Frío como el acero (13 page)

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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: Frío como el acero
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29

—Tranquilízate, Caleb —instó Stone—. Y cuéntame exactamente qué ha ocurrido. —Había salido de la carretera camino de Maine al recibir la llamada histérica de Caleb. Escuchó durante diez minutos la explicación jadeante del encuentro cara a cara de su amigo con Jerry Bagger.

—Caleb, ¿estás seguro de que no se ha dado cuenta de que mentías? ¿Completamente seguro?

—Me ha salido bien, Oliver, habrías estado orgulloso de mí. Me ha dado su tarjeta. Me ha dicho que le llamara si tenía más información. Se ha ofrecido a pagarme muchos miles de dólares. —Hizo una pausa—. Y me he enterado de que su verdadero nombre es Annabelle Conroy.

—¡No se lo digas a nadie!

—¿Qué quieres que haga ahora?

—Nada. No te pongas en contacto con Bagger. Luego te llamo.

Stone colgó y acto seguido llamó a Reuben a Atlantic City para ponerlo al corriente.

—Estabas en lo cierto, Reuben. Bagger está en Washington.

—Esperemos que Angie me cuente más cosas esta noche. Por cierto, ¿dónde estás, Oliver?

—Camino de Maine.

—¿Maine? ¿Ahí está ella?

—Sí.

—¿Por qué Maine?

—Digamos que nuestra amiga tiene un asunto pendiente por allí.

—¿Relacionado con Bagger?

—Así es.

Stone dejó el teléfono y siguió conduciendo. El coche de Caleb, por viejo y oxidado que estuviera, se había portado bien, aunque en ningún momento había podido pasar de 95 km/h. Al cabo de unas horas, cuando ya era noche cerrada, Stone pasó del estado de New Hampshire al de Maine. Consultó el mapa, salió de la interestatal y se dirigió al este, hacia el océano Atlántico. Al cabo de veinte minutos aminoró la marcha y cruzó el centro de la localidad donde se encontraba Annabelle. Era pintoresca y estaba llena de tiendas que ofrecían desde artículos turísticos a material náutico, al igual que muchas poblaciones costeras de Nueva Inglaterra. Sin embargo, era temporada baja y hacía tiempo que los visitantes se habían marchado. Nadie quería exponerse al inminente invierno de Maine.

Stone encontró el hotelito en que se alojaba Annabelle, aparcó en el pequeño aparcamiento, recogió la mochila y entró.

Ella le esperaba en el salón, de pie junto a la chimenea cuyo fuego parpadeaba agradablemente. El suelo y las puertas crujían; olía a la cena servida hacía poco mezclada con el aroma de la madera antigua y la poderosa presencia del aire salado procedente del océano.

—Le he dicho al dueño que nos guardara algo de cenar —dijo Annabelle.

Cenaron en el pequeño comedor, y el hambriento Stone engulló la sopa de pescado, el pan con mantequilla y el crujiente bacalao mientras Annabelle picoteaba la comida.

—¿Dónde podemos hablar? —preguntó él cuando hubo terminado.

—Te he reservado una habitación al lado de la mía.

—Humm… ahora mismo la verdad es que ando un poco escaso de dinero.

—Oliver, no quiero ni oír hablar del tema. Vamos.

Annabelle cogió una jarra de café y dos tazas y lo condujo escaleras arriba, primero a su habitación para que dejara la pequeña mochila y luego a la de ella, que tenía un saloncito contiguo al dormitorio. La chimenea también estaba encendida. Se sentaron y tomaron café caliente.

Annabelle sacó un documento de identidad, una tarjeta de crédito y un fajo de billetes de su bolso. Se los entregó a Stone. El documento de identidad tenía su foto y otra información pertinente que lo convertía en ciudadano del Distrito de Columbia.

—Un tío que conozco me los hizo rápido. Utilicé una foto tuya que tenía. La tarjeta de crédito es legal.

