberlo ahora mismo.
Gray se reclinó en el asiento. Por supuesto, había esperado esa reacción. Sacó las viejas órdenes del bolsillo. Había destruido el teléfono móvil, pero esas órdenes eran demasiado valiosas, especialmente porque su nombre no aparecía por ninguna parte.
El presidente leyó los documentos.
—¿Roger Simpson?
Gray asintió.
—Permítame que le cuente toda la historia, señor. Se lo inventó casi todo, pero lo contó con tal autoridad y seguridad que, cuando el presidente se reclinó en el asiento, quedó claro que lo aceptaba como la verdad.
—¿Y la implicación de Lesya y Rayfield Solomon? —preguntó el primer mandatario—. Solomon ha sido tildado de traidor. ¿Lo fue? Si no, tenemos que reparar ese agravio de alguna manera.
Gray vaciló.
—No puedo decir con toda certeza que fuera un traidor, señor.
—Pero dices que fue eliminado. Has dicho que era un traidor.
—En aquel entonces parecía claro que lo era. Ahora quizá no tanto. He de investigar más al respecto.
—Pues hazlo, Carter, hazlo. Y si resulta que ese hombre era inocente, repararemos el agravio, ¿entendido?
—No me conformaría con menos. Ray Solomon era amigo mío.
—Dios mío. Dos líderes soviéticos asesinados por nuestro país. No me lo puedo creer.
—A muchos nos resulta difícil de creer, señor.
—¿Me estás diciendo que no lo sabías? —repuso el presidente bruscamente.
Gray eligió sus palabras con cuidado.
—En aquella época las cosas funcionaban de forma distinta. De vez en cuando teníamos pruebas de conspiraciones soviéticas para matar a presidentes de Estados Unidos, pero tomábamos medidas para contrarrestarlas. La verdad no podía salir a la luz porque habría podido provocar una guerra nuclear. Hay que tener en cuenta que nunca se trató de conspiraciones oficiales instigadas por los líderes soviéticos, pero en la guerra fría no se jugaba limpio.
—Entonces, ¿quién demonios ordenó los asesinatos de Andropov y Chernenko?
—Las órdenes no pasaron por mí.
—¿Me estás diciendo que Roger Simpson, quien, si no recuerdo mal, no era más que un agente judicial, lo hizo por su cuenta y riesgo?
—No, nada de eso. Nunca habría hecho una cosa así solo. Debió de recibir la autorización a través de otros canales.
—¿Canales que prescindieron de ti? ¿Por qué? Tú eras su superior, ¿no?
—No para todos los asuntos, señor. Y mi opinión sobre el asesinato de líderes extranjeros estaba clara. Existía una orden ejecutiva que lo consideraba ilegal y para mí ese límite era infranqueable.
—Pues quizá deba hablar de esto directamente con Simpson.
—No sé si es lo más acertado, señor. Va a presentarse como candidato a la Casa Blanca. Es un compañero de su mismo partido. Si empieza a investigar, entonces habrá filtraciones a la prensa y al final acabará sabiéndose todo. Como ya sabe, hoy día resulta muy difícil mantener secretos.
—Dichosos periodistas; sí, ya lo sé.
—¿Y qué diría el senador Simpson? Su firma aparece en estas órdenes. Diría que alguien de arriba ordenó los asesinatos. Incluso podría decir que yo estaba al corriente. Es difícil culparle de querer quitarse el muerto de encima. Pero el asunto es cosa del pasado. Dos hombres fueron asesinados. ¿De forma ilegal? Es probable. ¿El fin justificó los medios? Creo que la humanidad consideraría que sí. Yo optaría por dejar las cosas como están, señor presidente. Dejémoslas estar.