Annabelle se acostó, y Alex se quedó en la cocina para tomar otro café. De vez en cuando miraba hacia el dormitorio mientras cavilaba sobre la situación. Pero ¿sobre qué tenía que cavilar en realidad? El caso estaba acabado, los malos derrotados. Así terminaba la película, aparecían los títulos de crédito y quizás algunas tomas falsas. Pero en el mundo real las cosas no eran tan sencillas. Habría que rellenar tantos papeles como para acabar con los árboles de un pequeño bosque. Y luego una investigación interna para comprobar que ningún comportamiento de Alex había provocado que un puñado de hombres saltara por los aires y cayera al Potomac. Las explicaciones se corroborarían, y Alex creía que bastante pronto: al cabo de unos meses, todo habría acabado.
Sin embargo, no quería que acabara. No realmente. Porque esa situación hipotética implicaba que Annabelle seguiría con su vida. Exhaló un suspiro. Probablemente lo haría de todos modos. Y quizá fuera algo bueno, al menos oficialmente. Al fin y al cabo, era una estafadora y él un poli, y si eso no era como intentar mezclar aceite con agua, a saber qué era.
Miró hacia el dormitorio una vez más. «No, no es tan sencillo, ¿verdad?» ¿Qué haría cuando ella despertara? ¿Pedirle por favor que se quedara? Podía inventarse alguna mentira. «Tienes que quedarte hasta que termine la investigación oficial.» Aquello le sonó artificioso incluso a él. Annabelle se daría cuenta enseguida.
Al cabo de un instante dejó de pensar en eso. Tenían visita y, por lo que parecía, de la no deseada.
Alex se agachó, se acercó a la ventana y miró. Al pie del camino de grava, casi fuera de su campo de visión, había un vehículo, una furgoneta negra indefinida. Alex odiaba las furgonetas negras indefinidas. A menudo transportaban a hombres indefinidos con armas muy definidas. Ese temor quedó confirmado cuando cogió unos prismáticos de visión nocturna de una estantería y la observó más de cerca. En el techo de la furgoneta había un pequeño módulo de recepción vía satélite. Y si todavía le quedaba alguna duda, el movimiento en los arbustos cercanos a la casa acabó de despejarla. Personas entre los arbustos, furgonetas con satélites, quizás el destello de las miras de las armas a la luz de la luna… nada de todo aquello le hacía sentir demasiado bien. Y él que había pensado que haber estado a punto de morir ya era suficiente por una noche…
Sin embargo, aquello era distinto del encuentro con Jerry Bagger. Eso olía a equipo de asalto oficial. ¿Y por qué querría el Gobierno fastidiar a uno de los suyos? Alex respondió a la pregunta casi al instante: Carter Gray no encontraba a Oliver Stone y había decidido lanzar sus tentáculos lo más lejos posible. Alex no pensaba esperar para comprobar si aquello era cierto o no. Ya había tenido un enfrentamiento casi mortal con Carter Gray en Murder Mountain y no tenía ganas de repetirlo.
Recogió un llavero del gancho situado encima del teléfono de la cocina y corrió al dormitorio. Le tapó la boca a Annabelle con la mano por si gritaba al ser despertada.
—Hay alguien fuera —susurró—. Vístete. Rápido. Tenemos que largarnos.
Annabelle apenas había tenido tiempo de ponerse algo de ropa y coger el bolso cuando dos hombres entraron por la puerta principal, y otro par, por la trasera. Llevaban protección Keplar y MP-5; la pistola de Alex poco podría hacer contra ellos. Así pues, optó por salir por la puerta de la cocina que daba al garaje.
—¡Alto! —gritó un hombre desde el vestíbulo.
Sin embargo, Alex se apresuró a abrir la puerta del garaje lo suficiente para permitir el paso del Corvette. Recularon bruscamente y bajaron disparados por el camino de grava. Dejaron atrás la furgoneta negra justo cuando los hombres salían en estampida de su casa. Cuando el Corvette escupió grava en todas direcciones, las ráfagas de metralleta silbaron sobre sus cabezas. Annabelle se agachó en el asiento.
—¡Maldita sea! —exclamó Alex.
—¿Te han dado? —preguntó Annabelle angustiada mientras se erguía.
—No, pero creo que una bala ha alcanzado el coche.
Se incorporó derrapando a la carretera principal y pisó a fondo el acelerador. Miró por el retrovisor y exhaló un suspiro de alivio. No les seguían.
—Alex, ¿qué está pasando?
—Ojalá lo supiera.
—¿Adónde vamos?
—Ojalá supiera eso también. Espera un momento.
Llamó en el modo de marcación rápida a uno de sus colegas de la oficina de campo de Washington, adonde estaba destinado.
—Bobby, soy Alex. Está pasando algo muy raro, tío.
—¿De qué se trata?
Alex se lo explicó.
—No sé quiénes son esos tipos, pero van armados hasta los dientes. A ver si averiguas algo y me llamas.
Colgó y miró a Annabelle.
—Bobby es bueno, seguro que se entera de algo que nos ayude.