—Gracias. Pero ¿por qué lo has hecho?

—Te repito que no quiero oír hablar del tema.

Ella se limitó a contemplar las llamas mientras Stone la observaba, debatiéndose entre decírselo o no.

—Annabelle, deja la taza.

—¿Qué?

—Tengo que decirte una cosa y no quiero que se te caiga el café.

Dejó la taza lentamente con una curiosa expresión de temor.

—¿Reuben? ¿Milton? ¡Maldita sea, te dije que no los mandaras a Atlantic City!

—Ellos están bien. Se trata de Caleb, pero tampoco le ha pasado nada. Hoy ha recibido una visita inesperada en la biblioteca.

Annabelle lo atravesó con la mirada.

—¿Jerry?

Stone asintió.

—Al parecer Caleb interpretó bien su papel. Bagger le ofreció mucho dinero a cambio de información sobre ti.

—¿Cómo se le ocurrió ir a la biblioteca?

—Descubrió que estuviste casada con DeHaven. Hay constancia pública de ello y hoy día es fácil acceder a ese tipo de información por Internet. Quiere saber si fuiste al entierro.

Annabelle se dejó caer hacia atrás en el pequeño sofá.

—Tenía que haber seguido mi plan de huida original. Joder, mira que soy idiota.

—No; eres humana. Viniste a presentar tus respetos al hombre con quien te casaste y al que quisiste. Es normal.

—No cuando acabas de birlarle cuarenta millones de dólares a un loco homicida como Jerry Bagger, en ese caso no. Es una estupidez —añadió con amargura.

—Vale, pero no te fuiste a una isla, tu compinche la cagó y Bagger te está pisando los talones. Esa es la realidad que tenemos. Ahora no puedes huir porque, por muy bien que lo hagas, dejarás algún tipo de rastro. Y él está demasiado cerca como para que se le escape. Si te vas a esa isla, ten por seguro que estarás sola cuando Bagger te mate.

—Gracias, Oliver. Eso sí que me hace sentir mejor.

—Debería. Porque aquí hay gente dispuesta a arriesgar su vida por ti.

Ella suavizó la expresión.

—Lo sé. No quería decir eso.

Stone miró por la ventana.

—Este pueblo es bastante soporífero. Es difícil creer que aquí se produzcan asesinatos. ¿Dónde ocurrió?

—Justo en las afueras. Había pensado ir por la mañana.

—¿Quieres hablar del tema esta noche?

—El viaje ha sido muy largo y debes de estar cansado. Y no, no quiero hablar del asunto esta noche. Si mañana voy a enfrentarme a él, necesito dormir un poco. Buenas noches.

Stone vio cómo cerraba la puerta del dormitorio y entonces se levantó y se dirigió a su cuarto, sin saber qué le depararía el día siguiente.

30

Reuben se dejó más de cien pavos en la cena y las copas con Angie, pero lo consideró una buena inversión, porque se enteró de cosas interesantes.

Para empezar, los dos tíos que habían acabado en el hospital y el que había desaparecido habían disgustado a su jefe, Jerry Bagger. La camarera no sabía exactamente el motivo, pero parecía que se trataba de una cuestión de dinero. Por desgracia, Angie no sabía por qué Bagger había ido a Washington, sólo que se había marchado de repente.

«No me extraña», pensó Reuben.

Ella atacó su tercer cóctel de ron y refresco de jengibre, bebida de la cual Reuben tomó un solo sorbo y estuvo a punto de vomitar, y luego dijo:

—Últimamente por aquí pasan cosas raras. Tengo un colega que trabaja en la contabilidad del casino. Me contó que había recibido órdenes estrictas de hacer todo lo posible para retrasar una inspección rutinaria de la Comisión de Control.

—¿Bagger tiene problemas económicos?

Ella negó con la cabeza.

