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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (18 page)

BOOK: Fuera de la ley
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—Buenas tardes, Rachel —me saludó después de observar con su aguda mi­rada cómo Jenks desaparecía por detrás del tejado dejando tras de sí una estela de polvo de pixie—. Ese jersey te da un aspecto muy otoñal.

Yo miré los dibujos rojos y negros. Nunca me había parado a pensarlo.

—Gracias. Tú también tienes muy buen aspecto con todas esas hojas alre­dedor. ¿Qué tal van tus rodillas?

El anciano se dio unas palmaditas en las partes más desgastadas del pantalón con los ojos entrecerrados por el sol.

—No tan bien como otras veces, aunque reconozco que he tenido periodos en los que estaba mucho peor. Ceri estuvo en la cocina hasta tarde probando cosas nuevas.

Yo aflojé el paso y me detuve en el borde del agrietado camino que conducía hasta la casa. La hierba de alrededor lo había cercenado tanto que en aquel momento apenas medía veinte centímetros de ancho.

—Supongo —dije suavemente— que perseguir tipos malos durante toda la vida puede llegar a perjudicar seriamente la salud. Si no tienes cuidado, claro está.

Keasley se quedó inmóvil y me miró fijamente.

—Yo… bueno…, he estado hablando con alguien hoy —dije esperando que fuera él quien lo reconociera—. Me dijo que…

—¿Quién ha sido? —bramó él, y mi rostro perdió toda expresión. Tenía miedo. De hecho, estaba aterrorizado.

—Trent —respondí dando un paso hacia delante con el pulso acelerado—. Trent Kalamack.

Me dio la impresión de que lo sabía desde hacía mucho tiempo. Mis hombros se tensaron y el perro que ladraba cerca me puso nerviosa. Keasley exhaló lentamente y su miedo dio paso a un alivio tan profundo que casi lo podía sentir.

—Efectivamente —dijo pasándose una mano temblorosa por sus tupidos rizos grisáceos—. Perdona, pero tengo que sentarme. —A continuación giró hacia la casa. Necesitaba tejas nuevas y una buena capa de pintura—. ¿Te importaría sentarte un rato conmigo?

Yo pensé en Ceri, luego en Marshal y por último en la gárgola con la que Jenks me daba la tabarra.

—Claro. ¿Por qué no?

Keasley recorrió lentamente la distancia que lo separaba de los hundidos escalones del porche, apoyó el rastrillo contra la barandilla y tomó asiento lentamente dejando escapar un profundo suspiro. Sobre la verja había una cesta de tomates cherry y dos calabazas todavía sin tallar. Yo me senté junto a él con cautela, con las rodillas a la altura de los ojos.

—¿Te encuentras bien? —le pregunté vacilante al comprobar que no decía nada.

Él me miró con recelo.

—Tú sí que sabes cómo reanimar el corazón de un anciano, Rachel. ¿Lo saben Ivy y Jenks?

—Jenks sí —respondí con la frente contraída por la culpa, y él levantó la mano para restarle importancia.

—Confío en que tendrá la boca cerrada —dijo—. Trent me proporcionó los medios para orquestar mi muerte. Bueno, en realidad lo único que me pro­porcionó fue el tejido con el ADN alterado para que embadurnara el porche delantero de mi casa, pero el caso es que lo sabía.

De modo que le dio tejido
. ¡
Qué detalle
!

—Entonces, en realidad, eres… —No pude continuar porque Keasley me puso su maltrecha mano sobre la rodilla a modo de advertencia. En la calle cinco gorriones se peleaban por una polilla que habían encontrado, y yo los escuché reñir percibiendo en su silencio que prefería que no lo pronunciara.

—Ha pasado más de una década —protesté.

Sus ojos miraron a los pájaros en el momento en que uno de ellos consiguió hacerse con la polilla y salió disparado por la calle perseguido por el resto.

—No importa —dijo—. Es como una acusación de asesinato, el expediente permanece abierto.

Yo seguí su mirada hacia la iglesia que Ivy y yo compartíamos.

