—Siento llegar tan tarde, pero me surgió un imprevisto.
—¿Seguro que todo va bien? Últimamente pareces otro.
—Es el trabajo. Tengo muchas cosas en que pensar.
—¿Qué tal está Lily?
Lily era la madre de Finn, pero ése no era su verdadero nombre. Harry Finn nunca empleaba el nombre verdadero de nada.
—Igual. De hecho, un poco peor. —No utilizó la palabra de su madre: «pudriéndose».
—Ya sé que nuestra vida no es fácil, pero si quieres que tu madre venga a vivir con nosotros, por mí no hay problema. Ya nos apañaremos.
—No es buena idea, Mandy. Ya está bien donde está.
—De acuerdo, Harry. Pero quizá llegue el momento en que tengamos que tomar esa decisión.
—Quizá, pero todavía no ha llegado. Así que no nos preocupemos por el tema. Ya tenemos suficiente con nuestras vidas.
—¿Seguro que no te preocupa algo?
Harry negó con la cabeza sin mirar a su esposa.
Ella le tocó la mano.
—Harry, tengo la impresión de que te estás alejando de nosotros.
Finn respondió con una dureza que le sorprendió incluso a él mismo.
—He ido al colegio de Susie. Casi nunca me pierdo un partido de béisbol o fútbol. El jardín no tiene ni un solo hierbajo. Ayudo con los deberes y las tareas del hogar. Hago de chófer tanto como tú. ¿Qué más quieres de mí, Mandy?
Ella retiró la mano lentamente.
—Nada, supongo.
Acabaron la tarta en silencio. Mandy se dispuso a subir a la planta de arriba mientras Finn se quedaba sentado en la cocina con expresión vacía.
—¿No subes? —preguntó ella.
—Tengo unas cosillas que hacer.
—No salgas, Harry, esta noche no.
—Quizá sólo a dar un paseo. Ya sabes.
—Sí, lo sé —musitó Mandy para sí mientras subía las escaleras.
—¿Mandy?
Ella se giró.
—Las cosas mejorarán, te lo prometo. Pronto mejorarán. —«Casi lo he conseguido.»
—Claro, Harry, claro.
En realidad Annabelle sólo tenía un sitio al que ir: el cementerio. Nunca había tenido la oportunidad de presentar sus respetos a su madre y lo haría esa noche.
Aparcó el coche alquilado, cruzó la verja y recorrió los senderos en penumbra. Sin embargo, al llegar descubrió que su madre ya tenía visita. Se escondió detrás de un árbol para observar.
Estaba tumbado en el suelo junto a la tumba. Annabelle escuchó las palabras que le llegaban flotando desde la figura que permanecía boca abajo. Cantaba una tonadilla irlandesa a la difunta.
Annabelle se la había oído cantar a su madre cuando ella era niña. La letra hablaba de sueños, de una tierra exuberante y verde y de un hombre y una mujer muy enamorados. Mientras la escuchaba, no pudo evitar que las lágrimas empezaran a resbalarle por las mejillas. El sonido se atenuó y al final se dio cuenta de que su padre se había quedado dormido junto a la tumba de su esposa.
Annabelle salió de detrás del árbol, caminó en silencio hacia la tumba y se arrodilló al otro lado; su padre roncaba apaciblemente. Entonces hizo algo que no hacía desde que fuera a misa de niña: se santiguó y rezó por su madre. Le brotaron más lágrimas mientras hablaba con Dios e intentaba hablar con su madre, diciéndole cuánto la echaba de menos, hasta qué punto deseaba que siguiera viva.
Rezó y habló hasta que le dolió el corazón. Acto seguido, se levantó, volvió a santiguarse y, contemplando a su padre dormido, tomó una decisión.
Le pareció exageradamente liviano cuando lo sujetó por las axilas para levantarlo. Él se medio despertó. Ella lo llevó como pudo hasta el coche, volvió al hotelito y lo acostó en su habitación. Annabelle se sentó en el sofá de la salita hasta que oyó un golpecito en la puerta.
Era Stone. Parecía preocupado. Le informó de lo que les había ocurrido a Milton y a Reuben. Luego miró la puerta de su dormitorio, del que salían fuertes ronquidos. No dijo nada porque la expresión de Annabelle transmitía con toda claridad que no quería hablar del tema.
—¿Quieres volver a casa mañana? —le preguntó.
—No tengo casa —respondió ella—. Pero podemos volver a tu casa.
A la mañana siguiente Annabelle pidió que le subieran el desayuno a la habitación. Cuando su padre salió del dormitorio, le sirvió un café caliente y le puso huevos con beicon en el plato.
—Pareces hambriento —dijo.
Él miró alrededor.
—¿Cómo coño he llegado aquí?
—Anoche estabas en la tumba. Yo también.
Él asintió lentamente y se frotó el pelo alborotado con una mano.
—Entiendo.
—Ven a comer.
—No tienes por qué hacer esto, Annie.
—Lo sé. Come.
Se sentó y consiguió tomar unos bocados y beber un poco de café.
—¿Es muy grave? —preguntó ella observando el rostro demacrado y ceniciento.
