—Vale —dijo.
—Gracias, Reuben.
Al cabo de una hora Stone y Annabelle estacionaron en la plaza de parking del apartamento de Caleb en Washington y subieron a su casa en el ascensor. Stone llamó a la puerta. Unos pasos se acercaron y la puerta se abrió, pero por desgracia no fue Caleb quien los recibió.
—Esto es absolutamente intolerable, Carter —dijo el senador Roger Simpson.
Ambos estaban en el bunker de la CIA, sentados en sillones de cuero y bebiendo sendas copas de cabernet.
Simpson siguió hablando.
—Que una cosa tan fea como ésta aflore ahora. Dentro de unos años me instalaré en la Casa Blanca si todo sale según lo previsto.
—Roger, si esto sale a la luz quedarás fuera de la carrera presidencial. A lo mejor hasta acabas en la cárcel.
Simpson se sonrojó al oír la provocación de Gray, pero se limitó a contemplar ceñudo la copa de vino antes de replicar.
—Ray Solomon. ¿Quién iba a pensar que ese asunto volvería a darnos dolor de cabeza?
—Siempre fue una posibilidad. Fue un riesgo calculado. A veces funciona, a veces no. Estoy convencido de que hiciste lo que te pareció correcto en aquel momento.
—Hablas como si no tuvieras nada que ver. Tú estuviste metido hasta el cuello, como yo.
—Yo no di la orden de matar a Ray —espetó Gray—. Era mi amigo. Murió por tu culpa.
—Se suicidó en Brasil.
—No; tú enviaste a John Carr y a su equipo a matarlo porque temías que te delatara si descubría la verdad.
Simpson observó a Gray por encima de la copa.
—Nos delatara, Carter. No lo olvides.
—Ray Solomon era buena persona, y un agente de primera. Y ahora se le considera un traidor. Su nombre ha sido mancillado.
—A veces hay que hacer sacrificios en aras de un bien mayor.
—Pues tengo la impresión de que tú nunca estarías dispuesto a sacrificar tu vida por un bien mayor.
—El destino se encarga de conservar a aquellos que realmente sobresalen, Carter. Los grandes hombres siempre perseveran.
—Pues ahora más vale que la suerte te acompañe porque está claro que alguien quiere verte muerto.
—Y a ti también, no lo olvides.
—El hecho de que el asesino crea que ya estoy muerto me otorga cierta libertad de acción. ¿Sabes?, en cierto sentido no se le puede culpar. Lo que hiciste es inexcusable.
Simpson enrojeció.
—Hice lo que hice por un buen motivo —replicó—. Y fue hace mucho tiempo. El mundo era muy distinto. Y yo también lo era.
—Nadie de nosotros ha cambiado tanto —replicó Gray—. Y tampoco fue hace tanto tiempo. De hecho, no es el pasado sino el presente. Es una lección para no quemar las naves o hacer estupideces.
—Donna se pondrá hecha una furia si se sabe algo de esto —dijo Simpson nervioso.
—¿Quieres culpar a tu esposa? Tu decisión fue abominable.
—¡Mi decisión! Tú ordenaste matar a gente, Carter. Matar.
—Estábamos al mando de la División Triple Seis, Roger, no era una guardería para aprendices de espías. Cada objetivo que nos daban estaba debidamente autorizado, a menudo desde el mil seiscientos de Pennsylvania Avenue. Nuestra obligación era cumplir esas órdenes, porque el otro bando iba a por todas. Cualquier cosa que no hubiera estado a la altura por nuestra parte habría sido sinónimo de traición.
—No todas las muertes estaban autorizadas, Carter, lo sabes perfectamente.
Gray miró al senador de forma inequívoca.
—En ocasiones es preferible que los políticos no lo sepan todo. Pero Ray Solomon no tenía que haber sido una de esas ocasiones, Roger. No debiste hacerlo.
—Ahora es fácil decirlo. Además, fue la única vez que hice una cosa así.
—¿Ah, sí? ¿Y qué me dices de John Carr?
—Él era el peor. Intentó dimitir de la Triple Seis.
—Como de costumbre, tu juicio es sencillamente prodigioso. Carr era el mejor.
—Es tu opinión.
—¿Y por eso ordenaste su muerte? —repuso Gray—. ¿Porque quería dejar de ser un asesino?
Simpson se puso tenso.
—No sé de qué estás hablando. ¿Matar a uno de los nuestros? Absurdo.
—Mientes muy mal, Roger. Si realmente quieres ser candidato a la Casa Blanca tendrás que mejorar tu cara de póquer.
—Yo no ordené que mataran a ese hombre.
—Hace unos cuatro años mantuve una larga conversación con Judd Bingham. Me lo contó. Lo hicieron él, Cole y Cincetti. El equipo de Carr fue a por él siguiendo tus órdenes.
—Esa afirmación es injuriosa. Yo no tenía autoridad para ordenar tal cosa.
—¿Autoridad? ¿En aquel entonces? Dirigíamos a un grupo de asesinos. La mayoría de ellos, salvo Carr, disfrutaban con su trabajo. Bingham dijo que él y los otros dos estuvieron encantados de hacerlo por ti. Les cabreaba sobremanera que Carr quisiera dejar el grupo. Se lo tomaron como una ofensa personal.
