—Ya te dije mi nombre verdadero. John Carr.
—Bueno, algo es algo. Continúa.
El se levantó.
—No, no pienso continuar. Y ahora no puedo ayudarte con lo de Jerry Bagger. De hecho, cuanto antes te alejes de mí, mejor. Recoge a tu padre y emplea el dinero en huir lo más rápido y lejos posible. Lo siento, Annabelle, de verdad. Si estás cerca de mí morirás. No puedo cargar con ese peso en mi conciencia.
Y, sin más, la agarró del brazo, la condujo hasta la puerta y la puso de patitas en la calle.
La madre de Harry Finn se levantó temprano. El dolor que le corroía los huesos siempre la hacía levantarse antes del amanecer.
Fue al baño, volvió a la cama arrastrando los pies y leyó los periódicos con la misma disciplina que había tenido toda su vida. Los noticiarios de radio y televisión eran el siguiente paso en su ritual de investigación interminable. Fue entonces cuando vio su cara en la pantalla. Sujetó con fuerza el mando a distancia, pero el rostro sonriente y petulante del hombre desapareció.
Empezó a jadear, miró el móvil que su hijo le había dado. Nunca lo había llamado, estaba reservado para las emergencias, le había dicho él. Lo tenía sujeto a una cinta colgada del cuello. Necesitaba saberlo. Aquel rostro en la tele. ¿Era verdad? ¿Podía ser verdad?
Oyó que alguien se acercaba y rápidamente se metió otra vez en la cama. La puerta se abrió y la auxiliar entró silbando.
—¿Cómo estamos, doña Sargento? —preguntó la chica. Se había ganado ese apodo por su talante autoritario.
La anciana había adoptado una expresión vacía. Farfulló unas palabras en el curioso idioma que empleaba. A los demás les sonaba a digresiones absurdas, que era precisamente lo que ella pretendía. La auxiliar ya estaba familiarizada con aquella jerigonza.
—Vale, usted siga parloteando mientras le recojo la ropa sucia y le limpio el baño. Lo que usted diga, doña Sargento. —La muchacha miró los periódicos y sonrió. Doña Sargento no estaba tan ida como pretendía aparentar.
La mujer realizó sus tareas y se marchó. La madre de Finn no se incorporó hasta entonces. Volvió a mirar el teléfono. Era curioso que las decisiones que se tomaban rápido de joven en la vejez exigieran un gran debate interno. ¿Llamar o no llamar?
Antes de decidirlo conscientemente, sus dedos marcaron el número.
Obtuvo respuesta incluso antes de que acabara el primer tono. Era obvio que su hijo había reconocido la llamada.
Finn respondió en voz baja.
—¿Qué ha pasado? ¿Estás herida? —preguntó muy serio.
—No; estoy bien.
—Entonces, ¿por qué llamas?
—He visto en las noticias que se ha ido al extranjero. El hombre se va de vacaciones. ¿Este hombre puede irse de vacaciones? ¿Es verdad? ¡Dímelo!
—Me encargaré del asunto. Ahora cuelga.
—Pero tiene que…
—No lo digas. Cuelga ya.
—Nadie entenderá lo que estamos diciendo.
—¡Cuelga!
Eso hizo. Harry se había enfadado. No tenía que haberlo llamado, pero no pudo evitarlo. Se pasaba el día y la noche allí sentada, en aquel sitio, en aquel infierno, pudriéndose y pensando sólo en eso. Y encima había visto al hombre en la tele.
Fue hasta la ventana y miró fuera. Hacía muy buen día y le daba igual. Ya no pertenecía a este mundo. Pertenecía al pasado y eso también había desaparecido prácticamente. Su familia, sus amigos, su esposo, todos muertos. Sólo quedaba Harry, y ahora se había enfadado con ella. Pero ya se le pasaría. Siempre se le pasaba. Era un buen hijo; el hijo que todas las madres querrían. Abrió el cajón y extrajo la única foto que conservaba de su marido.
Se tumbó en la cama con la foto encima del corazón y soñó con la muerte de Roger Simpson.
Harry Finn volvió a guardar el teléfono en el bolsillo lentamente y regresó a la cocina, donde Mandy y los niños lo miraron con preocupación. Cuando el móvil había sonado y había visto el número en la pantalla, incluso había olvidado que tenía familia. Había salido disparado de la cocina, convencido de que su madre llamaba para decirle que la habían encontrado, que iban a matarla.
A Susie le colgaban unos copos de avena de la boca. A Patrick se le había caído el tenedor al suelo y
George
aprovechaba para lamer los restos de huevo. David había dejado de introducir libros de texto en la mochila y observaba ceñudo a su padre. Mandy estaba junto a la cocina, espátula en mano, mientras la tortita de la sartén se quemaba.
—Harry, ¿ocurre algo? —preguntó inquieta.
Él intentó sonreír, pero los labios no se lo permitieron.
—Falsa alarma. He pensado que pasaba algo raro, pero no.
Susie, quizá por la expresión de su padre o por su voz temblorosa, hizo un puchero. Él la cogió en brazos.
