«Rayfield Solomon», pensó. El trabajo había sido rápido y eficiente, pero uno de los más raros en la carrera de Stone. Había sido en Sao Paulo. Las órdenes fueron inequívocas. Solomon era un espía. Lo había delatado la legendaria agente rusa Lesya, cuyo apellido se desconocía. No habría arresto ni juicio, pues resultaría demasiado bochornoso para la opinión pública estadounidense. Sólo sabía eso, ya que a los Triple Seis no solían darles explicaciones demasiado detalladas.
Stone recordó la expresión del hombre cuando habían reventado la puerta. No era de miedo, como mucho de ligera sorpresa antes de endurecer el semblante. Preguntó educadamente quién había ordenado su eliminación. Bingham soltó una risita pero Stone, que estaba al mando del operativo, decidió decírselo. No tenía obligación oficial de hacerlo, pero consideraba que todo hombre condenado tenía derecho a saberlo.
Rayfield Solomon era un hombre de altura y complexión normales, con aspecto más de profesor que de agente secreto. Stone nunca había olvidado aquellos ojos vivaces que lo taladraron cuando alzó la pistola. Una mirada que denotaba la mente brillante que había detrás, la de un hombre que no temía que la muerte llamara a su puerta. Él no era un traidor, había alegado Solomon. «Me mataréis, pero tened en cuenta que matáis a un hombre inocente.» A Stone le impresionó la templanza con que había hablado delante de sus cuatro verdugos.
—Os habrán dicho que hagáis que parezca un suicidio, claro —había añadido Solomon. Eso también sorprendió a Stone, porque era verdad—. Soy diestro. Como veis, mi mano derecha es más grande y fuerte. Así pues, disparadme en la sien derecha. Si queréis también cojo la pistola y coloco el dedo en el gatillo para que tenga mis huellas. —Entonces se había vuelto hacia Stone con una mirada que dejó helado incluso a un ejecutor veterano como él—. Pero no apretaré el gatillo. Tendréis que matarme. Los hombres inocentes no se suicidan.
Cuando acabaron, se marcharon tan discretamente como habían llegado. Por la noche viajaron en un avión de carga gestionado por una empresa fantasma de la CIA hasta Miami. Bingham, Cincetti y Cole salieron de fiesta esa noche; el grupo tenía unos días libres como recompensa por el deber cumplido. Stone no salió con ellos. Nunca salía de fiesta. Tenía esposa y una hija pequeña. Esa noche se quedó solo en la habitación del hotel. De hecho, permaneció levantado toda la noche. No podía quitarse de la
cabeza
, la imagen de Rayfield Solomon. Cada vez que intentaba cerrar los ojos, lo único que veía era aquella mirada atravesándole, y sus palabras le corroían el alma.
«Soy un hombre inocente.»
Stone no había querido reconocerlo entonces pero, después de tantos años, lo reconocía. Solomon había dicho la verdad. Stone había ejecutado a un hombre inocente. De algún modo sabía que esa muerte le atormentaría en el futuro. De hecho, el caso Solomon fue uno de los motivos por los que decidió dejar la Triple Seis, decisión que acabaría destruyendo su familia.
Le habían llamado traidor, igual que antes a Solomon. Y era igual de inocente que éste. ¿Cuántos Rayfield Solomon más habían muerto injustamente por su mano?
Cerró el diario, y el taxi lo dejó al cabo de unos minutos. Llamó a Reuben. Sabía que, si Gray no lo encontraba, haría todo lo posible por hacerle salir a la luz, por ejemplo, secuestrando a sus amigos.
—El pez gordo que creíamos muerto no lo está. ¿El teléfono está a tu nombre? —dijo tranquilamente. Creía saber la respuesta porque conocía muy bien a Reuben.
—No, la verdad es que estoy aprovechando la línea de un amigo —repuso Reuben.
—Menos mal que te mudaste hace poco y no tienes una dirección oficial. De lo contrario, ya te habría dicho que te trasladaras.