—Esa es la razón por la que te mudaste a esta casa, al otro lado de la iglesia, ¿verdad? —le pregunté recordando el día que Keasley me salvó la vida eliminando un hechizo de combustión de acción retardada que alguien me había introducido en el autobús—. Imaginaste que, si yo podía sobrevivir a la sentencia de muerte de la SI, también tú podrías encontrar la manera.

Él sonrió, mostrando sus dientes amarillentos, y retiró la mano de mi rodilla.

—Sí, señorita. Así fue. Pero después de ver cómo lo hacías —añadió sacu­diendo la cabeza—, me di cuenta de que era demasiado viejo para enfrentarme a dragones. Si no te importa, prefiero seguir siendo Keasley.

Pensé en ello y, a pesar del calor, sentí un frío intenso. Convertirme en una persona anónima era algo que no podía hacer.

—Te mudaste el mismo día que yo, ¿verdad? Tú no sabes cuándo alquiló la iglesia Ivy.

—No —respondió mirando al campanario cuya parte superior quedaba oculta tras los árboles—, pero observé cómo se comportó durante esa primera semana e intuí que debía llevar aquí al menos tres meses.

Yo asentí lentamente con la cabeza. Estaba enterándome de muchas cosas aquel día, y ninguna de ellas agradable.

—Eres un mentiroso estupendo —dije provocándole una carcajada.

—Lo era.

Mentiroso
, pensé recordando de nuevo a Trent.

—¡A propósito! ¿Sabes si Ceri está despierta? Tengo que hablar con ella.

Keasley volvió a mirarme. Sus cansados ojos mostraban un gran alivio. Me había enterado de su secreto y le había liberado de la necesidad de mentirme. Pero la razón por la que me estaba más agradecido era porque mi opinión sobre él no había cambiado.

—Creo que no —respondió sonriendo para mostrarme que se alegraba de que todavía fuéramos amigos—. Últimamente está bastante cansada.

No me extraña
. Devolviéndole la sonrisa me puse en pie y me estiré los vaqueros. Hacía tiempo que sospechaba que Ivy se había instalado en la iglesia antes que yo y que había fingido que lo había hecho el mismo día para disipar mis sospechas. Ahora que sabía la verdad, podría pedirle una explicación. Tal vez. En realidad tampoco era tan importante. Yo entendía sus razones y eso era suficiente. A veces era necesario dejar mentir a los vampiros.

A continuación le tendí la mano para ayudarlo a levantarse.

—¿Le dirás a Ceri que he estado aquí? —le pregunté mientras le sujetaba los brazos hasta que estuve segura de que no se caería.

En ese momento, se oyó un crujido del suelo a nuestras espaldas y giré la cabeza. Ceri estaba allí de pie, tras la mosquitera, con un vestido de punto que le daba el aspecto de una joven esposa de los años sesenta.

Cuando vi su expresión sombría y culpable, experimenté una serie de sen­timientos encontrados. No parecía embarazada. Parecía preocupada.

—¿Te ha despertado Jenks? —pregunté a modo de saludo sin saber qué más decir.

Ella negó con la cabeza con los brazos cruzados sobre el vientre. Se había recogido su larga y translúcida melena en un complicado moño que necesitaba al menos dos pixies para realizarlo. Incluso a través de la mosquitera se veía que tenía las mejillas pálidas, sus verdes ojos muy abiertos y la barbilla levantada en actitud desafiante. Aunque su físico era menudo y delicado, tenía un carácter fuerte y una gran capacidad para reponerse, que se había forjado a lo largo de mil años sirviendo como familiar de un demonio. Los elfos no vivían mucho más que los brujos, pero su vida se había detenido en el momento en que Al la tomó. Imaginaba que debía de estar a mitad de la treintena. Iba descalza, como casi siempre, y su vestido color violeta tenía algunos tonos negros y dorados. Eran los colores que Al le obligaba a llevar, aunque había que reconocer que aquel no era precisamente un vestido de fiesta.

—Pasa —dijo quedamente, desapareciendo en la oscuridad de la casa.

