Frío como el acero (10 page)

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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: Frío como el acero
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—Entendido —dijo Reuben—. Mañana por la mañana puedo recoger a Milton en la furgoneta.

—Mientras vosotros os dedicáis a eso, intentaré localizar a Susan. Se ha marchado del hotel, pero tengo algunas ideas.

—¿Y qué se supone que tengo que hacer yo mientras vosotros tres estáis por ahí pendoneando? —preguntó Caleb.

—Lo de siempre, Superman —respondió Reuben—. Mantener a la capital de la nación a salvo y luchar por la verdad, la justicia y la libertad.

—Oh, Caleb, tienes que dejarme el coche —dijo Stone—. Dudo que Susan siga en la ciudad, así que tendré que viajar.

Caleb lo observó asustado.

—¿Quieres que te deje el coche? ¡Mi coche! Imposible. —El vehículo de Caleb era un viejo Nova gris peltre cuyo tubo de escape traqueteaba sin remedio. Tenía más óxido que metal, más muelles que tapicería, la calefacción y el aire acondicionado estropeados y su dueño lo trataba como si aquella cafetera fuera un Bentley antiguo.

—Dale las llaves y calla —gruñó Reuben.

—Y entonces, ¿cómo vuelvo a casa esta noche?

—Te llevaré en mi moto.

—Me niego a subir en esa máquina de matar.

Reuben le dedicó una mirada tan feroz que Caleb sacó las llaves del coche y se las dio a Stone.

—Bueno, no tiene nada de malo probar cosas nuevas.

—Oliver —le preguntó de repente Caleb—, ¿tienes carné de conducir?

—Sí, pero me caducó hace más de veinte años.

Caleb palideció.

—Eso quiere decir que, legalmente, no puedes conducir.

—Cierto. Pero dada la trascendencia de lo que estamos haciendo, sabía que lo comprenderías.

Stone dejó a Caleb boquiabierto y se dirigió a Reuben, que le hacía una seña desde la puerta de entrada.

—Han hecho saltar por los aires la casa de Carter Gray —le susurró Reuben.

—Lo sé.

—Espero que no lo sepas «demasiado».

—El FBI ya me ha interrogado. Fui a casa de Gray o a lo que quedaba de ella con un par de agentes y Alex Ford, y les concedí el beneficio de mis ideas.

—¿Asesinato?

—Sin duda.

—Esto no tiene nada que ver con… en fin… tu pasado, ¿no? —Era el único componente del Camel Club que sabía algo, por remoto que fuera, de lo que Stone había hecho hacía décadas.

—Espero que no. Ya nos veremos cuando volváis de Atlantic City. Recuerda, sed discretos.

—Mientras esté allí, ¿quieres que apueste por ti en la mesa de dados?

—Nunca juego, Reuben.

—¿Y eso?

—Una: no tengo dinero, y dos: odio perder.

21

A la mañana siguiente, Bagger se reunió con Joe, de la agencia de detectives privados. Era un hombre esbelto y tenía unos ojos grises que transmitían tranquilidad. Aunque hablaba con voz queda, Joe no se sentía nada intimidado por el magnate de los casinos. Era una de las cosas que a Bagger más le gustaban de él. Joe se sentó y abrió una carpeta.

—Hemos obtenido resultados rápidamente, señor Bagger. —Echó una ojeada a las páginas antes de alzar la vista—. Tengo un informe escrito para usted, pero voy a hacerle un resumen. —Le tendió una foto—. Uno de nuestros socios de Las Vegas fue a la capilla donde Conroy y DeHaven se casaron. Es uno de los típicos negocios familiares; de hecho la sigue llevando la misma pareja. Tras un pequeño estímulo económico nos dejaron echar un vistazo al registro y de ahí obtuvimos la copia de esta foto. Según parece, hacen fotos de todas las parejas que casan y las cuelgan en la pared. A juzgar por su expresión, señor Bagger, supongo que ésa es la chica.

Bagger sonrió mientras contemplaba la foto de una Annabelle Conroy mucho más joven y su flamante esposo, Jonathan DeHaven.

—Es mi amiguita. Buen trabajo, Joe. ¿Qué más tienes?

—Algo que podría facilitarnos el trabajo. Pero todavía no estoy seguro.

Bagger apartó la mirada de la foto.

—¿De qué se trata?

Joe le tendió un recorte de periódico.

—El apellido DeHaven me sonaba, pero en aquel momento no supe por qué. Pero investigué un poco y ¡bingo!

—¡Fue asesinado! —exclamó Bagger al leer el titular.

—Hace muy poco. Lo encontraron en una cámara de la Biblioteca del Congreso. Fue un asunto relacionado con una red de espionaje que operaba en la capital.

—¿Estamos seguros de que se trata del mismo DeHaven?

Joe le mostró otra foto de DeHaven de un artículo de periódico que explicaba los detalles de su muerte.

—Se ve que es la misma persona, pero mayor.

—¿O sea que el marido de Annabelle era espía y lo trincaron?

—Su ex marido. También descubrimos que el matrimonio se anuló al cabo de un año.

