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Authors: Alfredo de Hoces García-Galán

Fuckowski - Memorias de un ingeniero (17 page)

BOOK: Fuckowski - Memorias de un ingeniero
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—Terrible… —dije.

Yo en toda la carrera había tenido tres o cuatro
buenos
profesores. Tenía que acordarme de mandarles un mail agradeciéndoles sus clases. Le pegué un buen viaje a la cerveza. Empezaba a sentirme como en casa.

—En fin. Le explico como trabajamos en esta compañía: le damos un portátil con conexión por satélite a internet y a nuestra red privada. Un terabit. También le damos una tarjeta de crédito con la que podrá pagar billetes de avión, hoteles, restaurantes, y ocio. Sin límite. Usted se larga a donde le salga de los cojones: Teruel, Florencia, Estambul, Zihuatanejo. Cada viernes a las 14:00 GTM, se conecta con el cuartel general por videoconferencia para que sepamos que sigue vivo. Cuando corresponda, le enviaremos la lista de tareas y el plazo de entrega. Luego trabaja usted como le venga en gana, pero con una única condición: aquí no hay retrasos. Ante cualquier tipo de imprevisto, nos lo comunica inmediatamente para que alguien retome su trabajo, que debe estar perfectamente documentado y libre de bugs. Si el viernes no da usted señales de vida, alguien seguirá por donde usted lo hubiera dejado. Si no estaba usted en un hospital, estará despedido. Y si todo va bien, el 1 de cada mes le pagamos el sueldo base, y después de cada entrega nos repartimos los beneficios. Noventa por ciento a repartir entre los programadores y analistas, diez por ciento para mí que para eso la empresa es mía. Además, ¿no querrá que los tiburones que tengo en la pecera del salón se me mueran de hambre, no?

La polla me iba a reventar la bragueta.

—¿Dónde hay que follar? Digo, ¡FIRMAR!

—Firmar, en el contrato. Follar, en la sauna.

Accionó de nuevo el intercomunicador.

—Maika, traiga el contrato, y prepárese para un masaje y una sesión de sauna.

No me lo podía creer. A los diez segundos entró Maika en bikini, toda ella inmensas curvas de piel blanca y carne prieta, con los pezones y el sexo tapados por tres triángulos rojos de tela, cada uno del tamaño aproximado de un Dorito. Bajo el ombligo tenía uno de esos tatuajes tribales con forma de V, que no significan nada en chino, ni en sánscrito, ni hostias. Usan el lenguaje visual de las señales de tráfico y significan “por aquí se va al chocho”.

Dejó el contrato sobre la mesa y empezó a masajearme los hombros. Ocasionalmente sus tetas se posaban sobre mi cabeza. Me bebí lo que me quedaba de cerveza de un tirón.

Eché un vistazo rápido al contrato. Sin asteriscos, sin letra pequeña, sin cláusulas de abducción. Todo tal y como me lo habían explicado.

—Bueno, firrrme ssu contrrrato y sse da ussted una sessión de ssauna con Maika, con todo incluido…

De pronto el tío tenía acento rumano. Levanté la vista de los folios. Me ofrecía una pluma metálica con punta de aguja. Al tipo le habían salido unos enormes y afilados colmillos.

—Ssupongo que no le imporrtarrá firrmarr con ssangrre…

—Oiga, pero… ¿se puede saber qué clase de payasada es ésta? —dije, indignado, a la vez que me levantaba de mi silla.

