—Hola, Max. ¿Qué le has contado?
—No sé a qué te refieres.
—Max, tienes una mente brillante, pero mientes muy mal. No te culpo. Seguro que te ha amenazado, y los dos sabemos que es un hombre muy peligroso. Así pues, ¿qué le has contado?
Himmerling desembuchó una vez más.
—Gracias, Max, has hecho lo que debías. —La línea enmudeció.
Himmerling dejó caer el teléfono cuando se abrió la puerta trasera.
—Por favor —suplicó—. Por favor…
La pistola con silenciador disparó, y la bala le impactó en la frente. Introdujeron el cadáver en una bolsa negra. Al cabo de un momento, la furgoneta se lo había llevado. Oficialmente, Himmerling sería destinado al extranjero de inmediato. Cuando cayera el siguiente helicóptero estadounidense en algún lugar del mundo, se informaría de que Max Himmerling viajaba en él y que su cadáver estaba carbonizado e irreconocible. Así terminarían los casi cuarenta años de servicio de ese hombre a su país. Por lo menos no tendría que seguir preocupándose de la pensión.
En el bunker, Carter Gray se dio un puñetazo en la palma de la otra mano. La pérdida de Himmerling era muy dura pero inevitable. Gray sabía que tendría que haberlo previsto, sin embargo no había sido así.
Volvió a mirar la pantalla del ordenador. Había recibido las partidas de nacimiento de los hospitales de las ciudades canadienses más importantes correspondientes al año en cuestión. Incluso en formato electrónico eran muy voluminosas. Tenía que separar la paja del grano. Por suerte, había conocido bien a Rayfield. Habían sido buenos amigos y rivales amistosos. De hecho, podía decirse que Solomon era el único hombre de su generación con una capacidad comparable a la de Carter Gray. Y éste tenía que reconocer que, sobre el terreno, Solomon le superaba con mucho. Así pues, descubrir su rastro no resultaría fácil, pero tenía la ventaja de haberlo conocido íntimamente.
Había centrado sus esfuerzos en el nombre del padre que figuraba en las partidas. Lesya, por supuesto, no habría utilizado su nombre. El nombre del hijo tampoco ayudaría, puesto que Gray estaba convencido de que se lo habría cambiado. O sea que todo se reducía al padre. Rayfield Solomon se sentía muy orgulloso de su origen judío. Si bien las exigencias de su trabajo no le permitían practicar su religión de forma tradicional —las misiones de espionaje no podían interrumpirse para el ejercicio de la fe—, Solomon había sido un profundo conocedor de su religión. El y Gray habían mantenido numerosas conversaciones sobre teología. La esposa de Gray había sido una devota católica. Gray no había sido especialmente religioso hasta que su mujer e hija murieran el 11-S. Solomon le decía a menudo: «Busca algo en lo que creer, Carter, aparte del trabajo. Porque, cuando dejes esta vida, dejarás el trabajo atrás. Si eso es todo lo que tienes, entonces es que no tienes nada. Y la eternidad es mucho tiempo como para no tener nada.»
Palabras sabias, aunque Gray no necesariamente las había creído en aquel momento.
Los dedos recorrían frenéticamente el teclado intentando distintas combinaciones de búsqueda. La lista de nombres se iba reduciendo cada vez más. Continuó ojeando los nombres hasta que llegó a un padre orgulloso.
«David P. Jedidiah, II.»
Sonrió. «Metiste la pata, Ray. Dejaste que lo personal se impusiera a lo profesional.» Con el paso de los años tras la muerte de su familia, Gray también se había convertido en un ávido lector de la Biblia, por lo que el nombre de «este» padre tenía una relevancia especial para él.
Salomón era el segundo hijo de David, su primer hijo legítimo con Bathsheba. Jedidiah era el nombre que Nathan, el futuro maestro del rey Salomón, le puso. Y en hebreo Salomón significa «paz», de ahí la inicial del medio, P. Rayfield Solomon había utilizado el nombre de David P. Jedidiah II en las partidas de nacimiento. Carter Gray miró el nombre de la madre y luego el del hijo. Descolgó el teléfono y transmitió la información.
—Buscad al hijo —ordenó. Colgó y dijo en voz alta—: ¿Dónde estás, hijo de Salomón?
Era una mañana bastante fresca. Harry Finn estaba solo, con las manos en los bolsillos, contemplando la fosa vacía en el cementerio de Arlington, donde se suponía que John Carr reposaba para el resto de la eternidad. Aquello había sido una mentira. ¿Y por qué le sorprendía a Finn? El Gobierno siempre mentía sobre los temas más importantes.
Aunque anteriormente creyera que el hombre estaba muerto, Finn había investigado el historial de John Carr. Como SEAL de la Marina había realizado labores de inteligencia conjuntas con la CIA. Poniendo en práctica las mismas aptitudes con que actualmente se ganaba la vida, Finn había desenterrado poco a poco buena parte de la historia de los últimos días de su padre, así como de quienes habían participado en su asesinato.