—Eh, pequeña, no pasa nada. Papá se ha equivocado. Eso es todo.
Ella le rodeó la cara con sus suaves manos y le dedicó la clase de mirada desarmante de la que sólo son capaces los niños pequeños.
—¿Me lo prometes? —dijo con un hilo de voz. El temor subyacente en la pregunta llegó al alma de Harry.
La besó en la mejilla, en parte para no tener que mirar aquellos ojos suplicantes.
—Te lo prometo. Hasta los papas se equivocan. —Miró a su mujer, que se había recuperado un poco—. Pero las mamas no, ¿verdad? —Le hizo cosquillas a Susie y con la otra mano apretó el hombro delgado de Patrick—. ¿Verdad?
—Verdad, papá —dijo Susie.
—Verdad —convino Patrick.
Finn llevó a los niños al colegio en el coche. David fue el último en bajar y se entretuvo fingiendo anudarse los cordones de las zapatillas mientras sus hermanos se alejaban.
—Oye, papá, ¿seguro que todo va bien?
—Segurísimo, hijo, no te preocupes.
—Puedes hablar conmigo, ¿sabes?, de lo que quieras.
Finn sonrió.
—Pensaba que ésa era mi frase.
—Lo digo en serio, papá. Sé que a veces es difícil hablar con mamá de ciertas cosas. A veces hace falta hablar de hombre a hombre.
Finn alargó el brazo y estrechó la mano de su hijo.
—Te lo agradezco, Dave. Más de lo que imaginas. —«Ojalá pudiera contártelo todo, hijo, pero no puedo. Nunca podré. Lo siento», pensó eso mientras aferraba la mano de su hijo con fuerza. No quería soltarlo.
—Que tengas un buen día, papá. —David cerró la puerta y se encaminó al colegio.
Finn se alejó lentamente y mientras pasaba junto a los coches de otros padres pensó que, conscientemente, ninguno de ellos cambiaría su vida por la de él. Miró por el retrovisor y vio cómo David desaparecía en el interior del edificio.
«Si fracaso, hijo, recuérdame por el padre que fui, no por el hombre en que tuve que convertirme.»
Un poco más allá de la habitación de la madre de Finn, un hombre llamado Herb Daschle bostezaba y se desperezaba sentado delante de una cama donde otro hombre yacía inconsciente. Daschle llevaba ahí desde la medianoche y todavía le quedaban cuatro horas para acabar su turno.
Dedicó un gesto de saludo a la auxiliar que fue a echarle un vistazo al paciente. En ese preciso instante el hombre de la cama empezó a gemir y farfulló varias palabras. Daschle dio un respingo y se levantó, cogió a la auxiliar del brazo y la sacó de la habitación. Luego se inclinó hacia el hombre y escuchó atentamente. A continuación sacó un teléfono e hizo una llamada, en la que repitió exactamente las palabras del hombre. Después se asomó por la puerta y llamó a la auxiliar. La mujer regresó un tanto aturullada, aunque no era la primera vez que pasaba algo así.
—Lo siento —se disculpó Daschle mientras volvía a sentarse.
—Un día de éstos me vais a provocar un ataque al corazón —murmuró la mujer casi para sí. No se atrevió a decirlo en voz alta. No, al menos no con gente como ésa.
—Me alegro de que Gregori nos fuera de gran ayuda —dijo Carter Gray al director de la CIA.
Estaban sentados en el estudio del bunker. Lo cierto es que Gray le estaba cogiendo el gusto a su actual morada. Vivir bajo tierra tenía su encanto. El tiempo nunca suponía un problema, no había atascos y le gustaba estar solo.
El ex embajador soviético en Estados Unidos durante los últimos años de la guerra fría, Gregori Tupikov, ya no servía al pueblo ruso; le iba muy bien sirviéndose a sí mismo. Ahora era un orondo y feliz capitalista. Había entrado en un grupo de inversión que se había adueñado de la industria del carbón, anteriormente controlada por el Estado, y luego la había vendido a otro grupo de compatriotas.
Gregori había sido lo suficientemente listo como para huir de Rusia antes de que el martillo del Gobierno machacara a los nuevos ricos. Pasaba la mayor parte del año en Suiza, pero tenía apartamentos en París y Nueva York, y sus millones se los gestionaba Goldman Sachs.
Gray acabó de leer el informe obtenido gracias a la reunión con Tupikov.
—O sea que Lesya y Rayfield Solomon se casaron en Volgogrado y luego, recién casados, consiguieron salir de la Unión Soviética.
El director asintió.
—Según lo que recordaba Gregori y lo que averiguó de antiguos colegas, parece que primero fueron a Polonia, luego a Francia y de ahí a Groenlandia. Por cierto, ¿Lesya era judía?
—No lo sé. Solomon sí, aunque no judío practicante. El oficio de espía suele limitar las obligaciones religiosas.
—Yo voy a la iglesia presbiteriana todos los domingos —observó el director.
—Felicidades. Si Gregori sabía tanto por aquel entonces, ¿por qué no hizo nada al respecto? —Gray se respondió a sí mismo—: Supuso que ella seguía trabajando para los soviéticos.