—No creo. El Pompeii Casino es como la Casa de la Moneda. Es una mina de oro y Bagger es el empresario más listo de la ciudad. No perdona ni un centavo y sabe cómo ganar dinero.

—Entonces debe de haber ocurrido algo —sugirió Reuben—. Quizá los tíos que acabaron en el hospital y el que desapareció sé traían algo entre manos con la pasta del casino. A lo mejor le estaban desplumando y Bagger lo descubrió e hizo que les dieran una paliza.

—El señor Bagger no es tonto. Eso de romper rodillas ya no se lleva, lo normal es recurrir a la poli o los picapleitos para que les aprieten las tuercas a los timadores, o sea que debe de haber sido algo más gordo.

—¿La poli está investigando?

Angie negó con la cabeza.

—El señor Bagger sabe a quién untar. ¿Y sabes cuántos ingresos para la Hacienda de Nueva Jersey genera el Pompeii?

Reuben asintió con aire pensativo.

—Probablemente sobornara a los dos que están en el hospital. Y el otro tipo no va a ir a darle el soplo a la poli.

—Los muertos no hablan, tienes razón. —Angie se había arrimado más a Reuben en el reservado que compartían. Ella le dio una palmada en el muslo y dejó la mano ahí—. Bueno, se acabó hablar de los demás. Háblame de ti. ¿Has sido jugador de fútbol americano? Tienes pinta. —Le pellizcó la pierna y se apoyó en él.

—Jugué en la universidad. Hice un par de viajecitos a Vietnam. Gané una par de medallas y me quedé con un poco de metralla.

—¿Ah, sí? ¿Dónde? ¿Aquí? —Le presionó el pecho con un dedo con aire juguetón.

—Digamos que no voy a tener más hijos. —No dio crédito a sus propios oídos: le había dicho esa mentira a una mujer que no disimulaba sus ganas de acostarse con él, pero tenía otras cosas en mente.

Angie se quedó tan boquiabierta que la mandíbula casi le llegó a la mesa.

—La cuenta, por favor —dijo Reuben al camarero cuando pasó por allí.

31

Mientras Reuben decepcionaba a Angie, Milton probaba un sistema para la mesa de dados sobre el que había leído. Hasta el momento no le estaba yendo tan bien como esperaba. Si bien había ganado ocho mil dólares bastante rápido en la partida, sus expectativas eran mayores. De todos modos, había otros jugadores arrimados a la barandilla, diciéndole que estaba de suerte, que estaba en racha. Más de dos docenas de jugadores apostaban a lo mismo que él, esperando que los hiciera ricos o que, por lo menos, les ayudara a recuperar parte del dinero que habían perdido hasta el momento a favor de Jerry Bagger.

Mujeres con pechos que les desbordaban por el escote sorbiendo cócteles se arremolinaban a su alrededor, le presionaban las tetas contra la espalda y le manchaban la camisa de licor. También lo acribillaban a preguntas tontas sobre su técnica. Milton no sabía que eran empleadas del casino cuyo trabajo consistía en desconcentrar y romper la racha de cualquier jugador que estuviera ganando mucho. Pero no importaba. Se necesitaba algo más que unos cuantos pechos inflados y preguntas estúpidas para que Milton Farb perdiese la concentración.

Los dos crupieres y el
stickman
que dirigían la mesa observaban atentamente el juego, daban cuenta de las apuestas y controlaban todo lo que pasaba, incluyendo a quienes pululaban junto a la barandilla y a los jugadores que querían llevarse parte del pastel. En esos momentos quedaba muy poco sitio junto a la barandilla, pero si alguien llamaba la atención de algún crupier y mostraba suficientes fichas, podía participar. Y todo el mundo quería jugar en esa mesa.