—¿Anuló? ¿Eso significa que no consumaron el matrimonio o algo así? ¿Durante un puto año? —Bagger se quedó mirando la foto de boda. La mujer era un bombón. Por supuesto que él la odiaba por haberle estafado, pero ¿cómo era posible que su marido no se hubiera abalanzado sobre ella en cuanto dijeron los «sí quiero»?—. ¿Este DeHaven era homosexual o algo así?

—Desconozco los detalles de la anulación, pero se decretó y quedó registrada en Washington D.C., adonde se supone que la pareja fue a vivir. Y DeHaven no formaba parte de la red de espionaje. Todavía no se saben todos los detalles y algunos se consideran de interés para la seguridad nacional, pero parece que era un hombre inocente que fue asesinado porque se topó con algo que no debía toparse.

Bagger se reclinó en el asiento con aire pensativo. Annabelle le había hecho creer que pertenecía a la CIA y que podía blanquear dinero en el extranjero; por eso él se lo había dado. Pero ¿y si realmente pertenecía a la CIA? ¿Y si era el Gobierno el que lo había desplumado? No se puede demandar al Gobierno. No se puede matar al Tío Sam.

Miró fijamente al detective privado.

—Buen trabajo, Joe. Sigue buscando y a ver qué encuentras.

Joe se levantó.

—Estamos en ello, señor Bagger.

Cuando Joe se marchó, Bagger observó la foto de la joven Annabelle. Se la veía feliz, aunque su nuevo maridito tenía pinta de… pues eso, de bibliotecario.

Se levantó y miró por la ventana hacia su imperio, que ocupaba casi una manzana entera del paseo marítimo. Tomó una decisión, cogió el teléfono y llamó a su jefe de seguridad.

—Prepara el jet. Nos vamos.

—¿Adónde, señor Bagger?

—A mi ciudad favorita: Washington D.C.

22

A la mañana siguiente, mientras Reuben y Milton se dirigían a Atlantic City en el coche, Harry Finn también estaba ocupado. Él y dos miembros del equipo medían una parcela situada cerca del Capitolio. Los uniformes que llevaban eran impecables, el equipamiento, de lo más preciso. Lo más importante era que transmitían la apariencia de seguridad de quienes se hallan en todo su derecho de estar donde están. Cuando fueron abordados por dos agentes de policía del Capitolio, Finn sacó con toda tranquilidad un papel del bolsillo y les enseñó las supuestas órdenes oficiales recibidas.

—Hago lo que me mandan, chicos —dijo con aire de disculpa—. No estaremos aquí mucho rato. Es por el dichoso proyecto del centro de visitantes.

—¿Te refieres a ese pozo sin fondo que pagan los contribuyentes? —se quejó un poli. El proyecto se había convertido en la versión moderna de la construcción de una catedral gótica.

Finn asintió.

—Ya sabéis que en esta ciudad todo el mundo se considera con jurisdicción sobre algo. Por eso tenemos que hacer las cosas diez veces.

—Y que lo digas —convino el otro policía—. Pero hacedlo rápido.

—Descuida —repuso Finn mientras continuaba con su trabajo.

En realidad el aparato de topografía que utilizaban era una cámara de vídeo que en ese momento estaba filmando dos entradas del edificio del Capitolio y detallando la rotación de los guardias y otros elementos de seguridad para más tarde entrar en el edificio sin problemas. Desde que un hombre había franqueado el perímetro de seguridad del Capitolio con cierta facilidad, varios políticos de alto rango se habían enfurecido. Habían contratado en secreto a la empresa de Finn para comprobar si la «mejora» de las medidas de seguridad puesta en práctica era la solución o no. Por lo que Finn había visto hasta el momento, estaba claro que no.

De vuelta en su despacho, Finn se pasó las dos horas siguientes inmerso en una «excavación telefónica». Se trataba de una actividad compleja consistente en telefonear a una persona tras otra para sonsacarle datos concretos capaces de ser utilizados en la siguiente llamada. Finn había empleado esta técnica para averiguar la ubicación en Estados Unidos de la vacuna para un peligroso virus de bioterrorismo fingiendo ser un estudiante de Marketing que hacía un trabajo sobre técnicas de distribución comercial. Habló con ocho personas, hasta llegar al vicepresidente de la empresa que fabricaba la vacuna, el cual, sin darse cuenta, confirmó la ubicación mientras respondía a preguntas aparentemente sin relación con el tema en cuestión.

Hoy Finn estaba recopilando información sobre dos proyectos futuros: la incursión en el Capitolio y una misión mucho más complicada en el Pentágono. Si bien por desgracia estaba claro que se podía estrellar un avión comercial contra la sede central del ejército de Estados Unidos, existían formas mucho más sutiles de burlar las medidas de seguridad del lugar y llegar a hacer incluso más daño del que hiciera el malogrado jumbo. Otras posibilidades eran colocar una bomba trampa en el sistema del centro de mando militar o sabotear el sistema de filtración de aire para matar o infectar a decenas de miles de altos funcionarios gubernamentales o incluso hacer volar el edificio entero desde el interior.

