Finn palideció. «Mierda.»
—Lo siento, es que estoy muy liado, hijo.
David se fijó en la vestimenta de su padre.
—¿Cómo es que llevas ese uniforme?
—Estoy trabajando —respondió con voz queda.
A David se le iluminó la expresión.
—Guay. Quieres decir que vas de incógnito, ¿no?
—No puedo hablar de eso, hijo. De hecho, mejor que te marches. No es buena idea que te quedes aquí. —El corazón le latía tan fuerte que era un milagro que su hijo no lo oyera.
David se llevó una decepción.
—Ah, claro. Ya lo pillo. Asuntos secretos.
—Lo siento, Dave. A veces preferiría tener un trabajo normal.
—Sí, yo también. —Y se alejó para reunirse con sus compañeros.
Cuando Finn volvió a mirar la pantalla, Simpson se había marchado del despacho.
Dirigió la mirada hacia David y los demás niños. Su hijo miró una vez a su padre y luego apartó la vista. El grupo de escolares fue por la acera en dirección al Capitolio.
Finn se marchó en la dirección contraria. Tendría que intentarlo otro día. Ahora debía ir a ver a su madre. Estaba deseando informarla de la muerte de Simpson. Estaba tan enfrascado en lo que hacía que ni siquiera vio al hombre que surgía de detrás de un árbol cercano y empezaba a seguirle.
Después de lo que Max Himmerling le había contado la noche anterior, Stone había ido a echar un vistazo a la oficina de Simpson desde una distancia prudencial. O Gray o Simpson habían ordenado la muerte de Solomon y la de Stone, pero Gray era una opción inviable. Ahora, sin embargo, se había producido una novedad. Stone había visto y oído lo suficiente a Finn como para sentir algo más que curiosidad. Finn era bueno, sin duda. Otras personas de la zona, incluidos los policías, no habrían advertido nada sospechoso en él. Pero Stone no era como los demás. Había seguido muchas pistas que no le habían llevado a ninguna parte. Su instinto le decía que aquélla no era una de ésas.
Cuando Finn subió al metro en Capítol South, Stone hizo otro tanto. Fueron hasta la parada del aeropuerto. Stone siguió a Finn al interior. Éste entró en un baño y salió vestido con ropa de calle, la mochila al hombro. Entonces Stone supo que su presentimiento no le había fallado.
Finn compró un billete de ida y vuelta para un viaje corto al norte del estado de Nueva York. Stone se había colocado lo suficientemente cerca de él como para oírlo, y compró también un billete con el documento de identidad falso y el dinero que Annabelle le había proporcionado. Pasó los controles de seguridad y el corazón se le aceleró un poco cuando los guardias comprobaron su foto en el documento. Lo dejaron pasar y se permitió perder de vista a Finn; sabía por qué puerta embarcaría.
Stone compró un café y una revista. Anunciaron el vuelo. Finn iba en la parte delantera del repleto avión y Stone en la trasera. Al cabo de cuarenta minutos despegaron y en menos de una hora aterrizaron. La aventura se tornó más arriesgada. El aeropuerto era pequeño y había poca gente. Finn parecía ensimismado, pero Stone recelaba. Si era el hombre que se dedicaba a matar asesinos extraordinariamente habilidosos y capacitados, Stone no debía fiarse ni un pelo.
Se estaba planteando qué hacer cuando Finn le sorprendió. Pasó por delante del mostrador de alquiler de coches, no se detuvo en la parada de taxis que había en el exterior y bajó por la calle que salía del aeropuerto.
Sin perderlo de vista, Stone se acercó a un taxi.
—Estoy haciendo escala. ¿Se puede ir andando desde aquí a algún sitio?
—Sólo hay unas cuantas casas, varias tiendas y una residencia geriátrica —respondió el taxista sin dejar de hojear un periódico.
—¿Residencia geriátrica?
—Aja. ¿Quiere ir ahí a relajarse un rato durante su escala? —bromeó el hombre.
Stone subió al asiento trasero.
—Conduzca. Despacio.
El taxista se encogió de hombros, dejó el periódico y arrancó.
Herb Daschle era un veterano de la CIA. Había trabajado muchos años sobre el terreno, visto mundo, hecho labores de oficina durante la última década y finalmente aceptado su puesto actual. No era demasiado emocionante y el gran público ni siquiera sabía de su existencia, pero resultaba decisivo para la seguridad de la CIA y, por consiguiente, de la nación. Al menos eso decía el manual interno de la Agencia.
Daschle llevaba dos meses yendo a esa residencia geriátrica tres veces por semana y sentándose en una silla de la habitación privada de un hombre que yacía inconsciente en la cama. El hombre ocupaba un cargo relevante en la CIA y tenía la cabeza llena de secretos que jamás podrían ser revelados a la opinión pública. Por desgracia, había sufrido un aneurisma y ya no era de fiar. Podía decir cosas sin darse cuenta y revelar involuntariamente secretos importantísimos.
