—¡Es mi padre! ¡Y Reuben! —gritó Annabelle.
Paddy Conroy iba al volante, con Reuben de copiloto. Paddy situó el coche al lado de la furgoneta y bajó la ventanilla.
Annabelle se inclinó por encima de Stone.
—¿Qué demonios hacéis vosotros dos aquí?
—Cuando os fuisteis caímos en la cuenta de que Bagger había ido a ver a Caleb al trabajo y de que quizá sus hombres le habían seguido hasta su casa —contestó Reuben—. Así que decidimos cubriros un poco.
—Hemos ido a casa de vuestro amigo —añadió Paddy— a tiempo de verlos salir con vosotros. Por lo que Reuben me ha contado, tú —señaló a Stone— sólo necesitabas un momento de despiste para hacerte cargo de la situación. Y supongo que tenía razón. —Miró a Annabelle—. Ya veo por qué mi hija confía tanto en ti.
Stone lanzó una mirada a Reuben.
—Paddy y yo hemos mantenido una agradable conversación por el camino. —Dio una palmada en la espalda al irlandés—. Por cierto, ¡hay que ver cómo conduce el tío!
—Empecé mi carrera como conductor militar —explicó el aludido.
Reanudaron la marcha, seguidos por Paddy y Reuben. Todos estaban muy animados por haber pillado a Bagger y a sus hombres, pero el júbilo duraría poco.
Alex envió unos agentes a detener a los hombres de Bagger, pero ya habían desaparecido. Después de eso, las noticias no mejoraron. La pistola que Stone le había quitado a Mike no estaba registrada y no tenía huellas; la furgoneta era robada. Los secuestradores no habían mencionado el nombre de Bagger, por tanto no había nada que los relacionara con el propietario del casino. Así pues, no había pruebas suficientes para interrogarlo. A las autoridades no les gustaba quedarse con las manos vacías. Al menos quedó muy claro que en el futuro la caballería acudiría rápidamente cuando se la llamara.
Todo apuntaba a que volvían a la casilla de salida en su carrera contra Bagger.
Oliver Stone era el que estaba más preocupado. ¿Arma sin huellas, furgoneta robada, ningún documento de identidad, hombres maniatados que desaparecen sin dejar rastro? ¿Y si no habían sido hombres de Bagger quienes los habían secuestrado? ¿Y si en realidad no iban por Annabelle sino por él?
Cuando Mike y sus prisioneros no aparecieron en el lugar acordado, Bagger no se puso a gritar como un energúmeno. Era mucho más reflexivo de lo que la gente pensaba. Uno no llegaba a su nivel actuando impulsivamente, sino analizando las cosas con rigor y meticulosidad.
Sabía que perder a Mike no era una buena noticia, pero no sabía quién era el responsable de esa pérdida, ni qué confesaría su gorila. La ciudad estaba atestada de agentes federales. Escupías en una esquina y era fácil que salpicaras a cinco. El instinto de Bagger le había permitido sobrevivir a muchas situaciones peligrosas. Intuía que ésta era una de ellas. Podía subirse a su jet y huir. Sin embargo, eso iba en contra de los fundamentos en que había basado su imperio. Jerry Bagger nunca huía de los problemas.
Realizó algunas llamadas. La primera fue para traer refuerzos de Atlantic City. Luego llamó a Joe, su detective privado, y le en cargó que recabara cierta información que consideró necesaria para enfrentarse a todo aquello. Por último llamó a su abogado, que sabía más secretos de Bagger que cualquier otra persona; el leguleyo enseguida se puso a pergeñar coartadas y estrategias legales por si los federales llamaban a la puerta de su cliente.
Una vez hecho esto, Bagger decidió salir a dar un paseo en solitario. A diferencia de Atlantic City, Washington no se caracterizaba por la animación nocturna. Durante los días laborables sólo había unos pocos restaurantes, bares o clubes abiertos hasta tarde. No obstante, tras recorrer unas diez manzanas, Jerry encontró un local con las luces de neón encendidas. Se sentó en un taburete junto a la barra y pidió un chupito de
whisky sour
a un camarero cuyas facciones denotaban que la vida le había tratado a golpes. El gordo que había a su lado tenía la vista clavada en su cerveza con aire cansino, mientras de la vieja máquina de discos, recubierta de décadas de cervezas y lágrimas, brotaba una canción de Elvis Costello.
Bagger se había criado en locales como ése, timando por cuatro chavos. Casi sesenta años después seguía timando, aunque los chavos se habían convertido en millones. No obstante, a veces deseaba volver a ser aquel mocoso de sonrisa contagiosa y labia infinita que sacaba dólares a la gente con timos más viejos que ir a pie, y sus víctimas no se enteraban de nada hasta que él estaba bien lejos, preparando su siguiente artimaña.
—¿Cómo se divierte la gente en esta ciudad? —preguntó al camarero.
El hombre empezó a limpiar la barra con un paño antes de contestar.
—No es una ciudad pensada para la diversión, por lo menos eso creo yo.
—¿Quieres decir que aquí se dedican a las cosas serias?
El hombre sonrió ampliamente.