Finn seguía con su trabajo sin apartar la vista de Internet para seguir las noticias de la muerte de Carter Gray. Como era de esperar, las autoridades no desvelaban demasiado. No se habían producido filtraciones y buena parte de las noticias se limitaban a ensalzar una y otra vez la carrera gloriosa y el servicio a la patria del difunto, Carter Robert Gray. Al final, Finn no aguantó más y salió a dar un paseo.

Entonces, de repente, decidió visitar a su madre. Cogería un avión esa misma noche, en cuanto los niños estuvieran acostados. Podía verla al día siguiente y regresar a casa por la noche. Después del trabajito de la Marina le esperaba una temporada de inactividad. El suyo no era un trabajo de nueve a cinco. Teniendo en cuenta que varias misiones se encontraban en fase de preparación previa a las operaciones sobre el terreno, aquél era un buen momento.

Ver a su madre le producía sentimientos encontrados. La rutina nunca variaba; de hecho era imposible que cambiara. No obstante, dado que todo había comenzado con ella, Finn tenía que regresar a esa base de vez en cuando. No es que tuviera que ir a rendir cuentas, pero, en cierto modo, eso era precisamente lo que hacía.

Reservó el vuelo por Internet y llamó a Mandy para decírselo. Salió pronto del trabajo, llevó a sus dos hijos pequeños a clases de natación y de béisbol respectivamente y más tarde pasó a recogerlos. Cuando ya estaban dormidos, se dirigió al aeropuerto para recorrer el corto trayecto hacia uno de los días más largos de su vida.

23

Stone marcó el número de Annabelle. Sonó cuatro veces y cuando creía que ya no respondería escuchó su voz.

—¿Sí?

—¿Dónde estás? —preguntó él.

—Oliver, te dejé una nota.

—La nota me importa un bledo. ¿Dónde estás?

—No quiero que te metas en esto, así que olvídame.

—He mandado a Milton y a Reuben a Atlantic City para que hagan un reconocimiento de la situación.

—¿Qué has hecho qué? —exclamó ella—. ¡Estás loco!

—Ésa es la Annabelle que he conocido y admirado.

—Enviarlos a los dominios de Bagger es un suicidio.

—Saben cuidarse solitos.

—Oliver, me marché de la ciudad para que no os implicarais.

—Pues entonces vuelve, porque estamos implicados.

—No puedo volver. No pienso hacerlo.

—Entonces respóndeme a una pregunta.

—¿Cuál? —dijo ella con recelo.

—¿Qué te hizo Jerry Bagger para que quisieras estafarle tantos millones?

—Lo estafé porque me dedico a eso. Soy una estafadora.

—Si sigues mintiendo, me voy a enfadar de verdad.

—¿Por qué te interesa?

—Tú nos ayudaste y ahora nos toca ayudarte.

—Me ayudé a mí misma. A vosotros os encontré por el camino.

—Como quieras, pero aun así nos necesitas. Y estamos perdiendo el tiempo. Si Bagger es tan bueno como dices, quizá no te quede mucho tiempo.

—Gracias por tu voto de confianza.

—Lo hago porque soy práctico. ¿Dónde estás?

—Olvídalo.

—En ese caso déjame adivinar. Pero si acierto tendrás que decirme en qué lugar exacto. ¿De acuerdo?

—He dicho que…

—¿Trato hecho?

—Vale —resopló—. Trato hecho.

—Vamos a ver, has seguido mi consejo e intentas que acusen de algo a Bagger. O sea, que lo acusen del motivo por el que lo desplumaste. Y ahí es donde estás ahora mismo, en el lugar donde te hizo algo tan malo, a ti o a los tuyos. Pretendes darle donde más le duele. ¿Me equivoco?

Annabelle se quedó muda.

—Bueno, como he ganado la apuesta tienes que decirme dónde estás.

—No has mencionado ningún lugar concreto.

—Yo no dije que fuera a mencionar un lugar en concreto. De hecho, lo que te he dicho es mucho más que nombrar una ciudad. Pero si quieres incumplir un trato…

—Nunca incumplo los tratos.

—Entonces dímelo.

Un silencio.

—Estoy en Maine.

—¿Dónde, exactamente?

—Un poco al sur de Kennebunk, en la costa.

—¿Ahí es donde ocurrió?

Otro silencio.

—Sí —admitió ella por fin.

—¿Y qué es lo que ocurrió?

—Es asunto mío.

—Creo que te he demostrado que puedes confiar en mí.

—No estoy convencida de que alguien pueda demostrarme tal cosa.

—Vale, como quieras. Iré a Atlantic City y le echaré el ojo al viejo Jerry personalmente.

—Oliver, no hagas eso. Te matará. ¿No lo entiendes?

—Entonces tendrás las manos manchadas con mi sangre —repuso en tono jocoso.

—No me jodas. Ahora mismo lo único que me falta son estas gilipolleces.

—Exacto —afirmó Stone—. No te hace falta que me haga el listillo; necesitas un plan que te aparte de la artillería de Bagger. Y luego tienes que ponerlo en práctica.

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