—¿Y tú te crees capaz de hacerlo?
—En el pasado me dedicaba a eso. Jerry Bagger es un cabrón de armas tomar, pero mi terreno de juego de aquella época no era precisamente Disneylandia. —Otro silencio. Stone creyó que ella había colgado—. ¿Annabelle?
—Mató a mi madre. Ya está, ahora ya lo sabes.
—¿Qué le hizo tu madre a Bagger?
—Nada. Fue mi padre, Paddy. Estafó diez mil dólares a Jerry y mi madre lo pagó con su vida.
—¿Mató también a tu padre?
—No. El consiguió escabullirse y olvidó decirle a mi madre que Bagger iría a por ella.
Stone exhaló un largo suspiro.
—Esa es una carga muy pesada de llevar. Lo siento, Annabelle.
—No necesito compasión, Oliver. Sólo necesito una forma de abatir a ese animal de una vez por todas porque, si te soy sincera, robarle cuarenta millones de dólares ni siquiera ha servido para aplacar mi sed de venganza.
—Dime dónde estás. Puedo llegar esta misma noche.
—¿Cómo vas a venir? ¿En avión?
—No tengo dinero para viajar en avión.
—Puedo comprarte el billete.
—Desgraciadamente no tengo ningún documento de identidad, y por tanto no puedo subir a ningún avión.
—Si me lo hubieras dicho te habría conseguido una documentación tan buena que ni siquiera el FBI sospecharía, mucho menos los guardias de seguridad de un aeropuerto.
—Algún día igual te tomo la palabra. Por ahora iré en coche.
Annabelle le dijo dónde estaba.
—¿Estás convencido? Si te rajas no pasa nada, estoy acostumbrada a ir sola por la vida.
—Ningún amigo del Camel Club va solo por la vida. Nos vemos en Maine, Annabelle.
Ubicado detrás de unos jugadores en la mesa de blackjack, Milton observaba el juego, recorriendo con una mirada de rayo láser las cartas que salían de la rampa.
Reuben se colocó a su lado.
—¿Qué tal va?
Milton sonrió.
—Parece divertido.
—Bueno, nuestra misión es mezclarnos con la gente, así que juega algunas manos. Pero no pierdas la camisa. Necesitamos dinero para la gasolina si queremos volver a casa.
Reuben siguió paseándose tranquilamente, observando aquí y allá, buscando algo o a alguien que pudiera resultar útil. Tras luchar en Vietnam había trabajado varios años en la Agencia de Inteligencia de Defensa, o DIA, el equivalente militar de la CIA. Aunque hacía tiempo que lo había dejado, no le costaba recordar cómo hacerlo bien. Y eso implicaba acercarse a un bar a tomar algo.
Acomodó el trasero en un taburete y pidió un gin-tonic, comprobó la hora y repasó con la mirada a la camarera, una mujer atractiva de mediana edad pero con el aspecto pálido y derrotado de quien ha pasado demasiados años trabajando en las salas de un casino.
—¿Qué actividad está de moda ahora? —le preguntó mientras comía cacahuetes y bebía el cóctel.
La camarera pasó un trapo por la barra antes de contestar.
—Depende de lo que busques.
—Algo aparte de máquinas tragaperras, dados y otras cosas que cuesten dinero.
—Entonces te has equivocado de sitio.
Reuben rio.
—Es lo que llevo haciendo toda la vida. Me llamo Roy. —Le tendió la mano.
Ella se la estrechó.
—Angie. ¿De dónde eres?
—De un lugar un poco más al sur. ¿Tú eres de aquí?
—Vi la luz en Minnesota, imagínate. Pero llevo aquí lo suficiente para considerarme una nativa. Desde que llegaron los casinos, ¿cuánta gente puede decir que es de aquí? Aquí se viene, no se nace, por lo menos ya no.
Reuben alzó el vaso.
—Brindo por tu elocuencia. —Recorrió con la mirada la lujosa decoración—. Este sitio debe de ser de alguna empresa de las grandes. En comparación, el Bellagio o el Mandalay Bay parecen de pacotilla.
Angie negó con la cabeza.
—Nada de empresa, un solo hombre.
—Pensaba que todos los casinos eran propiedad de empresas millonarias.
—Éste no. Es propiedad de Jerry Bagger.
—¿Bagger? El nombre me suena.
—No me extraña. Si lo conoces, no se te olvida.
—¿He de deducir que no es precisamente un alma caritativa?
—No se construye un lugar así siendo un alma caritativa. —De repente miró a Reuben con recelo—. Esto no es ninguna artimaña, ¿eh? No trabajas para el señor Bagger, ¿verdad? Yo no digo nada malo de él. Es un buen jefe.
—Angie, tranquila. Soy lo que parezco, un pobre mamón de lucra de la ciudad que se ha gastado la pasta jugando y ha decidido pasar su última noche aquí disfrutando de verdad antes de marcharse a la rutina de siempre. —Miró por encima del hombro—. Pero gracias por la información. No quiero toparme con ese hombre y decir algo inconveniente. Parece un tío duro.
