Ahora los demás objetivos resultaban obvios, reflexionó Gray sentado en una silla a treinta metros por debajo de la sede de la CIA en Langley, Virginia, coloso que había dirigido en otra época. El acceso a esa sala sólo se permitía al director y a los ex directores. Allí se encontraban los archivos que contenían secretos que nunca se desvelarían a la opinión pública estadounidense. Había información desconocida incluso para los mismísimos presidentes del Gobierno. La palabra «archivos» se refería a algo más que meros papeles. Incluía sangre, sudor y lágrimas. Sin duda aquél había sido el caso con Ray Solomon. Gray no había sido informado de la orden de matar a Solomon. Si lo hubiera sabido, lo habría evitado. Había lamentado la muerte de su amigo todos aquellos años. No obstante, en este caso lamentarse era un sentimiento inútil. Lo lamentaba, sí, pero Solomon estaba muerto.
Guardó los archivos y cerró la cámara acorazada. Había muchas personalidades que no deseaban que el caso de Ray Solomon saliera jamás a la luz. Utilizarían todos sus recursos para atrapar a quienquiera que intentara matar a Gray. Y ahora éste estaba plenamente de su lado. Su amigo llevaba décadas muerto. Reavivar ese fuego no entrañaría nada bueno.
Además, había jugado limpio al advertir a John Carr. No le proporcionaría más ayuda. Y si moría, pues que muriera.
Jerry Bagger estaba recorriendo Washington cuando pasó por delante del Departamento de Justicia. Al darse cuenta, dedicó un gesto obsceno con el dedo a todo el organismo federal.
—Éste sí que es un buen blanco para un ataque nuclear. Y ya puestos, también podrían alcanzar al FBI. Porque ¿quién necesita a los abogados y los polis? Yo no. —Miró a uno de sus hombres—. Mike, ¿tú los necesitas?
—No, señor Bagger.
—Así me gusta.
Bagger había recibido un informe más detallado del investigador privado a su llegada a Washington; por eso bajó del coche y entró en una biblioteca. No se trataba de una biblioteca cualquiera, sino que para muchos eruditos era la biblioteca: la Biblioteca del Congreso.
Sus hombres hicieron un par de averiguaciones, y al cabo de dos minutos Bagger y su séquito entraban en la sala de lectura de libros raros que había dirigido el difunto Jonathan DeHaven, el ex marido de Annabelle. También era el lugar de trabajo actual de Caleb Shaw. Precisamente estaba saliendo de una de las cámaras cuando Bagger entró.
Fue meritorio que Caleb no empezara a vomitar al reconocer a Bagger por la foto que Milton le había enseñado, aunque los retortijones de estómago estaban ahí. Sin embargo, se quedó allí con una sonrisa de oreja a oreja. No tenía ni idea de por qué sonreía. Con una punzada de horror, pensó que quizá fuera el primer paso antes de caer en el histerismo. Tenía que hacer algo ya.
—¿En qué puedo ayudarles? —dijo acercándose al grupo de seis jóvenes fornidos y con traje oscuro que rodeaban a un Bagger muy en forma para sus sesenta y seis años, de espaldas anchas, pelo cano y piel bronceada, la nariz rota y una cicatriz horrorosa en una mejilla.
Caleb pensó que parecía un pirata.
—Espero que en algo —respondió Bagger educadamente—. ¿Es aquí lo de los libros raros? —Miró alrededor.
—La sala de lectura de libros raros, sí.
—¿Y son muy raros los libros que hay aquí?
—Mucho, y no hay sólo libros. Tenemos códices, incunables, libros de gran formato, una Biblia de Gutenberg, un ejemplar de la Declaración de Independencia, la biblioteca personal de Jefferson y muchas otras obras especiales. Algunas son únicas. Literalmente no existen en otro sitio.
—¿Ah, sí? —dijo Bagger, indiferente—. Pues yo tengo una cosa todavía más rara.
—¿De qué se trata? —inquirió Caleb.