—Del otro domicilio me desahuciaron, Oliver. Me marché en plena noche para evitar conflictos por alquileres impagados.
—Ahora todo el mundo tiene que ser discreto. Mis amigos pueden resultar valiosos para el pez gordo. Te volveré a llamar.
Ahora necesitaba información interna. Sólo había un hombre que estuviera en situación de ofrecérsela. Hacía treinta años que no lo veía, pero supuso que era un buen momento para reencontrarse. De hecho, se preguntó por qué no había ido a verlo en décadas. Tal vez temiera la respuesta, pero ya no estaba asustado.
Se había centrado en el caso de Rayfield Solomon porque, en su larga carrera, había sido el que más había lamentado. Después de que le encomendaran matarlo, Stone investigó su historial. No parecía un traidor, pero Stone no podía emitir una opinión al respecto. Había oído hablar de la relación personal entre Solomon y la legendaria espía Lesya. Si ella había sobrevivido y rondaba por allí, quizás estuviera vengándose de quienes habían matado a Solomon. Un hombre inocente.
Max Himmerling cerró el libro, bostezó y se estiró. Desde que su esposa Kitty muriera de cáncer hacía dos años, su rutina apenas variaba. Trabajaba, volvía a casa, tomaba una cena frugal, leía un capítulo de un libro y se acostaba. Era una existencia insulsa, pero su vida laboral ya resultaba suficientemente emocionante. Había perdido el pelo y ganado mucho peso sirviendo a su país. Llevaba casi cuarenta años en la CIA —había entrado en ella al terminar la universidad—, y su trabajo era especial. Gracias a una mente de lo más metódica, era como un centro coordinador de materias de lo más diversas. ¿Qué consecuencias tendría orquestar un golpe de Estado en Bolivia o Venezuela para los intereses occidentales en Oriente Próximo o China? O si el precio del petróleo bajaba un dólar por barril, ¿le convendría al Pentágono instalar una avanzadilla militar en este o aquel país? En una época de superordenadores y servidores repletos de datos y satélites espía que robaban secretos desde el espacio sideral, a Max le hacía sentir bien que en el trabajo de la Agencia todavía hubiera un importante componente humano.
Un perfecto desconocido fuera de Langley, se le consideraba un viejo cascarrabias burócrata de bajo nivel y nunca recibiría mucho dinero ni honores. No obstante, para las personas que importaban, Max Himmerling era un elemento indispensable para la agencia de inteligencia e información más elitista del mundo. Y aquello le bastaba.
De hecho, después de la muerte de su esposa, era lo único que le quedaba. Su importancia dentro de la Agencia resultaba evidente por los dos guardias que vigilaban el exterior de su casa. Himmerling se jubilaría al cabo de un par de años y soñaba con viajar a algunos de los lugares que había analizado a lo largo de tantas décadas. Sin embargo, le preocupaba que se le acabara el dinero antes que la vida. El Gobierno ofrecía una buena pensión y un seguro médico de primera clase, pero no había ahorrado gran cosa, y seguir viviendo en esa zona, a lo cual aspiraba, era muy caro. Supuso que tendría que compensar esa carencia cuando llegara el momento.
Levantó su cuerpo cansado y rollizo de la butaca y se dispuso a subir las escaleras que conducían al dormitorio, pero no llegó tan lejos.
La figura surgió de la nada. El susto de encontrarse con un hombre en el salón de su casa casi le provocó un síncope. Pero no fue nada comparado con la conmoción que sintió cuando el intruso habló.
—Ha pasado mucho tiempo, Max.
Max se apoyó en la pared para no caerse.
—¿Quién eres? ¿Cómo has conseguido superar a los guardias? —preguntó con voz temblorosa.
Stone se acercó a la luz de la lámpara de mesa.