—No te preocupes. Ahora mismo no está en la ciudad. Ayer le vi marcharse con sus chicos.
—Oh. ¿Viaja mucho?
—La verdad es que no, aunque tiene un jet privado.
—Entonces probablemente haya ido a Las Vegas a ver qué tal le va a la competencia.
—Hace mucho tiempo que lo echaron de Las Vegas. Lo cierto es que sé adónde ha ido porque mi mejor amiga sale con el piloto del señor Bagger.
—¿Y adonde ha ido el gran jefe? —inquirió Reuben con tono aburrido mientras engullía un puñado de cacahuetes.
—A Washington.
Reuben se atragantó de tal manera que Angie tuvo que darle unas buenas palmadas en la espalda.
—Dichoso reflujo. Me ha dejado la garganta bien cerrada —dijo Reuben en cuanto se recuperó.
—Menudo susto me has pegado. Todavía no se me ha muerto nadie. —Miró alrededor y bajó la voz—: No todos los que están aquí pueden decir lo mismo.
—¿Alguien ha estirado la pata aquí hace poco? —preguntó Reuben tras respirar hondo.
—Digamos que un par de empleados de alto nivel acabaron en el hospital. Nos dijeron que tenían la gripe. Tengo una amiga en el hospital al que los llevaron. ¿Desde cuándo la gripe produce cortes y moratones? Qué me van a contar…
—Pero están vivos.
—Sí, pero otro tío de aquí, un informático, desapareció. Dijeron que había cambiado de trabajo. Pues resulta que no se lo contó a su familia y se olvidó de vaciar el apartamento.
—Vaya, ¿qué le habrá pasado?
Angie observó el corpachón de Reuben con satisfacción.
—Salgo de trabajar a las nueve, Roy. Si me invitas a cenar te cuento más cosas, ¿de acuerdo?
Al salir del bar Reuben llamó a Stone al móvil y le contó que Bagger estaba en Washington.
—Buen trabajo, Reuben. Ahora mismo voy de camino al encuentro de Susan.
—Pensaba que se había marchado.
—Digamos que la convencí para que nos diera otra oportunidad. ¿Has averiguado por qué Bagger está en Washington?
—Intentaré sonsacárselo esta noche. No quería presionarla demasiado, ya sabes.
—Mantenme informado.
—Y tú dile a Susan que sigue interesándome salir con ella.
Reuben continuó recorriendo el casino mientras intentaba memorizar detalles significativos. No sabía exactamente qué clase de información quería Stone, por lo que decidió ser más exhaustivo que superficial. En cualquier caso, era más entretenido que trabajar en el muelle de carga.
Al final volvió junto a Milton a la mesa de blackjack. Al llegar se quedó boquiabierto. Milton tenía un montón de columnas de fichas bien apiladitas delante de él.
—Milton, ¿qué cono ha pasado? —le preguntó.
—Lo que ha pasado es bien sencillo —dijo el jugador que estaba al lado de Milton—: su amigo ha ganado unos cuatro mil dólares.
Reuben se quedó mirando fijamente al hombre y luego al fornido jefe de mesa, que miraba con recelo a Milton y sus ganancias.
—¡Joder, Batman! —exclamó Reuben—. ¡Cuatro mil dólares!
El jefe de sala se acercó a Milton.
—Está haciendo trampas —le espetó.
—No es verdad —replicó Milton indignado.
—Está contando las cartas. ¿Así es como disfruta? ¿Qué pasa, no tiene suerte con las tías y por eso viene aquí a hacer trampas?
Milton se sonrojó.
—Es la primera vez que piso un casino.
—Y un cuerno —repuso el jefe de sala.
—Oiga, seguro que no es… —intervino Reuben educadamente.
—¿Y qué pasa si cuento las cartas? —interrumpió Milton.— ¿Acaso es ilegal en Nueva Jersey? Me parece que no, porque lo he comprobado. Y el casino puede emplear contramedidas contra mí sólo si soy un «jugador experto», que no es el caso, y las contramedidas que puede aplicar están limitadas por ley. Ahora bien, en Las Vegas usted podría alegar que he entrado sin autorización, leerme la ley correspondiente y prohibirme la entrada a los casinos durante un año, pero esto no es Las Vegas, ¿verdad que no?
—¿Sabe todo eso y dice que es la primera vez que entra en un casino? —replicó el jefe.
—Lo consulté en Internet ayer por la noche. Menudas normas. Así que apártese y déjeme jugar en paz.
El jefe parecía a punto de abalanzarse sobre Milton, pero Reuben se interpuso.
—Creo que mi amigo va a cambiar las fichas.
—Pero Reuben —se quejó Milton—, estoy en racha.
—Ahora mismo va a cambiarlas —afirmó Reuben, tajante.
Más tarde, Milton le preguntó:
—¿Por qué no me has dejado seguir jugando?
—Mejor seguir con vida, ¿no?
—Oh, venga ya, estamos en el siglo veintiuno. Esas cosas ya no se hacen.
—¿Tú crees? Olvídate de las leyes, en un casino te pueden echar por cualquier motivo. Tienes suerte de que el jefe de sala tardara en llegar a la mesa. Apuesto a que hay un par de matones siguiéndonos.