—El libro que leo —respondió Bagger—. Porque es invisible. —Se echó a reír y sus hombres lo imitaron.
Caleb rio entre dientes educadamente mientras se aferraba al respaldo de un asiento para mantenerse en pie.
Bagger le rodeó los hombros con un brazo.
—Tengo la impresión de que puedes ayudarme. ¿Cómo te llamas?
Caleb intentó encontrar un alias pero lo único que le salió fue «Caleb Shaw».
—¿Caleb? ¡Vaya, ese nombre no se oye todos los días! ¿Eres
amish
o algo así?
—No; soy republicano —repuso Caleb en voz baja mientras Bagger lo sujetaba cada vez más fuerte con su brazo musculoso. «¿Será éste el brazo con el que mató a toda esa gente?»—Vale, don republicano, ¿podemos hablar en privado en algún sitio? Este edificio es grande. Seguro que hay algún sitio donde tener un pequeño mano a mano.
Caleb se había temido algo así. Al menos en la sala de lectura había testigos potenciales, aunque sólo fuera para ver cómo ese mafioso lo estrangulaba.
—Eh… pues… es que ahora tengo mucho trabajo. —El brazo de Bagger le apretó con más fuerza—. Pero seguro que puedo dedicarle unos minutos.
Caleb lo condujo a un pequeño despacho situado al final del pasillo.
—Siéntate —ordenó Bagger. Caleb lo hizo en la única silla que había—. Bueno, tengo entendido que al tío que dirigía este sitio se lo cargaron.
—El director del Departamento de Libros Raros y Colecciones Especiales fue asesinado, eso es.
—¿Jonathan DeHaven?
—Eso es. Fue asesinado —repitió Caleb en voz baja—. En este mismo edificio.
—Vaya —dijo Bagger mientras lanzaba una mirada a sus hombres—. En una puta biblioteca. Vaya por Dios, hay que ver en qué mundo más violento vivimos. —Miró de nuevo a Caleb—. Resulta que tengo una amiga que conocía a ese tal DeHaven. De hecho, incluso estuvo casada con él.
—¿Ah, sí? No sabía que DeHaven se hubiera casado. —Caleb consiguió mentir bastante bien.
—Pues sí. Aunque duró poco. Era un ratón de biblioteca. No te lo tomes a mal. Y la mujer… pues… la mujer no. Ella era una especie de… ¿cómo se dice?
—¿Un torbellino de mujer? —sugirió Caleb.
Bagger le dedicó una mirada recelosa.
—Sí. ¿Por qué lo dices?
Al advertir que había estado peligrosamente cerca de dar a Bagger motivos suficientes para torturarle y sonsacarle más información, Caleb dijo:
—Yo también estuve casado, y mi mujer me dejó al cabo de cuatro meses. Era un torbellino de mujer y, como usted ha dicho, yo soy un ratón de biblioteca. —Era increíble lo bien que se le daba mentir.
—Bueno, pues ya lo entiendes. De todos modos, hace mucho tiempo que no la veo y quería ver cómo estaba. Así que se me ocurrió que quizá se enteró de la muerte de su ex y asistió al funeral. —Miró expectante a Caleb.
—Yo fui al funeral pero no vi a nadie desconocido. ¿Qué aspecto tiene esa mujer y cómo se llama?
—Alta, buenas curvas, un bombón. Tiene una pequeña cicatriz bajo el ojo derecho. El color de pelo y el peinado dependen del día de la semana, ¿me entiendes? Se llama Annabelle Conroy, pero eso también depende del día de la semana.
—No me suena de nada. —El nombre estaba claro que no le sonaba, puesto que Caleb conocía a Annabelle por Susan Hunter, pero la descripción física daba en el clavo—. Seguro que me habría fijado en alguien así. La mayoría de los asistentes al funeral eran normalitos. Ya me entiende, como yo.
—Ya, seguro —gruñó Bagger. Chasqueó los dedos y uno de sus hombres sacó una tarjeta que Bagger le tendió a Caleb—. Si recuerdas algo útil, me llamas. Pago bien. Y eso quiere decir muy bien. Cinco cifras.