—Te acuerdas de los Triple Seis, ¿verdad, Max? ¿Qué me dices de John Carr? ¿Te suena el nombre? Si te suena, incluso después de tantos años, seguro que imaginas cómo he superado a los dos idiotas que yacen inconscientes ahí fuera y que tú llamas «guardias».
Max alzó la mirada temeroso hacia el rostro del hombre alto y delgado que tenía delante.
—¿John Carr? Es imposible. Estás muerto.
Stone se acercó más a él.
—Tú sabes todo lo que se cuece en la CIA. Así que sabes que John Carr no estaba en la tumba exhumada.
Max se dejó caer en la butaca y lo miró con expresión lastimera.
—¿Qué coño estás haciendo aquí?
—Tú eres el gran cerebro. Siempre ideabas la mejor logística para nuestras misiones. Casi siempre se desarrollaban sin contratiempos. Y en caso contrario, tú siempre estabas a miles de kilómetros de distancia. Así pues, ¿qué carajo te importaba? Nuestras vidas eran las que estaban en juego, no la tuya. Así pues, dime, cerebrín, por qué estoy aquí. Y no me decepciones. Ya sabes lo mucho que odio llevarme una decepción.
Max respiró hondo.
—Quieres información.
Stone se adelantó y le retorció el brazo.
—Quiero la verdad.
Max hizo una mueca de dolor, incapaz de oponer resistencia física. Su fuerza sólo era mental.
—¿Sobre qué? —balbuceó.
—Rayfield Solomon. Carter Gray. Y cualquier otra persona que haya estado implicada en esa debacle.
Max se estremeció al oír el nombre de Rayfield Solomon.
—Gray está muerto —se apresuró a decir.
Stone presionó más el brazo del hombre hasta que el sudor le perló la frente.
—No me refería a eso cuando te he dicho que quiero la verdad.
—¡Su casa saltó por los aires, joder!
—Pero él no estaba dentro. Ahora anda por ahí conspirando, como ha hecho siempre. Sólo que ahora su objetivo soy yo. Otra vez. Y eso no me gusta, Max. Con una vez tuve bastante. —Stone apretó más.
—Ay… Destrózame el brazo si quieres, pero no puedo contarte cosas que desconozco.
—No te destrozaré el brazo. —Stone lo soltó y sacó una navaja de la manga del abrigo.
Max gimoteó.
—John, ya no eres un ejecutor. Lo dejaste. Siempre fuiste distinto. Todos lo sabíamos.
—Eso no me sirvió de gran ayuda entonces. Mi deseo de dejarlo estuvo a punto de costarme la vida.
—Entonces las cosas eran distintas.
—Eso me dice la gente. Pero quien ha sido asesino no deja de serlo jamás. De hecho, hace muy poco volví a hacerlo. En defensa propia, de acuerdo, pero maté a un hombre. Le cercené el cuello desde una distancia de tres metros. Y había sido un Triple Seis. Supongo que ahora ya no los forman como antes.
—Pero yo estoy indefenso —suplicó Max.
—Te mataré, Max. Y será en defensa propia. Porque, si no me ayudas, soy hombre muerto. Pero no moriré solo. —Apoyó el filo contra la temblorosa arteria carótida de Max.
—Por el amor de Dios, John, piensa en lo que estás haciendo. Además, hace poco que perdí a mi mujer. Perdí a Kitty.
—Yo también perdí a mi mujer. Y no la tuve tanto tiempo como tú a tu Kitty. De todos modos, probablemente fuiste tú quien ideó la logística de mi supuesto asesinato sobre un pulcro papel.
—Yo no tuve nada que ver con eso. Me enteré después de que pasara.
—Pero no corriste a contárselo a las autoridades, ¿verdad que no?
—¿Qué demonios esperabas que hiciera? Me habrían matado a mí también.
Stone presionó más la navaja contra la piel del hombre.
—Para ser un genio, a veces dices estupideces. Háblame de Rayfield Solomon antes de que se me agote la paciencia. Porque todo esto está relacionado con Solomon, ¿verdad?