Aquello no podía permitirse, por eso hombres como Daschle hacían compañía a funcionarios impedidos de la Agencia que detentaban conocimientos tan confidenciales. Hubo un agente en el quirófano cuando lo operaron para aliviarle la presión del cerebro. Hubo un agente apostado durante el postoperatorio, y ahora estaba vigilado constantemente en la residencia geriátrica donde se esperaba que acabara recuperándose. Ni siquiera sus familiares podían estar a solas con él. Aquello había supuesto toda una conmoción porque la familia no sabía siquiera que el esposo, padre y abuelo trabajaba para la CIA.
A las doce en punto Daschle se levantó del asiento para cedérselo a su sustituto para el siguiente turno. Ambos hablaron un momento y Daschle mencionó algunas cosas sucedidas durante su guardia, nada importante. Salió de la habitación, loco por fumarse un pitillo y fue pasillo abajo hacia la cafetería para proveerse de un refresco y unas galletas saladas antes de marcharse. Las voces que oyó al pasar junto a una habitación le hicieron detenerse. Parecía ruso. Daschle conocía bien el idioma porque había estado destinado en Moscú casi nueve años, y luego una temporada en Polonia y más tarde en Bulgaria. Si aquello era ruso, se trataba de un dialecto curioso. Sonaba como una mezcla de lenguas eslavas. Se acercó a la puerta, entreabierta sólo un resquicio, y aguzó el oído. Entonces oyó lo suficiente como para salir a toda prisa del edificio, y no precisamente para fumar.
En cuanto el agente se hubo marchado, Oliver Stone surgió por el recodo desde donde también había estado escuchando. Observó a Daschle alejarse casi corriendo.
«Maldita sea», pensó.
En la habitación, Lesya estaba hablándole a Harry Finn.
—O sea que ahora John Carr resucita como el ave fénix —dijo en su atormentado batiburrillo eslavo.
—Eso parece —repuso él—, pero no estoy seguro.
—Y el senador sigue vivo.
—No por mucho tiempo.
—¿Qué me dices de Carr?
—Estoy en ello, ya te lo dije. Pero no tengo ni idea de dónde está, ni siquiera sé si sigue vivo. Lo único que se sabe es que han exhumado su tumba.
Lesya tuvo un acceso de tos y luego dijo:
—El tiempo se acaba.
«¿Para ti o para mí?», se preguntó Finn. Seguía pensando en el encuentro con su hijo. «Por poco. Por demasiado poco.»
—Pero lo averiguarás —añadió ella—. Te ayudaré a descubrirlo.
—Deja que me encargue yo.
—Puedo decirte lo que sé de él.
—Ya sé mucho sobre él. —Hizo una pausa—. Creo que no es como los demás.
Ella lo miró con expresión severa.
—¿A qué te refieres?
—Creo que la Agencia intentó matarlo. Me parece que mataron a su esposa, y quizás a su hija. Creo que ha sufrido mucho. Y también fue héroe de guerra.
—Es igual que los demás. Un hombre malvado. ¡Un asesino!
—¿Por qué? ¿Porque mató a mi padre y tu marido cumpliendo órdenes?
—No sabes lo que estás diciendo, Harry.
—Mira, esta mañana me disponía a matar a Simpson cuando apareció David. Casi me pilla.
—¿Tu hijo David? —Finn asintió y su madre se tapó la boca con una mano—. Dios mío. ¿Sospechó algo?
—No, pero me había prometido que nunca permitiría que esta parte de mi vida afectara a la otra. ¡Y ahora ha ocurrido!
Lesya se sentó a su lado y le cogió la mano con la suya, muy huesuda. A Finn le resultó un tanto repulsiva.
—Harry, hijo mío, mi querido hijo, falta muy poco.
—Eso no lo sabes. Y a lo mejor acabo muerto.
Ella retiró lentamente la mano.
—¿Y ahora qué?
—Simpson y luego Carr.
—Lo harás. ¿Me lo juras?
Finn asintió.
Su madre lo observó con mirada penetrante y luego fue arrastrando los pies hasta un cajón y sacó una foto. Se la tendió.
—Este va por Carr —dijo con amargura, y lanzó un escupitajo al suelo. A continuación se tumbó en la cama—. Voy a contarte una historia, Harry.
Él se reclinó en la silla, pero por primera vez en su vida no la escuchó.
Cuando se abrió la puerta de la habitación, los dos se volvieron a mirar.
—¿Qué quiere usted? —le espetó Lesya en inglés—. Tengo una visita.
Cuando el hombre le respondió en ruso, a la anciana se le cortó la respiración.
—¿Quién es usted? —preguntó Finn en inglés.
—Solían llamarme John Carr —contestó Stone, mirándolo—. Tienes razón. No soy como los demás. Y vosotros dos tenéis que marcharos de aquí lo antes posible.
Cuando Paddy volvió a telefonear, Bagger respondió después del segundo tono.
—¿Sí? —dijo.
—¿Te has convencido ya de que tengo razón?
—¿Sabes cuántas veces te he matado en mi cabeza desde que hemos hablado?
—Yo también te quiero. Pero necesito oír tu respuesta.
—¿Cómo quieres hacerlo? —espetó Bagger.
—No haremos nada hasta que oiga lo que quiero oír.