—Bueno, dado que Bingham y los otros dos están muertos, realmente no existe prueba de ello, ¿no?
—Y Carr también. Actualmente se encuentra en el cementerio nacional de Arlington.
Simpson tomó un sorbo de vino.
—Lo sé.
—Al menos así consta oficialmente.
Simpson lo miró con dureza.
—¿De qué estás hablando?
—Carr no está muerto.
—Pero Bingham dijo… —Simpson se dio cuenta de su error demasiado tarde.
—Gracias por confirmar lo que ya sabía que era cierto. Bingham siempre fue un mentiroso. No quiso reconocer que Carr se había salvado aquella noche. Y encima Carr se cargó a tres de nuestros agentes durante el enfrentamiento. Bingham, Cole y Cincetti se salvaron por los pelos, aunque al parecer Carr no sabía que eran ellos. Cuando se trataba de matar, Carr pertenecía a otra raza. Esa misión salió muy cara, Roger. Tenían que haberte reprendido. Tienes suerte de que Bingham y los otros dos mantuvieran la boca cerrada durante todos estos años. Ellos también se habrían metido en un buen lío si se hubiera sabido la verdad.
—Insisto en que no sé de qué estás hablando.
Gray esperó a que Simpson bebiera un sorbo de vino antes de continuar.
—Jackie era hija de Carr; ¿te lo había dicho? Adoptaste a su hija.
El senador dejó la copa lentamente y Gray percibió que le temblaba la mano.
—No; se te olvidó decírmelo —replicó Simpson con voz tensa—. Me dijiste que era huérfana, pero no me revelaste la identidad de los padres. Ni siquiera sabía que Carr tuviese una hija.
—Lo normal sería pensar que cuando uno quiere matar a un hombre está al corriente de esos detalles.
—Si sospechabas de mi implicación, ¿por qué nos diste a la niña?
—Había que hacer algo con la pobre criatura, y tú y Donna no podíais tener hijos. A pesar de lo que piensan algunos, tengo corazón, Roger. La niña no tenía ninguna culpa. Yo tampoco. Tú sí, y Bingham, Cincetti y Cole. ¿Adviertes que hay una pauta?
Simpson dio un respingo.
—¿Crees que Carr los mató?
—Y además intentó matarme. Debió de pensar, como es lógico, que yo tuve algo que ver con la muerte de su familia.
—Pero ¿por qué esperar tanto tiempo para hacerlo?
—En ese sentido no puedo más que especular. Pero debe ser incluido en la lista de sospechosos.
—Si es que sigue vivo.
—Los hombres como Carr son muy difíciles de matar, como te habrás dado cuenta ahora. Ni siquiera un equipo de Triple Seis fue capaz de ello.
—Pero no lo entiendo, ¿qué relación tiene esto con Solomon?
—Quizá no la tenga. Es posible que Carr actúe solo y utilice el asunto de Solomon como tapadera. Es lo que nos toca descubrir. Pero si Carr está actuando con alguien relacionado con el pasado de Solomon, entonces tenemos que localizarlo. Dispongo de los recursos para ello. El actual director comparte mi visión de las cosas. Era de esperar: lo formé yo.
—¿Y pillarás al autor de todo esto?
—Sí, esperemos que antes de que él te pille a ti. Seguro que estás en la lista negra y, de hecho, eres un blanco fácil.
—Eso no tiene gracia.
—No pretendo que la tenga. Tres hombres que estaban mucho mejor preparados y más encubiertos que tú han muerto. A nivel práctico, eres el blanco más fácil.
—Voy a marcharme al extranjero una temporada, mañana mismo —afirmó Simpson—. No voy a quedarme a esperar a que me mate un psicópata.
—Estoy convencido de que los contribuyentes comprenderán que eludas tus obligaciones en el Congreso.
—No me gusta el tono que empleas, Carter.
A modo de respuesta, Gray cogió su Medalla de la Libertad de la mesa situada junto al sillón y la sostuvo en alto.
—Me dieron un trozo de metal a cambio de casi cuarenta años de servicio al país. La verdad es que me sorprendió que me la concedieran. Al fin y al cabo, había dimitido de mi cargo como director de Inteligencia Nacional, y dejé a la Administración en la estacada.
—Muchas veces me he preguntado el porqué de tu decisión.
—Pues sigue preguntándotelo, Roger. Esa información es mía y sólo mía.
Simpson miró con desprecio el interior del bunker.
—Este sitio te hace sentir como una rata en su guarida —comentó.
—No debe infravalorarse a una persona capaz de matar a tres ex Triple Seis y casi a mí. Por ahora disfruto de mi estancia en este bunker tan acogedor.
—Perfecto, mientras yo doy la cara en el exterior —masculló Simpson.
—No te preocupes, Roger. Tengo entendido que también conceden la Medalla de la Libertad a título póstumo.