El tipo guardo la pluma en un cajón, y sacó un bolígrafo. Se echó mano a los colmillos, se quitó la dentadura postiza y la dejó junto a la pluma. Me pasó el bolígrafo y dijo:

—Bueno, era nuestro último test psicológico. Lo ha superado usted. Verá, hemos observado que en un mundo en el que impera la más absoluta tiranía laboral, muchos trabajadores sufren una especie de síndrome de Estocolmo. Cuando empiezan a trabajar para nosotros sienten culpabilidad, remordimientos, una especie de rechazo al placer, al bienestar. Acostumbrados a cobrar un sueldo mísero y a oír la cantinela de “hay que apretarse el cinturón que el sector está mal”, cuando cobran un salario digno no pueden soportarlo. Al final se convierte en auténtica paranoia. Piensan que nos dedicamos al tráfico de armas, que somos mafiosos, o satánicos, que se van a quemar en el infierno. Es que la religión ha hecho estragos en las conciencias humanas…

Pero, ¿quién cojones era ese tío? Bueno, iba a tener la oportunidad de averiguarlo.

Firmé el contrato, se lo entregué, y dije:

—Entonces, lo del casquete en la sauna, ¿era parte del test, o…?

—No, en absoluto, Maika le acompañará a la sauna. Aquí somos muy abiertos, ¿verdad?

—Por supuesto… —respondió Maika. Me cogió de la mano y se encaminó a la puerta. La seguí al pasillo.

Era un pasillo largo de moqueta roja. La jarra de cerveza había hecho su efecto, tenía que ir al servicio urgentemente.

—Perdón, ¿hay un servicio cerca, Maika?

—Sí, es la puerta al final del pasillo. La sauna es aquí, te espero dentro. ¡No tardes!

Se quitó la parte de arriba del bikini y me la colgó del cuello.

—Ni dos segundos. Estaré ahí antes de que empieces a sudar.

Me dirigí al final del pasillo. Anduve y anduve y de pronto reparé en que el pasillo no se acababa nunca. Joder. No sería la primera vez que me iba a quedar sin casquete por algún retraso estúpido.

Me lo pensé un poco; luego me saqué la chorra, me apoyé en la pared, apunté al filo de la moqueta, y me dejé ir…

Entonces me desperté.

Era un uno de Octubre. Yo estaba en el paro: había dejado el trabajo y había decidido volver a la universidad, a terminar la carrera. Era mi primer día de clase.

Tenía veinticinco años. Y me había meado encima.

17. Brindis por la última fila

Parte 1

Estoy en un
pub
, con el portátil y una cerveza bien grande. Todo a mi alrededor es madera y piedra; mi mesa está situada junto a una de las múltiples chimeneas. Las iluminación es tenue e indirecta.

Divagando, he acabado por recordar viejos tiempos.

Tuve una infancia atípica. Nací en el último año de la dictadura franquista. Mi padre me contaba a veces que se tuvo que pegar más de una carrera por llevar el pelo a lo Beatle o leer algún periódico de esos
cuestionables
.

Luego, la democracia. Mi padre estaba deseando hacer buen uso de ella. Por desgracia, al último sitio donde llegó la democracia fue a la mente de muchas personas.

Fui a un colegio público, laico, y bastante salvaje. Yo era un espécimen raro. Contradictorio. Era un alumno ejemplar, mi comportamiento era intachable, sacaba las mejores notas. Pero nacido ateo. En mi casa jamás se habló de religión, ni para bien ni para mal. Yo no heredé a dios. Y como tampoco se me apareció nunca, pues ni siquiera me planteé la cuestión.

Un día, en el colegio, dios salió a colación. Con la iglesia habíamos topamos. Una profesora gorda y canosa cuyo concepto del sexo era algo sucio y oscuro que se practicaba en Sodoma, en París y en el infierno, me hizo escribir en la primera hoja de mi libreta de matemáticas:
perdóname, señor, porque he pecado
.

Yo no entendí ninguna de las tres partes de la frase. Al llegar a casa, le pregunté a mi padre qué era eso que había hecho yo. Según él, nada. Y él me conocía mejor que la gorda. A partir de una animada conversación entre mi padre y la profesora canosa, mi familia pasó a ser considerada "ese clan de fanáticos que quieren erradicar la religión de España". Agárrate las pelotas.