—Es el único lugar en que te puede caer una bomba nuclear encima y tener que pagarla con tus impuestos.
—Hay personas que piensan que estaríamos mejor si alguien lanzara una bomba nuclear aquí.
—A mí me basta con que me avisen veinticuatro horas antes.
—Soy de Atlantic City.
—Un buen sitio. Aunque me temo que me he dejado allí demasiado dinero del que tenía reservado para la jubilación.
—¿Has estado alguna vez en el Pompeii?
—Oh, sí. Un pedazo de casino. Pero el dueño es de armas tomar, eso dicen. Un hueso duro de roer. Aunque supongo que hay que ser así para ganar pasta gansa. O sea que bravo por él.
—¿Hace tiempo que trabajas de camarero?
—Demasiado. Quería ser
pitcher
de la liga profesional, pero no lanzaba con suficiente efecto. Para cuando me di cuenta, ya sólo sabía servir bebidas. Pero con tres hijos que alimentar, algo hay que hacer.
—¿Y tu mujer?
—Cáncer, hace tres años. Justo cuando parece que todo va bien, la vida te da de hostias. ¿Entiendes?
—Y tanto. —Bagger dejó cuatro billetes de cien dólares de propina y se levantó para marcharse.
—Señor, ¿para qué cono es esto? —preguntó el asombrado camarero.
—Sólo es un recordatorio de que ni siquiera los cabrones son tan malos.
Bagger volvió al hotel caminando. El móvil empezó a sonarle, seguro que eran sus guardaespaldas tratando de localizarle. Tenía muchos enemigos y a sus chicos no les gustaba que saliera solo. Bagger sabía que no era por el aprecio que le tenían. Si se lo cargaban, se quedaban sin trabajo. En el mundo de Bagger la lealtad se conseguía a punta de pistola o a base de billetes. No se molestó en responder a la llamada.
Pasó junto al monumento a Washington y se detuvo. El obelisco de 170 metros no era lo que le había llamado la atención, sino el hombre y la mujer que caminaban cogidos de la mano por un sendero cercano al monumento.
Bagger nunca había mantenido una relación formal con una mujer; había estado demasiado ocupado amasando su fortuna. Todas las mujeres con que había estado lo habían hecho por dinero o por alguna recompensa del viejo Jerry a cambio de abrirse de piernas. Sabía que no le querían de verdad y, por tanto, él tampoco las había querido.
Así había sido su vida hasta que Annabelle Conroy había aparecido para trastocar su mundo. Desde el primer momento había visto en ella algo que le había tocado una fibra olvidada. Se había permitido creer que a ella le importaba como hombre, no por lo que él pudiera proporcionarle.
Y entonces la máscara había caído y ahí estaba él, en la ciudad que odiaba casi tanto como Las Vegas, intentando encontrar y matar a una mujer a la que habría podido declarar amor eterno. Perder los cuarenta millones no le había hecho demasiado daño. El siempre podía ganar más dinero. Sin embargo, Annabelle Conroy le había estafado algo que no tenía precio: su corazón.
A Bagger le enfurecía tanto esa sensación de traición que, si hubiera tenido una pistola, habría disparado a aquella pareja de enamorados. Tuvo que esforzarse para no abalanzarse sobre ellos y machacarlos a golpes.
Se giró y volvió al hotel caminando rápidamente. Al llegar se encontró con otra sorpresa: Mike Manson y su compinche acababan de regresar, ensangrentados y desaliñados.
Antes de decir nada, Bagger hizo una seña a otro de sus hombres y preguntó «¿limpios?» sólo moviendo los labios.
—Los hemos registrado —respondió el hombre—. Ningún aparato de vigilancia.
Bagger miró a Mike.
—¿Qué coño ha pasado?
—La cagamos, señor Bagger —reconoció Mike—. Los teníamos en la furgoneta y entonces el tío mayor me arrebató la pistola y nos maniató. Tardamos todo este rato en liberarnos y volver aquí.
—Hemos tenido que caminar ocho kilómetros —añadió el otro hombre.
—Me importa un cojón si habéis tenido que arrastraros con la lengua —rugió Bagger—. ¿Os habéis dejado intimidar por una mujer y un puto bibliotecario?
—No fue el bibliotecario —dijo Mike—. Era un tío mayor pero de armas tomar. Me clavó un dedo en las costillas y se me entumeció todo el cuerpo. —Señaló la herida de la oreja—. Luego me disparó al lóbulo como si nada. Era un profesional, señor Bagger. No esperábamos encontrarnos con un problema así.
—Mike, si no supiera que no eres un inútil, te volaría la cabeza de un balazo ahora mismo.
—Sí, señor Bagger —asintió Mike nervioso—. Lo sé. Nos arrastramos hasta detrás de unos árboles y Joe encontró un trozo de cristal para cortar las cuerdas. Justo cuando nos marchábamos apareció la poli. Debieron de llamarles. Pero no nos vieron.
—¿Estás seguro?
—Sí, señor.
—¿El tío que te hirió era un profesional? ¿Qué aspecto tenía?
Mike se lo explicó.
—¿Es posible que fuera un federal?