—¿Por qué no vas a tu sede o como se llame? Allí deberíamos estar a salvo.
—Es lo que haría de no ser por un pequeño problema.
—¿Cuál?
—He visto otras veces los monos que llevaba esa gente.
—¿Dónde?
—En unas prácticas conjuntas que realizamos en Camp Peary.
—¿Y? —preguntó ella mirándolo con inquietud.
—Es uno de los principales centros de formación de la CIA, conocido como «la Granja».
—¡La CIA!
—Sus unidades paramilitares visten de esa guisa.
—¿La CIA tiene unidades paramilitares?
—Pues sí.
—O sea que me estás diciendo que quizá nos esté persiguiendo el Gobierno.
—Eso es.
—¿Nos libramos de un propietario de casino psicópata, mi padre acaba de saltar por los aires, y ahora la CIA nos pisa los talones?
—Lo has resumido muy bien.
—Tengo que reconocer que te lo tomas con mucha calma.
—El Servicio Secreto enseña a sus agentes a mantener la calma, pero admito que cada vez me cuesta más.
—Me alegra saber que eres humano. ¿Y ahora qué?
—Por mucho que lo deteste, tenemos que deshacernos del Corvette y encontrar un lugar donde escondernos. Esperaremos a ver qué nos cuenta Bobby. Ojalá sean buenas noticias, pero lo dudo.
Se deshicieron del Corvette de Alex, tomaron un taxi hasta Old Town Alexandria y luego fueron caminando a un motel cercano. Annabelle se registró y pagó en efectivo utilizando un documento de identidad falso mientras Alex se ocultaba fuera. Fueron a la habitación y echaron el cerrojo.
Al cabo de una hora Bobby le devolvió la llamada. El hecho de que susurrara ya lo decía todo.
—La versión oficial es que abriste fuego contra los agentes federales que intentaban llevar a cabo una detención en tu casa. Y que albergas a una fugitiva de nombre desconocido. Ninguno de nosotros se lo cree, Alex, pero el director se está volviendo loco. Se rumorea que él y el director de la CIA han tenido una bronca por teléfono.
—¡Esos agentes federales intentaban matarme o secuestrarme, Bobby! Y lo único que albergo es un intenso deseo de dar a alguien una patada en el culo para obtener respuestas.
—Oye, yo estoy de tu lado. No has salido de la oficina esta mañana y de repente te has convertido en un criminal. Pero es mejor que vengas por aquí y des tu versión de los hechos. —Hizo una pausa—. Alex, ¿hay alguien contigo?
Alex lanzó una mirada a Annabelle, que lo observaba inquieta.
—Gracias, Bobby. Seguimos en contacto.
Colgó y lanzó el teléfono a la cama, indignado.
—Bueno, está claro que nos han teletransportado a un universo alternativo en el que todas las personas de buena voluntad están bien jodidas.
Annabelle se sentó en la cama a su lado.
—Gracias.
—Mira, lo único que me falta ahora es sarcasmo.
—No hablo con sarcasmo. Te estoy dando las gracias por haberme salvado la vida. ¡Ya van dos veces hoy!
—Lo siento, Annabelle. He previsto demasiado tarde el giro que ha dado la situación.
—Pero ¿por qué somos un objetivo de la CIA?
—El único motivo que se me ocurre es mi relación con Oliven.
—Pero ¿por qué ir por Oliver ahora?
—Hace tiempo, cuando el presidente fue secuestrado y Estados Unidos estuvo al borde de un ataque nuclear…
—¡Oliver estuvo implicado en eso!
—Los dos lo estuvimos, y no por decisión propia. Pero cuando ocurrió, Carter Gray también se implicó, y no para bien. Gray acabó dimitiendo por culpa de Oliver.
—¿O sea que Oliver tenía pillado a Gray y prácticamente le obligó a dimitir?
—Eso mismo.
—Pero Gray está muerto.
—No han encontrado su cadáver.
—O sea que quizá Gray esté tramando algo desde más allá de la tumba —aventuró ella.
—Eso es lo que parece. Y estamos atrapados en medio de todo eso.
—Tenemos que encontrar a Oliver.
—No será tarea fácil —dijo Alex—. Si la CIA está implicada, seguro que han obligado a otras agencias a cooperar o mantenerse al margen.
—Pero hemos ayudado al FBI.
—No importa. La seguridad nacional se encuentra por encima de todo lo demás. Lo cual significa que nuestros movimientos estarán realmente limitados. Y a diferencia de lo que pasa en la tele y las películas, es casi imposible huir de la policía. Hay millones de ojos observando y alguien verá algo, y entonces se acabó. Y está claro que conocen mi aspecto.
Annabelle sostuvo el bolso en alto.
—Puedo hacer algo al respecto. Entra en el probador. Annabelle hizo que Alex se sentara en la tapa del váter mientras extraía un pequeño estuche del bolso y preparaba varios elementos. Necesitó una hora, pero al cabo Alex Ford ya no se parecía a Alex Ford.
Se miró en el espejo.
—Estas cosas se te dan bien.