En mi colegio tenían la pedagógica costumbre de colocarnos por orden de inteligencia. Los más listos en la primera fila, los más tontos en la última. En cada fila, los más listos más a la izquierda. Aunque a mí me parecía que no eran los más listos, sino los que mejor se portaban.

Yo era un ateo fanático que se negaba a escribir chorradas en su libreta de matemáticas, a rezar, o a estudiar el catecismo. Tendría que haber estado en la última fila. Pero me pasé nueve años sentado en el primer asiento de la fila primera. Los traía a todos de cabeza.

Era curioso lo de las filas. En la mía, el segundo era mi mejor amigo. Nos llevábamos bien. El tercero se pasó nueve años odiándome por algún motivo. Él y yo nos sacamos mutuamente todos los dientes de leche a hostia limpia. No recuerdo haber pisado un dentista hasta BUP.

El cuarto quería ser el tercero. El quinto quería ser el cuarto. Así sucesivamente. Yo, como a la izquierda lo que tenía era una ventana, me ahorraba todo ese stress y me quedaba tiempo para pensar.

Pero bueno, a fin de cuentas éramos la primera fila, la fila blanca. La élite. No teníamos mucho de lo que preocuparnos.

Al final, estaba la fila negra. Los casos perdidos. Los vándalos. Aterrorizaban a los demás. Casualmente, los de peor posición económica. Ropa sucia, zapatos rotos.

Y seis filas intermedias. La franja gris. Ahí había de todo. Desde gente absolutamente adorable hasta auténticos cabrones retorcidos. Pero por lo general, mucho gris.

Los grises eran curiosos. Les jodía no estar en la fila blanca y a la vez se alegraban de no estar en la fila negra. Una cosa compensaba la otra, así que ni bien ni mal. La mayoría no tenían nada que decir. Me aburrían soberanamente.

Pero los de la última fila me atraían. Esos
sabían algo
. Cada vez que había un problema en la franja gris, lo solucionaba la profesora. Los de la fila negra se las apañaban solos.

Eran apasionantes. Hablaban de cosas prohibidas. Cigarros, sexo, la calle. Yo siempre andaba con ellos. Los miraba con curiosidad, con admiración, no con desprecio. Ellos me aceptaron.

Las señoras pedagogas religiosas consideraron que a mí me podía afectar aquello de manera negativa y avisaron a mis padres, que todavía se estaban acordando de lo del pecado. Mis padres no pensaron que fuese un problema. Yo seguía siendo el mismo y sacando las mismas notas. Aunque, eso sí, empecé a decir tacos.

El profesor de matemáticas (don Ángel, que me regaló un ejemplar de
Yo, robot
que aún conservo) consideró que, de hecho, aquello quizá pudiese afectar a alguien de la última fila de manera positiva.

Aquel matemático tenía más alma que todas las beatas.

Parte 2

Resultó que los negros no eran tontos. Sólo pobres. No tenían cuarto de estudio en casa, a veces ni siquiera libros. Algunos venían por mi casa y usaban los míos. Siempre andaban metidos en historias, en peleas, no aparecían por el colegio dos semanas... pero alguna vez pasaban por mi casa, merendaban con mi familia, y hacíamos los deberes.

Ellos tenían algo especial, algo bueno. Fueron buenos amigos. Leales. Sobre todo Julio, el más temido de todos. Era el líder. Mi madre me llevaba al colegio. Julio iba solo. A veces nos encontrábamos y hacíamos el camino juntos.

Yo me había salido de mi fila. Alguno de los condenados también pudo salir de la suya. Julio aprobaba los exámenes. Pasaba de curso.

Aquello me lo pagaron multiplicado por mil. Hicieron por mí todo cuanto estuvo en sus manos. Me defendían, me protegían. Para casi todos los demás niños, había zonas prohibidas. En especial, la plaza de los gitanos. Ahí no se podía ni entrar. Pero yo jugaba en ella. Y me lo pasaba de puta madre. Vivía sin miedo.