Las historias de Judd Bingham, Bob Cole y Lou Cincetti eran bastante parecidas. Habían trabajado para la CIA, disfrutando incluso de sus obligaciones, hasta jubilarse para llevar una vida cómoda y ociosa. Jubilaciones a las que Finn había puesto fin sin contemplaciones.
Carr era el único distinto. Oficialmente, había muerto formando parte de una unidad militar durante una de esas escaramuzas que se producen de vez en cuando en distintos lugares del mundo y a las que Estados Unidos está obligado moralmente, por no decir técnicamente, a responder. Antes de formar parte de la división Triple Seis de la CIA, John Carr había sido uno de los veteranos de Vietnam más condecorados, había recibido cuatro Corazones Púrpura, ninguno de ellos por hacerse un rasguño. Incluso se había hablado de concederle la Medalla de Honor del Congreso, la más alta condecoración militar. Quienes la recibían conseguían un aura de inmortalidad a ojos del estamento militar, si bien muchos habían recibido tal distinción a título póstumo. Aquello había hecho que algunos la llamaran «la medalla que nunca llegas a ver».
Sin duda Carr había sido el equivalente militar de un medallista de oro olímpico. Finn había leído el informe oficial con una mezcla de emoción y horror. Carr había salvado sin ayuda de nadie a su pelotón de una emboscada por parte de una fuerza norvietnamita muy superior y respaldada por artillería. El sargento John Carr había salvado a cuatro hombres heridos llevándolos sobre la espalda, regresando cada vez a la zona peligrosa para ello. Había sido alcanzado un par de veces por fuego enemigo y aun así había conseguido matar a doce vietcongs, a tres de ellos en combate cuerpo a cuerpo, al tiempo que disparaba a muchos más y los hacía caer de los árboles con una habilidad de tirador, según el informe, poco menos que sobrenatural.
Al final, manejando una ametralladora pesada, Carr había repelido ataques repetidos, sobrevivido a múltiples impactos de mortero a su alrededor y, en medio de ese infierno, conseguido guiar a la aviación que finalmente había hecho retirarse al enemigo, por lo que sus hombres quedaron a salvo. Se había marchado del campo de batalla por su propio pie a pesar de tener el uniforme empapado de sangre.
Finn no podía evitar sentir cierto respeto por él. Siempre se había considerado un soldado del más alto nivel, pero estaba pensando que quizá John Carr le había superado en el capítulo de habilidades militares.
No obstante su heroísmo, Carr no había recibido la medalla. Finn no sabía que los motivos habían sido más políticos que militares. No sabía que la creciente actitud crítica de John Carr hacia la guerra le había granjeado el desprecio de sus superiores. Su oficial al mando ni siquiera le había recomendado para la medalla hasta que otras personas intervinieron. Sin embargo, en algún momento del proceso, los jerifaltes de la cadena de mando habían impedido que un soldado que se lo merecía recibiera el mayor honor militar.
Después, Carr había desaparecido de las filas del ejército durante unos años, para finalmente morir en una pequeña escaramuza y ser enterrado en Arlington. Finn sabía lo que Carr había estado haciendo entretanto: matar, en cumplimiento de órdenes del Gobierno. Y desde luego también había estado en la mirilla de la muerte.
Había necesitado dos años de búsqueda en bases de datos protegidas para descubrir que la mujer de Carr había muerto una noche, cuando supuestamente entraron a robar en la casa. La pareja tenía una hija, que había desaparecido. Finn no era ningún ingenuo: el «robo» llevaba la indiscutible marca de la CIA. Carr debía de haber provocado el enfado de sus superiores. Al comienzo, Finn se había alegrado al saber que John Carr estaba muerto. No tenía ningún interés en matar a héroes de guerra que nunca habían recibido su justa recompensa, ni a un hombre con el coraje de desafiar a la agencia de espionaje más poderosa del mundo.
Pero ahora quizá Carr no estuviera muerto. Y si no lo estaba, Finn tenía que intervenir. Hacer lo que su madre esperaba que hiciera, le gustara o no. Independientemente de la clase de hombre que John Carr fuera, había matado al padre de Finn. Por nada.
Se marchó del cementerio. Tenía trabajo que hacer.
Por el momento John Carr tendría que esperar.
Se trataba de una incursión poco tradicional, por lo que Finn escogió a un par de tíos de su oficina que normalmente trabajaban analizando los datos que él y su equipo de especialistas recogían de forma rutinaria. Sin embargo, el cliente de este caso quería gente de bajo nivel a las órdenes de alguien muy competente, es decir, Finn. Eso se debía a que el centro que fabricaba vacunas para varios gérmenes biológicos creados artificialmente no se consideraba un objetivo de alta prioridad para los terroristas. De todos modos, querían comprobar en qué situación estaban. Demostrarlo era tarea de Finn y compañía.
