—¡Joder! —exclamó el recepcionista—. ¿Puede hacer eso?
—Y sin perder la sonrisa.
Alex se volvió hacia Annabelle y asintió.
—Adelante, agente Hunter.
Annabelle sacó unos papeles del bolsillo.
—Tenemos una orden de búsqueda y captura contra Bagger y sus socios. —Miró al joven con expresión severa—. No nos gusta poner en peligro a personas inocentes, William, pero Bagger es un asesino, trafica con drogas, armas y todo lo malo que puedas imaginar. Pero si cooperas podremos sacar a ese cabrón del hotel sin armar mucho alboroto. Creo que a tu jefe le parecerá bien.
William se la quedó mirando unos instantes antes de empezar a teclear en el ordenador.
—No me consta ningún Bagger —dijo con voz temblorosa.
—Me sorprendería que utilizara su verdadero nombre. —Annabelle se lo describió con lujo de detalles—. Siempre va acompañado de gorilas.
—Yo diría que un tío así resulta inconfundible, ¿no? —observó Alex.
William asintió.
—Se aloja aquí con el nombre de Frank Walters. Ocupa la mejor suite del hotel. Disfruta de unas vistas preciosas de la Casa Blanca.
—No lo dudo. Bueno, gracias por tu ayuda, William. Pero no le digas nada a nadie, ¿entendido?
—Descuide. Y que haya suerte, oficial —repuso con un hilo de voz.
Alex asintió, le dio una palmada en el brazo y se marchó con Annabelle.
En el exterior, Alex hizo venir a un equipo para que vigilara el hotel y siguiera a Bagger allá donde éste fuera.
Mientras se marchaban en el coche de Alex, Annabelle comentó:
—Pues sí, tienes una mente ágil. Has estado muy bien.
—Viniendo de ti es todo un halago. ¿Ahora qué?
—Ahora apretamos el gatillo.
Finn, Lesya y Stone se quedaron mirando mutuamente durante un buen rato. Luego ella soltó un improperio y se levantó despacio del asiento. Cogió una pequeña caja de madera de la mesita de noche y pareció dispuesta a lanzársela a Stone a la cabeza.
—John Carr, maldito seas —le espetó—. ¿Y te atreves a venir aquí? ¡Asesino!
Stone se dirigió a Finn.
—Un hombre os estaba escuchando a hurtadillas. A juzgar por su expresión, ha comprendido lo que oía. Se ha ido corriendo. He visto en qué habitación estaba y he ido a mirar «por equivocación». Hay otro hombre vigilando a un paciente.
Finn ni se había inmutado.
—¿Quiénes son esos hombres?
—En la CIA solíamos llamarles «guardas de cripta». Los agentes con una lesión cerebral grave que podrían revelar secretos están bajo vigilancia constante hasta que mueren o se recuperan. Creo que se trata de eso.
—¿La CIA está aquí? —susurró Lesya con expresión incrédula.
—Así que el que nos ha oído había acabado su turno y se marchaba. Así pues, nos ha oído por casualidad, pero ¿ha entendido lo que decíamos? —preguntó Finn lentamente.
—El idioma que hablabais supone una buena tapadera. Casi nadie es capaz de entenderlo.
—¿Y tú sí? —preguntó Finn.
Stone asintió.
—Los conocimientos lingüísticos son parte del trabajo. Y por eso tenemos que marcharnos. Ya mismo.
Finn miró a su madre, que seguía observando a Stone con cara de odio.
—¿Y por qué deberíamos confiar en ti? Quizá nos estés conduciendo a una trampa.
—Es verdad —convino Lesya—. Una trampa. Igual que le hicieron a tu padre.
—Si ésa hubiera sido mi intención, habría esperado a que te marcharas —dijo Stone a Finn— y te habría disparado camino del aeropuerto. Por el camino hay una arboleda que resulta muy apropiada. Con respecto a tu madre, este sitio no está bien vigilado. Una puerta sin llave, una almohada, un poco de forcejeo y se acabó. —Se encogió de hombros—. Y si trabajara para la CIA no habría venido a advertiros. Habría dejado que os pillaran.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó Finn.
—Te he seguido desde Washington. Esta mañana te he visto rondar las oficinas del senador Simpson. Tu aspecto me ha parecido sospechoso.
—No pensaba que resultara tan obvio.
—No lo era. Pero es que me han enseñado a mirar.
—¿Y por qué estabas en las oficinas de Simpson?
—Porque alguien me dijo que el asunto de Rayfield Solomon había vuelto a convertirse en una prioridad para la CIA.
—¿Y a qué se debe? —preguntó Finn con recelo.
Stone lo estudió con la mirada y se llevó una impresión clara. «Me recuerda a mí, hace muchos años.»
—Si matas para vengarte, quieres que la víctima sepa por qué. Por tanto, o le mandas algo con antelación o se lo das justo antes de apretar el gatillo. Creo que eso es lo que pasó con Cincetti, Bingham y Cole. Y también se hizo con Carter Gray. Y él se dio cuenta de que estaba relacionado con Rayfield Solomon. Lo que pasa es que Gray no murió.