—Bastante. Seis meses sin tratamiento. Un año con tratamiento. Pero ¿quién quiere estar siempre enfermo?
—¿Necesitas algo? ¿Dinero? ¿Un lugar donde vivir?
Él se reclinó en el asiento y se secó los labios con la servilleta.
—No me debes nada, Annie. Y no voy a coger nada tuyo.
—No tienes por qué vivir en constante dolor ni dormir en la parte trasera de una furgoneta. Tengo dinero.
—Tengo whisky para el dolor y mi vieja furgoneta es lo que llaman una «autocaravana de gama baja». Estoy bien.
—Es obvio que no lo estás.
Él ensombreció el semblante mientras se apartaba de la mesa.
—No quiero tu compasión, Annie, ¿entendido? Así me resulta más fácil enfrentarme a tu odio.
—¿Por eso nunca me buscaste y no me dijiste que estabas en la cárcel cuando Bagger mató a mamá?
—¿Habría cambiado algo para ti si lo hubiera hecho?
—Probablemente no —reconoció ella.
—Pues ya está. Habría sido una jodida pérdida de tiempo. —Se levantó y rebuscó en el bolsillo un paquete de cigarrillos y un encendedor—. ¿Te importa, teniendo en cuenta que ya me ha matado?
Annabelle negó con la cabeza y él se acercó a la ventana, la abrió y exhaló el humo hacia fuera.
—¿Desplumaste al cabrón de Jerry en Atlantic City?
—Sí.
—¿Bien desplumado?
—Millones.
—Bien, pues entonces te has ganado el cielo, porque no hay hombre que se lo merezca más que él.
—Pero no fue suficiente —reconoció Annabelle en voz baja.
Paddy miraba malhumorado por la ventana.
—Por supuesto que no. A Jerry no le falta precisamente dinero. Puedes cogerle todo el que quieras, que él lo recuperará de los gilipollas que no paran de acudir a su casino.
—Entonces, ¿cómo puedo hacerle daño de verdad? —preguntó ella.
Él se giró para mirarla.
—Quitándole una de estas dos cosas: la vida o la libertad. Es la única forma.
—El asesinato no prescribe.
—¿Tienes pruebas de que mató a tu madre?
—Nada que sirva ante un tribunal, pero sé que fue él.
—Yo también.
Padre e hija se miraron de hito en hito.
—Sólo existen dos personas en el mundo que han estafado a ese cabrón y han sobrevivido para contarlo —añadió él—. Y las dos están en esta habitación.
—Entonces, ¿quieres que estafemos a Jerry juntos?
—Quiero que pague por lo que hizo a tu madre.
—¿Crees que yo no?
—Sé que tú también. Fuiste a por ese cabrón. Yo nunca tuve cojones para hacerlo. No obstante, soy un buen estafador, quizás uno de los mejores. Y ahora tengo agallas, más que la mayoría.
—¿Las cosas han cambiado, entonces?
—Me estoy muriendo. Así pues, ¿qué más me da? Mejor recibir un balazo en la cabeza cortesía de Jerry que ver cómo me pudro por dentro.
—¿Y cómo sugieres que lo hagamos exactamente?
—He estado pensando mucho en el tema. Probablemente sea lo único en que he estado pensando. Y el hecho de que estafaras a Jerry nos proporciona una forma de pillarlo.
—¿Por qué quiere atraparme?
—Eso es. Trabajaste en equipo, claro.
—Dos personas que conoces, o de las que has oído hablar, y una que no.
Paddy tiró el cigarrillo por la ventana y volvió a sentarse a la mesa.
—¿Jerry pilló a alguno?
—A uno. Lo dejó como un vegetal.
—¿Crees que te delató?
—Está claro que sí —dijo ella—. De hecho, ahora mismo Jerry está en Washington buscándome.
—Ese tío alto y mayor que va contigo, ¿es de confianza?
—Nunca me ha fallado.
—Pues mejor que lo conserves como amigo. —Paddy se quedó callado contemplando el desayuno inacabado.
—¿Crees que estás en forma para estafar a Jerry? Yo lo conseguí porque lo preparé muy a conciencia. No me apetece que me vuele la cabeza porque tú la cagues.
—Siempre he admirado lo directa que eres.
—A ver si adivinas quién me enseñó —le espetó ella.
—Estoy preparado para esto. De hecho, es lo único que me mantiene con vida. Y tengo un plan.
—¿En qué consiste?
—Básicamente en conseguir que Jerry confiese que mató a tu madre.
—No me digas, ¿eso es todo? Joder, ojalá se me hubiera ocurrido antes.
—¿Tienes algún problema con la idea? —replicó él.
—Con la idea no, con la materialización sí. Porque, corrígeme si me equivoco, para conseguir que alguien confiese un crimen, ¿no hay que tener un cara a cara?
—Por supuesto. Un encuentro lo más directo posible.
—Pues entonces olvídalo. Yo ya he estado cara a cara con Jerry y no tengo ningunas ganas de repetir.
—Con mi plan correrás un riesgo mínimo.