—Era un traidor y lo mataste obedeciendo órdenes.
—Lo matamos tal como nos habían ordenado. Roger Simpson dijo que eran órdenes de muy arriba. Pero es obvio que hay gato encerrado. Hay mucho más. ¿Solomon era inocente? Y si lo era, ¿por qué nos ordenaron matarlo?
—¡Maldita sea, John, déjalo correr! El pasado, pasado está.
La navaja cortó la piel de Max a un centímetro de la arteria y brotó una gota de sangre.
—¿Solomon era inocente?
Himmerling no respondió. Permaneció con los ojos cerrados mientras le palpitaba el pecho.
—Max, si te corto esta arteria, morirás desangrado en menos de cinco minutos. Y yo me quedaré aquí para presenciarlo.
Al final Himmerling abrió los ojos.
—He guardado secretos durante casi cuarenta años y no voy a irme de la lengua ahora.
Stone recorrió el salón con la mirada y se detuvo en las fotos de la repisa de la chimenea. Un niño y una niña.
—¿Nietos? —preguntó de forma harto significativa—. Debe de ser bonito…
Un Max tembloroso siguió la mirada de Stone.
—No… ¡no te atreverás!
—Vosotros matasteis a todos mis seres queridos. ¿Por qué ibas a recibir tú un trato mejor? Primero te mataré a ti. —Señaló las fotos—. Y luego a ellos. Y no les ahorraré dolor.
—¡Eres un cabrón!
—Es cierto, lo soy. Creado, activado y poseído por la CIA. Lo sabes tan bien como los demás, ¿verdad? —Miró otra vez las fotos—. Tu última oportunidad, Max. No te lo volveré a preguntar.
Así fue como, por primera vez en cuatro décadas, Max Himmerling reveló un secreto.
—Solomon no era un traidor. Sabía algunas cosas, pero no todas. La gente temía que, si descubría la verdad, hablara.
—¿Gente como quién? ¿Gray? ¿Simpson?
—No lo sé.
Stone le hizo otro corte en la piel.
—Max, se me acaba la paciencia.
—Fue Gray o Simpson. Nunca supe cuál de los dos.
—¿Y el secreto?
—Ni siquiera yo lo sabía. Tenía que ver con una misión que Solomon y la rusa Lesya realizaron contra la Unión Soviética. Todo eso ha salido ahora a la palestra. No sé por qué.
—Una pregunta más. ¿Quién ordenó que me liquidaran?
—John, por favor…
Stone lo agarró por el cuello violentamente.
—¿Quién?
—Lo único que puedo decir es que tienes las mismas opciones que en la respuesta anterior —respondió con voz entrecortada.
O Gray o Simpson. No es que le sorprendiera.
Stone apartó la navaja.
—Si intentas contarle a alguien que he estado aquí, ya sabes lo que ocurrirá. Gray se enterará y sospechará que te has ido de la lengua. Y a él no puedes mentirle. Sabe métodos para sacarles la verdad a los más duros, y ni que decir a gente como tú. Y si se entera de lo que me has contado… ¿lo adivinas, Max? —Stone colocó una pistola imaginaria contra la cabeza del hombre y fingió apretar el gatillo—. Disfruta del resto de la velada.
—¿De verdad habrías matado a mis nietos? —preguntó Himmerling con voz trémula.
—Alégrate de que no tengan que saberlo.
Cuando Stone se marchó, Max Himmerling exhaló un suspiro de alivio que se le atragantó en la garganta. «Los guardias. Sabrán que vino alguien. Se lo dirán a…» Corrió a hacer la maleta. Hacía tiempo que había preparado un plan por si tenía que huir. Al cabo de diez minutos se dirigía a la puerta con una tarjeta de embarque impresa y un documento de identidad falso en el bolsillo. El sonido del teléfono le hizo detenerse. ¿Debía contestar? Algo le dijo que sí. Descolgó el auricular. La voz al otro lado de la línea era de sobra conocida.