—¿Y no fue así? —inquirió el director, desconcertado.
—Por supuesto —dijo Gray como si tal cosa—. ¿Y después de Groenlandia?
—Por desgracia, ahí se le perdió el rastro. Y mejor que siga perdido. Al fin y al cabo fue hace muchísimo tiempo.
—No puede quedarse perdido —espetó Gray.
—¿Dónde encontraron exactamente a Solomon muerto? Tampoco consta en el expediente.
Gray alzó la vista de los documentos que estaba analizando fingiendo recordar los detalles. En realidad los tenía grabados a fuego en la memoria.
—Brasil. Sao Paulo.
—¿Qué estaba haciendo allí?
—No lo sé a ciencia cierta. Entonces ya no trabajaba para nosotros, claro está. Lesya lo había traicionado.
—¿Y murió allí?
Gray asintió.
—Nuestros contactos en América del Sur nos avisaron. Llevamos a cabo una investigación, pero nos quedó claro que se había suicidado.
El director miró a Gray.
—Por supuesto —dijo—. ¿Y Lesya se quedó sola?
—Eso parece —asintió Gray—. ¿Algo más?
—Quizá.
Gray vio que el director sonreía con expresión petulante. Recordaba que, como joven agente, tenía la peor cara de póker de todos los hombres a los él que había formado, además de un irritante aire de superioridad, inmerecido en su mayor parte. Gray creía haberle ayudado a superar tales debilidades. No obstante, como jefe de la CIA estaba claro que esos rasgos insufribles habían retornado por sus fueros.
—Cuéntame.
—Gregori debía de estar de buenas. Tal como sugeriste, cuando nuestro hombre se reunió con él en París, lo atiborró de langosta.
—¿Y de vodka Moskovskaya? Es su preferido.
—A raudales. Y le conseguimos un par de pelirrojas.
—¿Y?
—Y dijo recordar que se rumoreaba que Lesya tenía que casarse.
—¿Tenía? —preguntó Gray extrañado. El director hizo un gesto con la mano señalándose la barriga—. ¿Estaba embarazada?
—Eso es lo que Gregori cree.
Gray se reclinó en el asiento. «El hijo es quien está matando a la gente», pensó.
—O sea que, basándonos en la cronología de que disponemos, el hijo o hija debe de tener unos treinta y cinco años.
El director asintió.
—Aunque dudo mucho que su apellido sea Solomon.
—Pero si Lesya y Solomon se casaron en Rusia estando ella en avanzado estado de gestación, ¿dónde nació la criatura? Si se marcharon de Rusia después de la boda, el nacimiento pudo haberse producido en Polonia, Francia, Groenlandia o Canadá.
—¿Canadá? Lo último que se sabe de ellos es que estuvieron en Groenlandia. ¿A qué viene ahora Canadá?
Gray observó al hombre que dirigía la agencia de inteligencia más importante de la nación. Había empezado en la CIA, luego se había pasado a la política y allí se había quedado hasta que un presidente de dudoso juicio le había lanzado un hueso nombrándolo director de la CIA. «Que Dios ayude a este país», rogó Gray para sus adentros.
—¿Para qué va la gente hasta Groenlandia, si no es para llegar a Canadá? Incluso entonces había numerosos vuelos directos a Estados Unidos. Y era una de las escalas preferidas de los espías. Cuando yo trabajaba sobre el terreno a menudo paraba en Groenlandia antes de volver a casa. Allí es muy fácil ver si alguien te sigue. En esa tundra helada nadie pasa inadvertido.
—Vale, pero ¿es posible que vinieran a nuestro país para tener el hijo? Eso lo convertiría en ciudadano estadounidense. Todo le sería mucho más fácil.
—No creo, no para el nacimiento. Y para ella era más fácil entrar furtivamente en Canadá y tener el bebé allí que aquí. La inscripción en el registro podría falsificarse con posterioridad.
—De todos modos, no tenemos gran cosa.
—Discrepo. Los puntos de entrada a Canadá desde Groenlandia son limitados, y en aquella época más aún. ¿Montreal? ¿Toronto? ¿Ottawa? ¿Quizá Nueva Escocia y Terranova? Podemos empezar por ahí.
—¿Empezar qué exactamente?
—Lo circunscribiremos a un año. —Gray dijo cuál—. Y analizaremos las partidas de nacimiento en esos lugares. Por ahora sólo de chicos.
—¿Por qué no incluir también a las chicas?
—Por ahora sólo chicos —repitió Gray.
—De todos modos, la búsqueda será ingente. Y dentro de poco tenemos ese ejercicio de preparación para un desastre en el Capitolio que el DHS nos pidió y del que nos dejó la peor parte. Usan y abusan de nuestro tiempo con absoluta desfachatez.
—Las partidas de nacimiento deben de estar informatizadas. Eso simplificará las cosas sobremanera.
—Sí, pero aun así los recursos necesarios para…
Gray se inclinó hacia delante y silenció al hombre con una de sus miradas intimidatorias.
—No hacerlo podría tener consecuencias catastróficas para este país.