—Tengo maña. Por la mañana podemos buscar una tienda de pelucas y comprar otras prendas y accesorios para mejorar el camuflaje. Dame un poco de tiempo y dudo que la señora Ford sea capaz de reconocer a su marido.
—Eso no será difícil puesto que no hay ninguna señora Ford.
Annabelle recogió el material.
—De repente me he dado cuenta de que estoy muerta de hambre.
—He visto un McDonald's en esta misma calle.
—Pues a ponerse las botas —dijo Annabelle.
Mientras se dirigían al McDonald's, Alex recibió una llamada de Stone.
—Bagger ha pasado a la historia, pero Gray casi nos pilla —le contó—. Paddy está muerto. Annabelle se lo ha tomado a pecho.
—Lo siento mucho, pero me temo que necesito tu ayuda de nuevo —repuso Stone.
Alex escuchó unos momentos y luego le propuso que él y Annabelle se reunieran con él al cabo de dos días, por la noche, para que la situación se calmara un poco.
Colgó y llegó rápidamente al McDonald's, donde pidió hamburguesas dobles y patatas para los dos. Mientras regresaba cargado de comida grasienta se preguntó si aquél sería uno de sus últimos banquetes.
Aunque no fuera habitual en él, Carter Gray gritó, incapaz de contener la rabia, cuando le dijeron que Alex Ford había huido.
Con una mirada de indignación hizo marchar a los hombres que tenía delante. Les habían perdido el rastro a Carr, a Lesya y a su hijo, ¡y ahora esto! Tanta incompetencia habría resultado inadmisible en los viejos tiempos, se dijo, cuando contaba con hombres como John Carr…
Después de respirar hondo tres veces, puso otra vez manos a la obra. Era un contratiempo, pero nada más. Hacía media hora había recibido más información importante. Con los años se había dado cuenta de que tendía a aparecer por rachas.
Habían identificado el rostro del hombre en una base de datos. El hombre que acompañaba a Carr y a Lesya se llamaba Harry Finn, ex SEAL de la Marina, y se dedicaba a labores de consultoría para el Departamento de Seguridad Interior como miembro de un equipo externo. O se había dedicado. Gray no creía que Finn continuara trabajando, ya que no cabía duda de que era el hijo de Lesya Solomon. Y eso significaba que era un asesino y debía morir incluso antes de ir a juicio.
Gray ya había enviado a un equipo a casa de Finn. Vivía en un lugar agradable en las afueras; tenía una mujer encantadora y tres hijos preciosos. Hacía de entrenador de fútbol en sus ratos libres y, a decir de todos, era un ciudadano modélico. Gray intuía que sus hombres encontrarían vacía la casa. La llamada que recibió al cabo de diez minutos lo confirmó.
Sin embargo, su equipo no se marchó con las manos vacías. En una caja fuerte del garaje encontraron ciertos detalles interesantes y la dirección de un trastero alquilado, donde hallaron documentación muy valiosa: los historiales de Bingham, Cole y Cincetti. Y de Carter Gray y Roger Simpson. Y por último el de John Carr. Aunque no encontraran ni la menor información sobre Rayfield y Lesya, quedó claro que Harry Finn era su hombre. Pero ¿dónde estaba? ¿Y su mujer y sus hijos? Escondidos, por supuesto. Y Carter Gray debía hacerlos salir a la luz.
Tenía la impresión de que la suerte le sonreiría. No era nada sensato pero, por algún motivo, Gray tenía la impresión de que Stone, Lesya y Harry Finn estaban muy cerca. Y si así era, cometerían un error en algún momento. No tenía por qué ser un error de ellos; cabía otro factor en la ecuación: la familia normal y corriente de Finn.
Cogió el teléfono.
—Sigue el rastro de todas las tarjetas de crédito y débito y todos los teléfonos a nombre de la familia Finn. Ya sabes dónde trabaja, así que vigila a sus compañeros y su oficina. También el colegio de los niños y el grupo de lectura de la madre. Si aparecen, detenlos. Remueve cielo y tierra, pero encuéntralos.
Habían pasado otro día sentados en el sótano y ya estaba oscureciendo. Stone, Finn y Lesya se habían dedicado a urdir un plan de acción. El día siguiente por la noche los hombres de Stone se reunirían y lo pondrían en práctica.
Finn, que había estado paseándose cada vez más nervioso, tomó la palabra.
—Tengo que ver a mi familia. Ahora mismo.
Lesya empezó a protestar.
—¿Dónde están? —preguntó Stone. Finn se lo dijo, y Stone se dirigió a Lesya—: Te quedas aquí. Yo lo acompañaré.
—¿Vais a dejarme aquí sola? —saltó la mujer.
—Sólo un rato. Estarás a salvo.
Los dos hombres salieron del sótano.
—¿Tu mujer está muy afectada? —preguntó Stone una vez en el exterior.
—¿Afectada? ¿Y cómo demonios quieres que esté?
—Podemos ir en metro y luego andar un poco.
—Estuviste en las Fuerzas Armadas Especiales en Vietnam —dijo Finn—. Lo averigüé.