Harry Finn trabajó duro el día siguiente y por la noche visitó un complejo de apartamentos de Arlington. Las plazas de aparcamiento estaban numeradas, así que le resultó fácil localizar la correcta. Dejó la furgoneta en una plaza libre, se acercó al Lincoln Navigator negro y presionó un dispositivo electrónico contra el guardabarros trasero. La luz roja parpadeante de la alarma del salpicadero del monovolumen se apagó. Finn sacó la herramienta para reventar cerraduras del bolsillo de la chaqueta y en cuestión de segundos abrió la portezuela. Extrajo la acreditación especial del retrovisor, donde el imbécil dueño del Lincoln siempre la guardaba, y la sustituyó por otra idéntica pero que no funcionaba. No llevaba grabados los códigos de encriptación, códigos que Finn era incapaz de copiar, por eso cometía ese robo. El propietario pensaría que se había estropeado y pediría que le expidieran otra. Sin embargo, esa agencia federal en concreto era conocida por no cancelar las acreditaciones antiguas. Acreditación vieja, acreditación nueva, no parecía importar ir hinchando la burocracia. No obstante, para Finn era muy importante.
Colocó la cerradura en su sitio, cerró la puerta debidamente, presionó su dispositivo contra el guardabarros y la alarma volvió a activarse. No había dejado rastro alguno. Si la gente supiera la de aparatos que existían para desplumarles… aunque mejor que no, que siguieran considerándose seguros ya salvo.
Camino a casa, Finn miró la acreditación robada. Afortunadamente en el fondo no era mala persona, ya que amañando un poco aquel trozo de plástico podría derribar toda la rama legislativa del Gobierno de una sola vez, a los 535 miembros. Pero sólo quería a uno. Sólo a uno.
Stone, Annabelle y Caleb iban en la parte trasera de una furgoneta. Mike Manson, uno de los hombres de Bagger, estaba sentado a su lado. El había abierto la puerta de Caleb, apuntándoles directamente con una pistola. Stone no pensó que seguirían a Caleb, un error de cálculo que al parecer les costaría la vida.
—¿Qué tal está Jerry? —preguntó Annabelle tan tranquila—. ¿Ha sido víctima de algún timo últimamente?
—No sé a qué te refieres —repuso Mike.
—Dudo que vayamos al hotel donde se aloja —dijo Stone—. Habría demasiados testigos. Mike no dijo nada.
Caleb, angustiado, tenía la cara pegada a la ventanilla y parecía concentrado en no desmayarse.
—Supongo que un soborno no servirá de nada, ¿verdad? —sugirió Annabelle.
Caleb apartó el rostro de la ventanilla.
—¿Eres consciente de que podrías ir a la cárcel por esto?
Mike le encañonó la cabeza.
—¡Cierra el puto pico!
La furgoneta se desplazó bruscamente hacia un lado cuando otro vehículo le cortó el paso. Mientras el conductor intentaba dominarla, Mike apartó la vista de Stone un instante, pero fue suficiente.
—Qué cono… —balbuceó Mike antes de desplomarse contra la puerta. Su pistola cayó al suelo y Stone la recogió para apuntarle a la cabeza. A Mike le palpitaba la sien izquierda, pues Stone le había presionado con el dedo un punto cerca de la caja torácica—. Vale ya, viejo, dame la pistola antes de que te hagas daño —dijo Mike con una mueca de dolor.
Stone apretó el gatillo y la bala le destrozó el lóbulo de una oreja. Luego apuntó a la cabeza del conductor.
—Para en el arcén ahora mismo o te perforo el cerebro.
La furgoneta se detuvo bruscamente en el arcén de tierra.
Stone miró al atónito y ensangrentado Mike.
—La próxima vez que secuestres a alguien, chaval, átalo. Eso te evitará quedar como un idiota.
—¿Quién coño eres? —chilló Mike.
—Te conviene no saberlo.
Ataron a Mike y al conductor con correas y cuerdas que había en la furgoneta y luego los dejaron en una zanja próxima a la carretera. Los registraron en busca de sus documentos de identidad, pero no encontraron nada.
Stone se puso al volante y los tres se marcharon en el vehículo.
Annabelle miró a Caleb.
—¿Te encuentras bien?
El la miró ceñudo.
—Estoy bien. ¿Por qué no iba a estarlo? En menos de una hora han allanado mi casa, me han secuestrado y casi me matan. Y ahora ese monstruo de Bagger sabe que le mentí, y también sabe dónde vivo y dónde trabajo. Oh, qué bien, qué contento estoy.
—Bueno, no estamos muertos, algo es algo —comentó Stone.
—¡No estamos muertos todavía! —exclamó Caleb.
Stone le pasó el teléfono a Caleb.
—Llama a Alex Ford a su casa. Su número está en marcación rápida. Cuéntale lo ocurrido y dónde encontrará a los hombres de Bagger. —Miró a Annabelle—. Jerry ha cometido un grave error. Y ahora contamos con algo para acusarlo, y Paddy y tú ya no tendréis que ir a por él.
Caleb realizó la llamada mientras seguían avanzando por la carretera. Al tomar una curva, un coche salió repentinamente de un camino lateral. Stone intentó esquivarlo y frenó en seco.