—No iba vestido como tal y era un poco mayor. Pero eso no quita que fuera profesional. Parecía muy unido a Conroy.
Bagger se sentó lentamente en una silla. ¿Con quién demonios se había juntado Annabelle?
Ese día el senador no estaba en su puesto. Se había marchado en un repentino viaje de investigación acompañado de buena parte de su personal. Finn había encontrado esa información tan útil en la página web de Simpson, donde el senador promocionaba el viaje como si fuera a beneficiar a los habitantes de Alabama y a los estadounidenses en general. Finn no acababa de entender cómo conseguiría algo así en un viaje a las islas Caimán. Lo que sí sabía era que Simpson, advertido de las otras muertes, había decidido largarse de la ciudad. Pero no importaba, en algún momento tendría que regresar a Washington. Al fin y al cabo era senador de Estados Unidos. No podía eludir sus responsabilidades eternamente, aunque muchos senadores lo hubieran intentado con denuedo a lo largo de los años.
Finn iba vestido con el mono de trabajo oficial, con la acreditación colgada del cuello y la caja de herramientas en una mano. Su actitud segura, la foto exacta de la acreditación y el supuesto trabajo que iba a realizar allí le abrieron todas las puertas.
Al salir del ascensor miró la puerta de cristal de la oficina de Roger Simpson, flanqueada por la bandera del estado de Alabama: una cruz de San Andrés violeta sobre fondo blanco al estilo del estandarte de batalla confederado. Al igual que lo fuera hacía más de 150 años para los unionistas, suponía un blanco perfecto para Harry Finn.
Se acercó a la puerta y a través del cristal vio a la joven recepcionista.
Había ampliado las fotos que había hecho de la oficina y la mujer en su visita anterior. El nombre de ella se leía claramente en la placa del escritorio.
Asomó la cabeza por la puerta y mostró la orden de trabajo falsa.
—Hola, Cheryl, soy Bobby, de mantenimiento. Hace unos días me llamaron para arreglar la cerradura de esta puerta. Siento no haber podido venir antes, pero se nos ha acumulado el trabajo. ¿Sabes qué problema tiene el cacharro? En otras oficinas también se han quejado de lo mismo.
La joven, agobiada, que canalizaba llamadas sin parar, cubrió el receptor de teléfono con la mano.
—Ni idea.
—Pues entonces le echaré un vistazo rápido. Tú tranquila —dijo Finn. La recepcionista sonrió agradecida.
Finn se arrodilló, examinó la cerradura e introdujo una pieza de metal diminuta en el ojo. Dedicó un par de minutos a fingir que arreglaba la puerta antes de decir:
—Ahora ya está perfecta, Cheryl.
Ella se despidió con la mano. Mientras Finn recogía las herramientas echó un vistazo al interior de la oficina. Ya había averiguado que no había ningún panel de alarma ni sensores de movimiento, pero no estaba de más volver a comprobarlo.
En el techo del vestíbulo, en la intersección de dos pasillos, había una cámara de vigilancia. Finn ya la había cronometrado. Cambiaba de posición cada dos minutos para recorrer los dos pasillos. Cruzó el vestíbulo y observó la cámara al tiempo que comprobaba la hora. Seguía haciendo el cambio cada dos minutos. Con eso le bastaba. Por la noche había vigilantes por los pasillos, pero ya sabía que recorrían las plantas pares a las horas impares y las plantas impares a las horas pares. Esperó a que el pasillo estuviera vacío y a que la cámara no le siguiera. Entonces forzó rápidamente la cerradura de un cuarto que se utilizaba para guardar ornamentos festivos y entró. Se tumbó en un rincón del fondo y se echó a dormir.
Dos minutos después de la medianoche, Finn deslizó un cable de vídeo bajo la puerta del trastero e hizo un reconocimiento rápido del pasillo. Nadie. La cámara estaba enfocando hacia el otro pasillo.
Llegó rápidamente a la oficina de Simpson. La pieza de metal que había introducido antes en la cerradura tenía una única función, pero la cumplió a la perfección: hacía que la puerta pareciera cerrada con llave, cuando no lo estaba si se disponía de una herramienta especial. Introdujo el extremo magnetizado de ésta, extrajo la pieza de metal y la puerta se abrió con un clic.
Finn puso manos a la obra inmediatamente. Se desplazó a paso ligero por las antesalas y el espacioso despacho de Simpson. Se arrodilló junto al hueco para las rodillas del escritorio y desatornilló la tapa de la CPU, introdujo su dispositivo en el interior y lo conectó al resto de los componentes del ordenador.
Finn había conseguido pasar el dispositivo por las barreras de seguridad porque no contenía material explosivo, pero el mecanismo estaba diseñado para provocar una reacción química incendiaria en el interior de la CPU. Dicha reacción convertía la normalmente inofensiva CPU en una bomba, posibilidad que ningún experto informático deseaba que se diera a conocer. El dispositivo llevaba adjunto un receptor inalámbrico con un alcance de casi mil quinientos metros, más que suficiente según los cálculos de Finn. Volvió a colocar la tapa de la CPU y dejó la unidad tal como la había encontrado bajo el escritorio.