Caleb abrió unos ojos como platos mientras cogía la tarjeta.
—Debe de tener muchas ganas de encontrarla.
—Ni te imaginas cuántas, don republicano.
Harry Finn entró silenciosamente en la habitación, se sentó en la silla y la observó. La mujer le devolvió la mirada o lo atravesó con ella, Finn nunca lo sabía a ciencia cierta. En el pasado hablaba bien inglés, sin acento. Pero la mujer políglota, quizá debido a una paranoia creciente, había decidido mezclar cuatro idiomas a la vez y crear una amalgama confusa que convertía la comunicación en una experiencia caótica. No sabía muy bien cómo, pero Finn conseguía comprenderla. Ella no habría esperado menos de él.
Dijo algo y él respondió al brusco saludo con pocas palabras. Aquello pareció satisfacerla, porque asintió mientras esbozaba una sonrisa entre sus flácidas mejillas. De hecho, ella supo que Finn estaba allí antes incluso de que entrara en la habitación. En otras ocasiones lo había explicado diciendo que notaba su «presencia». Tenía un aura especial, le había dicho; agradable y característica. Como hombre al que no gustaba dejar rastro en ningún sitio, aquello le preocupaba. Pero ¿cómo podía una persona borrar su aura?
De niño recordaba el cuerpo alto y fuerte de su madre y sus manos de pianista. Ahora había encogido, estaba marchita. Escudriñó su rostro. En el pasado había poseído una belleza extraña, frágil, un encanto que, de adulto, él siempre había relacionado con el más hermoso de los lirios. Eso se debía a que, de niño, por la noche la belleza se desvanecía y su madre se tornaba voluble y a veces violenta; nunca contra él sino contra sí misma. Y entonces Finn tenía que intervenir y hacerse cargo de la situación. Lo había hecho ya con sólo siete años. La experiencia le había hecho madurar rápido, más de lo que debía. Ahora la belleza había desaparecido de su rostro, el cuerpo flojo, las otrora hermosas manos, marcadas y arrugadas sobre el regazo. Tenía poco más de setenta años, pero parecía más que preparada para la muerte.
De todos modos, seguía siendo capaz de dominarle con su indignación, con su exigencia de reparar un agravio. A pesar de su deterioro físico, sus palabras conservaban la capacidad de hacerle sentir el dolor, la injusticia que había sufrido.
—He oído la noticia —dijo en su curioso idioma—. Ya está hecho y está bien. Eres bueno.
Finn se levantó y miró por la ventana hacia los jardines de aquel lugar que creía que todavía llamaban sanatorio. Los cuatro periódicos que leía todos los días, de cabo a rabo, estaban perfectamente apilados en el alféizar. Cuando acababa con los periódicos, escuchaba la radio o veía la tele, hasta que se dormía bien entrada la noche. La mañana traía más noticias que ella devoraría. Parecía no perderse nada de lo que pasaba en el mundo.
—Y ahora pasa al siguiente —dijo ella en voz más alta, como si temiera que sus palabras no fueran capaces de recorrer la habitación.
El asintió.
—De acuerdo.
—Eres un buen hijo.
Harry volvió a su asiento.
—¿Qué tal estás de salud?
—¿Qué salud? —repuso ella sonriendo y girando la cabeza. Harry recordó que su madre siempre había hecho lo mismo. Siempre, como si escuchara una canción que nadie más oía. De niño eso le encantaba, esa cualidad misteriosa que todos los niños buscan en sus padres. Ahora no le gustaba tanto.
—No tengo salud. Ya sabes lo que me hicieron. No te creerás que esto es natural, ¿verdad? No soy tan vieja. Me siento aquí y me voy pudriendo un poco cada día.
La habían envenenado hacía años, le había dicho ella. La habían encontrado, no sabía muy bien cómo. El veneno estaba destinado a matarla, pero había sobrevivido. No obstante, la estaba consumiendo desde dentro, destrozándole los órganos uno a uno hasta que no quedara ninguno. Probablemente ella pensaba que algún día se desvanecería de este mundo.