No tuvieron ningún problema para salvar la valla sin vigilancia en la parte posterior de la fábrica, aunque a uno de los chicos de la oficina, un tío regordete llamado Sam, le costó trepar. Al final lo consiguió con ayuda de Finn.
Entraron en la fábrica a través de una puerta de servicio que no estaba cerrada con llave. Que una puerta no estuviera cerrada con llave en un edificio que albergaba vacunas valiosas parecía increíble, pero ocurría todos los días en todo el mundo. Es más, ¿por qué se llevaría alguien un portátil a casa con los datos personales de millones de veteranos del ejército y luego resultaba que se lo robaban? Son las cosas que hacían que a los malos no se les acabara el negocio y los buenos tuvieran que tomar antidepresivos.
En el interior se dispersaron, de acuerdo con el plan previsto. Finn se había enfundado una bata blanca de laboratorio que llevaba en una mochila de lona. La acreditación le colgaba del cuello. También iba provisto de una agenda electrónica para introducir notas. De esa guisa fue avanzando hasta la zona de la entrada principal. Vio a un guardia de seguridad y le preguntó por un científico que trabajaba allí. Finn había conseguido el nombre en Internet y sabía que el hombre estaba de vacaciones. Había obtenido esa información cuando una noche revisó la basura del científico y encontró una copia del itinerario de viaje para él y su familia que el «genio» había tirado con absoluta despreocupación. Cuando el guardia le informó de que el científico no estaba, dijo:
—Es verdad, Bill me dijo que iría a Florida con la familia.
Acto seguido, mencionó otro nombre extraído del directorio del edificio. De esa manera buscaba ganar credibilidad ante el guardia y tranquilizarlo. Ambas cosas solían conseguirse fingiendo mantener una relación personal con alguien de la casa.
—Iré a verle un rato —dijo al guardia—. Ya conozco el camino. Tengo que repasar los resultados de unas pruebas para la partida A/B que hicieron la semana pasada sobre las dos nuevas vacunas antimicrobianas de prueba. ¿Estás al corriente?
El guardia, un joven recién salido de la adolescencia, llevaba orgulloso el arma reglamentaria colgada del cinturón.
—No, no estoy al corriente —respondió, y siguió tomando su café y mirando la pantalla de un ordenador en que Finn distinguió ofertas de un servicio de citas por Internet.
Finn esperó pacientemente ante el ascensor a que llegara alguien. Cuando eso ocurrió, fingió sacar de la ranura una tarjeta de plástico.
—La dichosa RFID se ha estropeado otra vez —dijo al hombre, refiriéndose a la tarjeta inteligente encriptada necesaria para acceder al ascensor—. Es la tercera vez en lo que va de mes, y cada vez me dicen que ya está arreglada.
—Ya —dijo el otro mientras pasaba su tarjeta por la ranura y las puertas se abrían—. ¿A qué planta vas?
—A la quinta —respondió Finn mientras se guardaba el carné de la biblioteca de su hijo en el bolsillo.
Bajó en la quinta planta y encontró la puerta que buscaba justo al lado del ascensor. También se necesitaba una tarjeta inteligente para entrar. Fue a un aseo cercano y se mojó la pernera del pantalón con un poco de agua. Cuando oyó el ding del ascensor, salió al pasillo y fingió secarse las manos frotándoselas mientras las puertas del ascensor se abrían. La mujer salió y encajó su tarjeta en la puerta de seguridad mientras Finn esperaba detrás de ella, carné de biblioteca en mano.
La mujer lo miró y sonrió.
—Parece que me he adelantado.
Finn se guardó el carné.
—Menuda mañanita he tenido. Me he volcado café en los pantalones mientras venía en el coche. —Señaló la mancha.
La mujer volvió a sonreírle.
—Seguro que así ha acabado de despertarse.
—Oh, sí —dijo Finn mientras la seguía al interior.
—¿Viene a ver a alguien en concreto? —preguntó ella.
Finn negó con la cabeza y mostró la acreditación falsa que llevaba el sello del Departamento de Seguridad Interior.
—Sólo una visita rutinaria. Los federales quieren ver cómo se gasta el dinero de los impuestos.
—Ya lo sé. Que tenga un buen día —repuso la mujer, y se alejó.
Finn recorrió el laboratorio y fue haciendo fotos de forma subrepticia con su cámara de ojal y saludando a la gente mientras caminaba y tomaba notas en la agenda electrónica. Le asombró lo fácil que le resultaba. Si una persona tenía pinta de estar en su elemento, los demás nunca lo ponían en entredicho. Incluso consiguió que varias personas le dieran detalles útiles sobre la potencia de ciertas vacunas. Desanduvo el camino hasta la entrada, gracias a la ayuda de otro buen samaritano iluso. Sin embargo, cuando llegó al vestíbulo principal, se detuvo en seco.
Sam, el chico gordito de la oficina, estaba contra la pared, y el guardia de seguridad le estaba cacheando de forma poco profesional. Cualquier persona con un poco de idea le habría quitado la pistola sin problema.