—¿Cómo? —exclamó Lesya antes de lanzar una mirada acusadora a su hijo.
Finn ni siquiera parpadeó.
—¿Carter Gray está vivo? —inquirió.
Stone asintió.
—Y no hay duda de que el hombre que os escuchó a hurtadillas va…
—… a decírselo a Gray —se adelantó Finn. Cogió la maleta de su madre de debajo de la cama e introdujo rápidamente sus escasas pertenencias.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó la anciana.
Finn la cogió por el brazo.
—Nos vamos.
—¿Adónde?
—Lejos de aquí —dijo Stone.
Finn lo miró.
—¿En avión?
Stone negó con la cabeza.
—Seguro que el aeropuerto ya está vigilado. Pero no están al corriente de mi presencia, al menos de momento. Alquilaré un coche en el aeropuerto. Os recogeré en la arboleda que he mencionado dentro de veinte minutos.
—¡No te fíes de él, Harry! Es un asesino. Mató a tu padre. —Lesya habló en ruso puro.
Stone le respondió en el mismo idioma:
—Todo lo que dices es cierto. Yo iba al frente del equipo que mató a tu marido. Ahora sé que era inocente. Perdí a mi mujer y a mi hija en circunstancias violentas por haber cumplido con mi deber hacia mi país. He pasado los últimos treinta años intentando enmendar mis errores. Dudo que me queden suficientes años para saldar mi deuda. Sé que no tienes motivos para confiar en mí, pero os juro que sacrificaré mi vida para salvaros a los dos.
—¿Por qué? ¿Por qué ibas a hacer una cosa así? —repuso Lesya, ya más sosegada y en inglés.
—Porque me limité a cumplir órdenes sin cuestionarlas. Porque le quité la vida a otro ser humano y no tenía derecho a hacerlo. Y porque ya habéis sufrido lo suficiente.
Al cabo de cinco minutos, salieron de la residencia por una puerta trasera. Aunque llevaba un bastón, Lesya consiguió ir a buen paso. No estaba tan incapacitada como había hecho creer a los demás.
Stone los dejó escondidos en la arboleda, corrió al aeropuerto y alquiló un coche con la tarjeta de crédito que Annabelle le había dado. Ya advertía una sutil actividad a su alrededor que no presagiaba nada bueno para la huida. Se marchó en el coche, recogió a la pareja y, mientras Finn consultaba el mapa y guiaba, tomaron varias carreteras secundarias que conducían a la interestatal.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Finn.
—A Washington —repuso Stone.
Jerry casi había abierto un surco en la alfombra de la habitación del hotel de tanto ir y venir.
Cuando sonó el teléfono, se contuvo un momento antes de descolgar, respiró hondo y se tranquilizó. El era Jerry Bagger, y los Conroy eran una mierda. No obstante, tendría que conformarse con la hija porque ahora Paddy era intocable. Había dado su palabra. De sólo recordarlo le daban ganas de arrancarse el corazón. Se lo haría pagar a Annabelle haciéndola sufrir el doble.
—Hola, Jerry —dijo Paddy—. ¿Preparado para bailar con la princesa?
—¿La tienes? Demuéstramelo.
—Enseguida lo verás con tus propios ojos.
—Haz que se ponga al teléfono.
—Bueno, ahora mismo está un poco maniatada. Y amordazada.
—Pues quítale la mordaza —instó Bagger—. Quiero oír su voz.
Al cabo de un minuto, Annabelle habló con voz derrotada.
—Supongo que tú ganas, Jerry. Primero Tony y ahora yo.
Bagger sonrió y se sentó.
—Annabelle, ni se te ocurra compararte con ese desgraciado. Pero quería que supieras que tengo muchas ganas de verte.
—¡Vete a tomar por culo, imbécil!
—Batalladora hasta el final. Es una lástima, la verdad. Podríamos haber formado un gran equipo.
—No, no podríamos, Jerry. Mataste a mi madre.
—¡Y tú me robaste cuarenta millones, zorra! Me quitaste el respeto. Me quitaste todo aquello por lo que he luchado toda mi vida.
—Y no es suficiente para mí. Lo único que quiero es tener tu gorda y fea cabeza ensartada en una pica.
Jerry hizo un esfuerzo por tranquilizarse.
—Vale, pasaré por alto ese comentario. Las personas que están a punto de morir suelen decir tonterías. Por cierto, iba a hacerte más daño del que imaginas. Pero lo haré rápido, no lentamente. Después de que me digas dónde está mi dinero. ¿Sabes por qué hago esto? Por respeto a tu talento. Tu talento desperdiciado. Si hubieras aprendido un concepto tan sencillo como el respeto habrías vivido más.
—Dime una cosa. ¿Cuánto le has pagado a mi viejo para tenderme una trampa?
—Eso es lo mejor. No me ha costado ni un pavo. Me has salido gratis.
—Adiós, Jerry.
—No, nada de adiós, nena. Esto no es más que un saludo.
Paddy volvió a ponerse al teléfono.
—Bueno, Jerry, ya habéis intercambiado cumplidos. Ahora hay que concretar.