Recuerdo la primera vez que fui a la plaza. Mi ropa no estaba sucia. La de ellos sí. Todos se me quedaron mirando. Julio dijo:

—A éste, hay que respetarlo.

Y no se habló más.

Una mañana íbamos Julio, mi madre y yo, de camino al colegio. Era la fiesta de navidad. Mi madre paró en un kiosco y nos compró una pandereta a cada uno. Teníamos doce años. Hace no mucho, a mi madre la paró un hombre por la calle.

—Yo a usted la conozco, señora.

—Ay, pues me va usted a perdonar, pero yo no caigo... y el caso es que me suena.

—Usted a mí me regaló una pandereta.

Se rieron un buen rato. Julio le preguntó por mí.
El niño está bien, se ha hecho ingeniero, anda viajando por ahí...

Parte 3

Cuando acabó el colegio, yo fui al instituto. Mis guardaespaldas no. En el instituto todo el mundo sonreía y decía venir de la primera fila. Los grises parecían haber desaparecido. Pero yo los veía por todas partes. Había muchas hostias a la salida. Sonrisas y hostias. Pero bueno. Hice un puñado pequeño de amigos grandes.

Luego, la tan ansiada universidad. Allí las hostias no se llevaban, quedaban mal. Se sustituían por puñaladas traperas. Me uní más a mis amigos y me separé más del resto.

Y finalmente, el mundo laboral. Sueños que se desmoronaban. La apoteosis del gris, la sonrisa, y la puñalada trapera. Y yo sin guardaespaldas.

Una noche volvía a casa sintiéndome gris. De pronto alguien me llamó por mi nombre y apellidos. Desde un coche me habló una voz que sonaba a recuerdo lejano.

Julio. Me llevó a casa. No andaba mal. Montando persianas unas sesenta horas por semana. No le preocupaba mucho. Me preguntó cómo me iba. Y me recordó que, si alguna vez yo tenía algún problema con alguien, no dudara en decírselo. Que él me lo solucionaba. Que a mí se me respetaba.

Aún hoy se me hace un nudo en la garganta.

Han pasado los años y las cosas no han cambiado mucho a mi alrededor. El mundo es, a grandes rasgos, una mierda. Muchos le echan la culpa a la condición humana. Pero yo sé lo que es la lealtad. Yo la viví. Viví algo que los demás se perdieron y que me hizo como soy ahora.

Ando viajando por ahí, sí. Con una maleta llena de buenos recuerdos.

Así que aquí estoy, en mi bar, con mi cerveza, mi portátil y mis recuerdos. Miro a mi alrededor y veo mucho gris y mucha sonrisa. Sospecho que se esconden puñaladas.

En fin. Que por todos aquellos de la última fila, aquellos que tanto me dieron, va esta cerveza. A los grises del mundo, los de la dictadura, los de las puñaladas, los que roban el tiempo:

Que os den por culo.

EPÍLOGO

En Septiembre de 2003 llegué a Dublín persiguiendo mis sueños. Llevaba una maleta con ropa, un portátil y 800 euros. Y unos cuantos libros: Nietzsche, Bukowski, Pérez-Reverte, Hesse, García Márquez, Orwel… Pero yo no soñaba con ser escritor. Yo iba más allá: mi sueño era vivir una vida digna de ser escrita.

El arte es un arma de doble filo, y muy especialmente la literatura. Los libros nos prestan emociones, pensamientos, experiencias. Queda a elección del lector el dar a estas vidas prestadas uno de sus dos usos posibles: evasión o inspiración. Entre las páginas de un libro podemos encontrar refugio, pero con un poco de suerte podemos encontrar nuestro propio camino.

Idéntica disyuntiva se presenta al escritor: puede tratar de convertir una página en blanco en su vida soñada, pero con algo de valor puede convertir su vida en una página en blanco. El artista es dueño y señor de su obra; el ser humano es dueño y señor de su vida.

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