El corpulento jefe de sala rondaba por detrás sin perderse detalle. Era el tribunal de última instancia en caso de que hubiera algún problema y su misión consistía en velar por el bienestar del casino al tiempo que fingía ser justo con los jugadores. El mundo del casino no era misericordioso; allí sólo había un dios llamado Dinero. Al final de la jornada, el casino tenía que haber ingresado más de lo desembolsado. El hombre estaba preocupado porque tenía suficiente experiencia para reconocer a un jugador excepcional. El Pompeii tendría que capear el temporal, le parecía.

La apuesta mínima era de cincuenta dólares y la máxima de diez mil, y Milton hacía sus apuestas con precisión quirúrgica. Hacía rato que había calculado todas las posibilidades estadísticas y estaba haciendo buen uso de ellas. Había sacado un siete en su primer lanzamiento de dados, la única vez que ese número podía resultar ganador. Había ganado quinientos dólares con ese lanzamiento con una apuesta inicial agresiva y ya no había mirado atrás, llegando al límite con los cincos, seis y ochos, luego los nueves y los cincos, y los más lucrativos, pero con menos probabilidades, dieces y cuatros, con la astucia de un empresario de dados con décadas de experiencia. Había acertado con un dos doble en dos ocasiones y luego un cuatro doble y un diez respectivamente. Había multiplicado sus puntos por seis y el ambiente seguía caldeándose.

Al final, el nervioso jefe de sala ordenó cambiar al personal de la mesa. A los crupieres y al
stickman
no les hizo ni pizca de gracia, tal como reflejaron sus rostros. Las propinas se dejaban al final de la partida, así que esos hombres no verían ni un centavo de las ganancias de Milton. No obstante la orden del jefe era inapelable. Lo había hecho para calmar a Milton y a su entorno. Pero tal decisión, aunque contemplada en las reglas del juego, siempre resultaba controvertida y los espectadores que rodeaban la barandilla dejaron oír sus protestas.

Dos guardias de seguridad se acercaron tras ser llamados por el jefe de sala por los auriculares. En cuanto los dos gorilas se dejaron ver, los espectadores se aplacaron.

Sin embargo, la artimaña del jefe no funcionó, ya que Milton consiguió ganar tres veces más tras una serie de apuestas complejas. Llevaba ganados más de veinticinco mil dólares. A no ser que lanzara los dados fuera de la mesa, el crupier no podía cambiárselos, así que el nervioso jefe de sala poco podía hacer. Se quedó allí contemplando cómo Milton seguía desplumando al Pompeii Casino.

La mesa se quedó estupefacta cuando Milton apostó quinientos dólares a que sacaría un tres. Cuando salió la combinación de dos más uno la apuesta de quince a uno convirtió sus quinientos dólares en siete mil quinientos. Llevaba ganados treinta y cinco mil dólares.

El sudoroso jefe de sala no tenía más remedio que jugar su última carta e hizo un sutil movimiento de cabeza hacia uno de los empleados que fingían ser jugadores. Inmediatamente el hombre apostó al número siete. En realidad era una apuesta contra Milton, porque si sacaba un siete, o
craps
, dejaría de ser el tirador y se perdían todas las apuestas de la mesa. En el mundo del juego se considera que apostar contra el tirador genera malas vibraciones, ahuyenta la energía de la mesa y hace perder fuelle al tirador.

Los espectadores empezaron a quejarse ante las apuestas del falso jugador. Uno de los hombres apostados junto a la barandilla incluso lo empujó, pero un guardia de seguridad sofocó los ánimos.

Milton se mostró impasible ante la intentona del casino por desbaratarle el juego. Bajo la estupefacta mirada de los presentes, colocó fichas por valor de mil dólares «a vagones», como se denomina la combinación de un doble seis. Eso, junto con apostar «a los ojos de la serpiente», es la jugada más agresiva en una mesa de dados porque la ganancia es de treinta a uno. Sin embargo, como sólo se hacía una apuesta, si no sacaba dos seis en el siguiente lanzamiento, Milton perdía el dinero. Así pues, apostar mil pavos a vagones se consideraba una locura.

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