—¿Dónde y cuándo? Y no me digas delante de la Casa Blanca o el monumento a Washington o alguna gilipollez estilo Hollywood, porque entonces se acabó el trato. Para que acepte dejarte en paz quiero privacidad.
—Están construyendo un nuevo campo de béisbol en la ciudad cerca del río Anacostia —dijo Paddy.
—Eso he oído. ¿Qué tiene eso que ver con lo nuestro?
—Por ahí están derribando edificios y hay muchos sitios abandonados. Esta noche a las once en punto te llamaré para darte la dirección de un viejo parking. Habrá una furgoneta blanca aparcada en el segundo nivel. Annabelle estará dentro, enrollada en una alfombra. Las llaves estarán puestas.
Bagger colgó y miró a sus hombres.
—Podría ser una trampa, jefe —dijo Mike Manson.
—Vaya, Mike, ¿eso crees? No es que piense que Paddy Conroy trabaje para alguien que no sea Paddy Conroy, pero no soy imbécil. Seguramente tiene muy mal rollo con su hija por la madre asesinada. Y quizá por eso me la entrega, para librarse de ella, y también para que yo lo deje en paz. Mata dos pájaros de un tiro. Pero con ese cabronazo nunca se sabe.
—¿Cómo lo hacemos entonces?
—Esperaremos a tener esa dirección. Vosotros la recogéis a medianoche y la lleváis a un lugar donde os esperaré. Un lugar mucho más privado que un parking abandonado.
—¿Quiere que nos marchemos con ella? ¿Y si nos siguen?
Bagger sonrió y cogió el periódico.
—Aquí dice que hoy se celebra un congreso del Banco Mundial, además de un montón de discursos y cenas de gala. Muchos peces gordos vendrán a Washington desde todas partes del mundo.
—¿Y? —preguntó Mike.
—Pues que es el momento idóneo si se tiene una estrategia adecuada.
Carter Gray había salido una vez más del bunker. Se preguntaba si su querida Agencia se había vuelto tan ineficaz e incompetente que él en persona tendría que apretar el puñetero gatillo para acabar con Lesya y su hijo. Tras una infructuosa búsqueda por todo el país, los había tenido al alcance de la mano en una residencia geriátrica del norte de Nueva York, pero había sido en vano. Cuando llegaron, la habitación estaba vacía, la madre y el hijo desaparecidos. Una tercera persona había sido vista con ellos. Algo le hacía pensar que John Carr, tras despistar a sus hombres y hablar con Himmerling, volvía a interponerse en su camino. Y ahora Gray tenía que cambiar su plan original para cazar a los tres.
La descripción de la anciana no le dejó la menor duda de que se trataba de Lesya Solomon. El paso del tiempo le había dejado huella; ya no era la bella y tentadora espía soviética. Pero era Lesya, Gray estaba convencido de ello.
De todos modos, ¿por qué John Carr querría estar con las personas que precisamente pretendían matarle? ¿Habría mentido acerca de su identidad? ¿Las habría secuestrado? ¿Se habían aliado? «Si es así, quizá me facilite la labor», pensó.
Gray miró por la ventanilla del helicóptero mientras sobrevolaba las praderas de Virginia camino de Langley. Con la autorización del presidente en el bolsillo, asumiría el mando de la búsqueda. Nadie le haría preguntas. De todos modos, la misión exigía delicadeza y sigilo, y cuando el objetivo fuera avistado y puesto en el punto de mira, la aplicación de una fuerza aplastante. El enseñaría a los militares el significado real de conmoción e intimidación.
Observó la topografía del terreno. Carr, Lesya y su hijo estaban allá abajo en algún lugar. Sólo tres piezas para cazar, y una de ellas era una mujer de más de setenta años. Gray contaba con efectivos, recursos y dinero ilimitados. Sería cuestión de tiempo. El hijo de David P. Jedidiah era perseguido por la todopoderosa inteligencia estadounidense. Además, había otra forma de acelerar el proceso.
En cuanto el helicóptero aterrizó en la central de la CIA, Gray empezó a poner en práctica su plan de ataque.
Entraron en Maryland a última hora de la tarde con Finn al volante. Lesya iba sentada detrás con aspecto cansado y asustado. Stone la oía murmurar en ruso «Nos matarán a todos» una y otra vez.
Observó a Finn, que tenía expresión ausente, aunque miraba continuamente por el retrovisor.
—¿Tienes familia? —preguntó Stone.
Finn vaciló antes de responder.
—Centrémonos en lo que tenemos entre manos.
Lesya se inclinó hacia el asiento delantero.
—¿Y de qué se trata? ¿Qué tenemos entre manos? Dímelo.
—Seguir vivos —respondió Stone—. Y mientras Carter Gray nos persiga, no resultará fácil.
—Exhumaron tu tumba —dijo Finn mientras recorrían la ronda de circunvalación de la capital.
—Obra de Gray, para hacerme salir a la luz.
—¿Sabía que estabas vivo?
—Sí. Habíamos alcanzado un acuerdo. El me dejaba en paz y yo lo dejaba en paz.
Lesya señaló a Stone con un dedo acusador.