—Ven a mi hotel y te lo diré en persona. Sé que ella está en Washington, así que seguro que tú también.
Paddy sonrió.
—¿Cómo me lo dirás? ¿Después de pegarme un tiro? Pues va a ser que no. Además, yo no voy a las zonas cutres de la ciudad. A los magnates de los casinos siempre les encantan los barrios bajos.
—¿Ah, sí? Gano más dinero en un minuto que el que tú has ganado en toda tu vida.
—El dinero no lo es todo, Jerry. La clase no se puede comprar. Me importa un cojón si te alojas en la Casa Blanca, aunque dudo que dejaran entrar a personajillos como tú.
—Pues el dinero sí lo es todo si quieres vistas a la Casa Blanca como las que tengo. Cuesta mil pavos la noche.
Paddy sonrió y señaló a Annabelle, que levantó el pulgar para darle el visto bueno.
—¿Vas a darme tu palabra o cuelgo? Si cuelgo, no volveré a llamar.
Bagger soltó unos improperios antes de decir:
—Si me consigues a Annabelle, te doy mi palabra de que me olvidaré de ti.
—Y de que tú y los tuyos nunca me causaréis ningún daño. Dame tu palabra.
—De acuerdo.
—Necesito oírlo, Jerry.
—¿Porqué?
—Porque en cuanto esas palabras salgan de tu boca estaré de verdad a salvo.
—Y que los míos y yo nunca te causaremos ningún daño. Te doy mi palabra. —Esa última parte le resultaba tan dolorosa que dio un puñetazo a la mesita del teléfono.
—Gracias.
—Todavía no me has explicado cómo voy a conseguirla.
—Será toda tuya, Jerry. Déjalo en mis manos.
Colgó y miró a Annabelle, que esbozaba una sonrisa.
—Mil pavos la noche y con buenas vistas a la Casa Blanca. No puede haber muchos.
—Cierto —convino Annabelle.
—¿Puedes conseguirme una lista de los hoteles de Washington que tengan vistas a la Casa Blanca y cuesten mil pavos la noche? —preguntó Annabelle a Alex en la misma cafetería que la vez anterior.
—¿Por qué?
—Forma parte de todos esos detalles de los que te hablé.
—Conseguiré la lista. ¿Necesitas ayuda?
Annabelle pensaba decirle que no, pero cambió de idea.
—¿Tienes una mente ágil?
—¿Cómo dices?
—Si eres mentalmente ágil.
—Soy agente del Servicio Secreto. Es un requisito de nuestro trabajo.
—Entonces podrás ayudarme.
Ese mismo día, Annabelle fue al segundo hotel de la lista que Alex le había proporcionado. Se acercó a la recepción y mostró discretamente sus credenciales falsas del FBI.
—¿Qué sucede? —preguntó el recepcionista, nervioso.
—Potencialmente, problemas para tu hotel, pero quizá podamos evitarlo si cooperas. Tengo un equipo de asalto en el exterior.
El azorado joven miró hacia la calle.
—No les verás —dijo ella—. Son profesionales, ¿sabes?
—Llamaré al gerente —repuso el recepcionista, cada vez más nervioso.
—No; debes quedarte donde estás y responder a mis preguntas, William —dijo Annabelle al leer la placa con su nombre.
—¿Qué clase de preguntas?
—¿Se aloja aquí un hombre llamado Jerry Bagger?
—No puedo revelar esa clase de información. Es confidencial.
—Vale, pues supongo que tendremos que averiguarlo por las malas. —Sacó un pequeño walkie-talkie que había comprado en una tienda de artículos deportivos—. Aquí Bravo Uno. ¿Me recibe, equipo de asalto Alfa? ¿Preparados para tomar todos los puntos de entrada? Afirmativo. Líder del grupo, normas de asalto, nada de disparos salvo que sea absolutamente necesario. Repito, sólo si es absolutamente necesario. Posibles daños colaterales en el vestíbulo.
—¿Qué es esto? ¿Una especie de broma? —espetó el recepcionista, reponiéndose un poco.
Annabelle hizo una señal a Alex, que estaba oculto detrás de una columna en el vestíbulo, y él se acercó. El alto agente secreto bajó la mirada hacia el joven. Mostró sus credenciales del Servicio Secreto, la placa y la pistola que llevaba a la cintura.
—¿Algún problema?
El recepcionista señaló a Annabelle.
—Dice que es del FBI y busca a… a un tío y van a mandar a un equipo de no sé qué.
Alex se inclinó hacia el joven.
—No es un equipo de no sé qué. Se llama equipo de asalto. Y yo soy quien lo dirige. Somos una unidad antiterrorista conjunta. Tengo a veinticinco agentes con protección Kevlar y metralletas MP-5, listos para irrumpir en tu hotel porque ese tal «tío» es el número dos en nuestra lista de hombres más buscados, justo después de Bin Laden. Hace dos años que voy detrás de ese «tío» y no voy a permitir que un mequetrefe como tú me estropee el trabajo. Así pues, o miras en el ordenador y nos dices si está aquí, o serás el primer capullo al que arreste por obstrucción a la justicia.