—Defíneme mínimo.
—Confía en mí, Annie.
—¿Es una broma?
—No soy más que un moribundo que quiere hacer las paces con Dios. Y para ello tengo que hacer esto bien. Lo necesito.
Ese comentario descolocó tanto a Annabelle que se lo quedó mirando pasmada.
—Pero hay un pequeño problema —añadió él.
—¿Cómo de pequeño?
—Necesitamos acceder a los buenos, a la poli. No es exactamente mi especialidad. —La miró—. ¿Se te ocurre algo al respecto?
Annabelle se reclinó en el asiento, no demasiado convencida.
—Sabes que esto es una misión suicida, ¿verdad?
—Nunca permitiré que Jerry te haga daño. Pero tengo que hacer esto. Lo he jurado ante la tumba de tu madre.
Ese comentario surtió un efecto inesperado en Annabelle. De hecho empezó a sentir algo por su padre. No estaba segura de si era compasión, piedad o quizás algo más.
—Entonces a lo mejor puedo conseguir que los buenos nos ayuden —dijo ella con voz queda.
Annabelle dejó a su padre y se dirigió a la habitación de Stone.
—Quiere aliarse conmigo para timar a Jerry de forma que confiese que mató a mi madre —le dijo antes de dejarse caer en el pequeño sillón situado junto a la cama de Stone.
—¿Crees que puedes confiar en él?
—Joder, Oliver, te has pasado un montón de tiempo diciéndome que le perdonara.
—Perdonar es una cosa y confiar es otra.
—No tengo ningún motivo para confiar en él.
Stone la miró con recelo.
—¿Pero?
—Pero aun así, confío en él. No sé por qué, será mi instinto.
—¿Necesitas los servicios de la caballería?
—Eso es lo que él dice.
—Quizá podría ayudar —asintió él.
—Eso pensaba. Te deben una después de lo de la última vez.
—Nunca deben nada a nadie, Annabelle. O al menos nunca creen que así sea. Pero a lo mejor logro convencerlos. ¿Qué vas a hacer con tu padre mientras tanto?
—Esperaba que pudiera volver a Washington con nosotros.
—¿Y alojarse contigo? Podría resultar un poco arriesgado con Bagger rondando por ahí.
—Te agradecería cualquier tipo de ayuda en ese sentido.
—Dile a tu padre que recoja sus cosas.
Paddy no tenía nada que recoger. Todas sus pertenencias estaban en la maltrecha furgoneta. Insistió en seguirles.
—La furgoneta es todo lo que tengo. No pienso deshacerme de ella.
Stone y Annabelle, con Paddy a remolque, fueron en dirección sur hacia la casa de Reuben, situada en una de las pocas áreas rurales que quedaban en Virginia. Llegaron muy tarde, pero Stone ya le había avisado.
Bajaron por un camino de grava más parecido a un sendero que a una carretera, flanqueado por una densa arboleda. Pasaron junto a chabolas inclinadas y coches abandonados a medida que la tierra salvaje y la pobreza aumentaban con cada paso del cuentakilómetros. Al cabo de unos minutos los faros del Nova parpadearon hacia un jardín lleno de maleza y enfocaron un garaje cuya única puerta levadiza estaba abierta. El interior se hallaba atestado de herramientas y piezas de automóvil. Había seis coches aparcados junto al garaje, dos furgonetas, tres motocicletas y lo que parecía un
buggy
, todos ellos en distintas fases de reconstrucción. Junto al garaje había un tráiler móvil que había dejado de serlo, puesto que estaba bien fijo sobre bloques de cemento ligero.
—Reuben se ha mudado aquí hace poco —comentó Stone.
Annabelle miró otra vez el garaje.
—¿Tiene un taller clandestino?
—No; es que es un genio de la mecánica. Creo que se siente más cerca de sus máquinas que de muchas personas. Por eso quiere tanto a su motocicleta. Dice que es más fiable que las tres mujeres que ha tenido.
—Oliver, ¿tienes algún amigo normal?
—Bueno, pues tú.
—Oh, cielos, pues sí que estás apañado.
La furgoneta de Reuben estaba en el patio y había una luz encendida en el tráiler.
—Nos están esperando —dijo.
Reuben los recibió en la puerta y luego se quedó mirando la furgoneta, con Paddy al volante.
—¿Quién es ése?
—Un amigo —respondió Annabelle.
—He pensado que quizá podría quedarse aquí, al menos esta noche —dijo Stone.
—Ya no viene de uno. Puede quedarse en la suite presidencial. Está al lado del baño.
—¿Dónde está Milton? —preguntó Stone.
—Durmiendo. Parece que ganar una porrada de dinero en el casino y que luego casi te machaquen es realmente agotador.
—Ahora vamos a devolver el coche de Caleb —anunció Stone—. Y mañana quiero que nos reunamos en mi casa, pongamos todo lo sucedido sobre la mesa y veamos qué hacer a continuación. Y voy a llamar a Alex para que nos ayude. —Lanzó una mirada a Annabelle—. Con un nuevo plan.
Reuben miró a una y otro.