Milton giró la cabeza.
—¿Dónde?
—No se dejan ver, ¿sabes? —Reuben hizo una pausa—. ¿Cómo es que has ganado tanto dinero?
—Empecé utilizando un esquema alto-bajo multinivel con un añadido de conteo marginal basado en el sistema de recuento zen —susurró Milton—. Por supuesto, apliqué una metodología de conteo real que tiene en cuenta las distintas barajas con que se juega. Luego fui un poco más allá y utilicé el método de conteo de puntos avanzado de Uston. También me esforcé especialmente en optimizar mis apuestas de forma estratégica valiéndome de las fichas tricolores para disimular mi apuesta.
Reuben se quedó boquiabierto.
—Milton, ¿cómo demonios sabes todo eso?
—Anoche leí doce artículos sobre el tema en Internet. Eran muy interesantes, y en cuanto leo algo…
—Nunca lo olvidas, ya lo sé. —Reuben exhaló un suspiro. La capacidad intelectual de su amigo parecía no tener límites—. O sea que el jefe de sala tenía razón, estabas contando las cartas. Menos mal que lo has hecho sin un ordenador, eso sí que no se puede hacer.
—Tengo un ordenador, está en mi cerebro.
—Vale, cerebrín, para que lo sepas: en las misiones de reconocimiento la norma es que el equipo lo divida todo a medias.
—¿A medias?
—Sí, eso. Me tocan dos mil pavos. Venga, apoquina.
Milton le entregó el dinero y le advirtió:
—Recuerda que tienes que pagar los impuestos correspondientes.
—Yo no pago impuestos.
—Reuben, tienes que pagarlos.
—El Tío Sam ya le sacará la pasta a otro. Por cierto, mientras tú desplumabas al casino yo he estado recabando información. —Le contó lo de la camarera.
—Suena prometedor, Reuben, buen trabajo.
—Ya, pero el precio final quizá sea abusivo, a juzgar por cómo Angie me comía con los ojos.
—Bueno, no te supondrá problema alguno porque tienes dos mil dólares.
Reuben miró a su amigo de hito en hito, incrédulo.
Carter Gray caminó lentamente por el largo pasillo, que por algún motivo estaba pintado de color salmón, quizá para infundir tranquilidad, pensó. Sin embargo, no se trataba de un edificio que infundiera tranquilidad, ya que sólo se utilizaba en situaciones de emergencia. Al final del pasillo subterráneo había una única habitación enclavada tras una puerta acorazada. Introdujo los códigos de seguridad y dejó que los lectores biométricos le reconocieran. La puerta se abrió sin ruido alguno. Estas medidas de seguridad dignas de James Bond habían costado millones a los contribuyentes. De todos modos, pensó, ¿para qué otra cosa servían los contribuyentes si no? Consumían demasiado, pagaban muchos impuestos y su Gobierno gastaba mucho más de lo que debía, normalmente en estupideces. Si aquello no era equitativo, que bajara Dios y lo viera.
Gray se acercó a la pared de pequeños cofres acorazados y deslizó su llave electrónica por uno al tiempo que pasaba el pulgar por un lector de huellas dactilares. El cofre se abrió y él extrajo la carpeta y se sentó en una silla.
Al cabo de una hora Gray había terminado de leer el expediente. Acto seguido, extrajo la foto que había recibido por correo y la comparó con la del expediente. Se trataba del mismo hombre, sin duda. Había llegado a conocerle muy bien. En muchos sentidos había sido el mayor confidente de Gray. Durante décadas había temido que el desafortunado asunto de Rayfield Solomon acabara acechándole. Había llegado ese momento.
Cole, Cincetti, Bingham, todos muertos. Y él había estado a punto de correr la misma suerte, y así habría sido de no ser por la sala acorazada que el ex director de la CIA y vicepresidente que había vivido allí antes que él había ordenado construir en el sótano de la casa; una sala subterránea a prueba de incendios y bombas. Cuando Gray le había dicho a Oliver Stone que en su nuevo hogar se sentía a gusto y seguro, lo había dicho en sentido literal. Y su hogar incluía un túnel fortificado que le había trasladado fuera de la finca sano y salvo hasta el otro lado de la calle principal, donde un coche conducido por uno de sus guardaespaldas le había recogido. Hacía más de una hora que Gray se había marchado de la casa cuando ésta explotó. Había salido a los pocos minutos de recibir la foto. De todos modos, le había ido por los pelos. El FBI había iniciado una investigación por homicidio, reconociendo públicamente que habían encontrado un cadáver entre los escombros. Gray había orquestado todo aquello entre bastidores. Quería que la gente lo diera por muerto.
Y lo estaría si su asesino en potencia no le hubiera mandado aquella foto. Qué arriesgado había sido. Menudo error táctico. No obstante, para él debía de ser importante que Gray comprendiera claramente por qué iba a matarle; por suerte aquello revelaba mucho del asesino. Sin duda se trataba de alguien para quien Rayfield Solomon era muy importante. Apuntaba a una relación familiar o algo muy parecido.