—Puedes marcharte. No eres como los demás enfermos que están aquí.
—¿Y adónde voy a ir? Dímelo, ¿adónde? Aquí estoy a salvo. Así que aquí me quedo, hasta que salga con los pies por delante para que me incineren. Eso es lo que quiero.
Finn levantó las manos en señal de rendición. Cada vez que la visitaba tenían la misma discusión, con igual resultado. Ella se estaba pudriendo y tenía miedo y moriría allí. Él podría haber pronunciado ambas partes de la conversación, tan bien se las sabía.
—¿Y qué tal tu mujer y esos hijos tan preciosos?
—Están bien. Echan de menos verte.
—No queda mucho que ver. La pequeña, Susie, ¿sigue teniendo el oso que le regalé?
—Es su preferido. Siempre lo lleva consigo.
—Dile que lo conserve siempre. Representa mi amor por ella. No he sido una abuela como Dios manda para ellos, pero me moriría si se deshiciera del oso. Me moriría.
—Lo sé. Y ella también. Como he dicho, le encanta.
La mujer se levantó con piernas temblorosas, se acercó a una cómoda y extrajo una foto. La agarró fuertemente con sus dedos nudosos antes de tendérsela.
—Toma —dijo—. Te la has ganado.
Él la cogió. Era la misma foto que Judd Bingham, Bob Cole y Lou Cincetti habían visto antes de morir. Carter Gray también había mirado esa imagen antes de estallar en pedazos.
Finn trazó con el dedo índice la delicada línea de la mejilla de Rayfield Solomon. El pasado se le apareció como un destello en la cabeza: la separación, la noticia de la muerte de su padre, la eliminación del pasado y la creación meticulosa de uno nuevo y, con los años, las devastadoras revelaciones de una esposa y madre que le contó a su hijo lo ocurrido.
—Y ahora Roger Simpson —dijo ella.
—Sí, el último —repuso Finn con un deje de alivio.
Había tardado años en identificar y localizar a Bingham, a Cincetti y a Cole. Lo había conseguido hacía meses y entonces había empezado la matanza. Había conocido el paradero del Gray y del senador Roger Simpson porque eran figuras públicas. Pero también eran objetivos más complicados. Había ido primero por los que le ofrecían menor resistencia. Eso alertaría a Gray y Simpson, pero ya contaba con ello. Y cuando Gray había dejado el Gobierno, también había dejado atrás buena parte de las medidas de protección. Incluso advertido, Finn había conseguido matarle. Simpson era el último de la lista. Los senadores también tenían protección, pero Finn confiaba en acabar con él.
Cuando Finn analizaba la vida que llevaba ahora en el seno de una familia de cinco miembros en una urbanización de Virginia de lo más normal con un perro adorable, clases de música, partidos de fútbol y béisbol y certámenes de natación incluidos, y la comparaba con su vida de niño, el contraste tenía un efecto casi apocalíptico. Por eso casi nunca comparaba ambas situaciones. Por eso era Harry Finn, el rey de la compartimentación. Era capaz de erigir muros infranqueables en su interior.
—Voy a contarte una cosa, Harry —anunció entonces su madre.
El se reclinó en el asiento y escuchó, aunque ya lo había oído todo con anterioridad, de hecho habría sido capaz de contarlo igual de bien que ella. No obstante, escuchó aquel
collage
de palabras fracturadas, discordantes, que continuaban irradiando un poder visceral; sus recuerdos representaban un caso elocuente basado en hechos reales del que sólo podía emerger la verdad. Era extraordinario y terrorífico a partes iguales, tenía tal capacidad para evocar el pasado con tanta fuerza que daba la impresión de ocupar la habitación en que estaban con la congoja agónica que rodea una pira en llamas. Y cuando terminaba y se le agotaban las fuerzas, él le daba un beso de despedida y proseguía su viaje, un viaje que realizaba por ella. Y quizá también por él.