Yo miré a Keasley. Mostraba una expresión de cautela, pues había percibido mi tensión y la vergüenza que se escondía bajo la actitud desafiante de Ceri. O tal vez se trataba de culpa.

—Ve —dijo como si quisiera que lo resolviéramos cuanto antes para poder saber lo que estaba pasando.

Lo dejé allí sentado y subí las escaleras. Una vez bajo el cobijo de la casa, mi tensión se relajó. No creía que se lo hubiera dicho todavía, lo que significaba que era la culpa lo que la movía a comportarse así.

La mosquitera chirrió y, en ese momento, conociendo el pasado de Keasley, me di cuenta de que la falta de aceite era deliberada. El aroma a secuoya me golpeó mientras seguía el sonido de sus pasos. Era evidente que había dejado atrás el vestíbulo y, tras atravesar la habitación principal y la cocina, había llegado hasta la sala de estar, que se encontraba en un nivel inferior respecto al resto de la casa y que había sido añadida posteriormente a su construcción.

La parte antigua estaba rodeada de sonidos del exterior y yo me detuve en el centro de la sala de estar. Paseé la mirada por los cambios que había hecho Ceri desde la mudanza: frascos de conserva que servían de jarrones para los ramos de ásteres, plantas de interior que había comprado en el estante de saldos y que había cuidado hasta que recuperaron la salud y que se agrupaban junto a las cortinas sujetas con abrazaderas, lazos en lo alto de las ventanas para recordar a los espíritus errantes que no debían atravesarlas, tapetes que había comprado en el jardín de algún mercadillo particular que decoraban los brazos del sofá, almohadones gastados y franjas de tela que ocultaban los viejos muebles. El conjunto confería a la estancia un efecto limpio, confortable y relajante.

—¿Ceri? —la llamé, finalmente, sin tener ni la menor idea de dónde se encontraba.

—¡Estoy aquí fuera! —Su voz provenía del otro lado de la puerta, que estaba abierta y sujeta por una higuera en una maceta.

Yo me estremecí. Quería que la conversación tuviera lugar en el jardín tra­sero, su bastión.
Genial
.

Tras prepararme para el enfrentamiento, salí y la encontré sentada a una mesa de mimbre. Jih no llevaba mucho tiempo ocupándose de él pero, entre el entusiasmo de la pixie y la colaboración de Ceri, en menos de un año aquel diminuto espacio había pasado de ser un lugar donde se acumulaba suciedad a una especie de pequeño paraíso.

El lugar estaba dominado por un roble cuyo tronco apenas habría podido abarcar con mis brazos y cuyas ramas inferiores estaban cubiertas de ondean­tes tiras de tela que servían de una especie de cobijo. El suelo de debajo estaba desnudo, pero era tan plano y liso como el linóleo. La valla estaba oculta por una enredadera que intentaba protegerlo de la mirada curiosa de los vecinos, y habían dejado crecer la hierba lejos de la sombra del árbol. Se oía correr el agua desde alguna parte haciendo sonar un ruido como si fuera primavera, y no otoño. Y también grillos.

—¡Qué agradable! —exclamé uniéndome a ella a sabiendas de que mi co­mentario se quedaba corto. Había dispuesto una tetera y dos tazas sobre la mesa, como si supiera que iba a venir. Hubiera dicho que Trent la había advertido, pero Keasley no tenía teléfono.

—Gracias —dijo—. Jih se ha buscado un marido y el pobre se mata a trabajar para impresionarla.

Entonces dejé a un lado el jardín para concentrarme en Ceri y en su evidente preocupación.

—¿Jenks está con él? —pregunté, deseosa de conocer al nuevo miembro de la familia.

—Sí —respondió Ceri con una sonrisa que suavizaba su expresión tensa—. ¿No los oyes?

Yo sacudí la cabeza y me acomodé en la desigual silla de mimbre. ¿Cómo podía hacer para sacar el tema? ¿Tengo entendido que Jih no es la única que ha ligado…?

Ceri alargó el brazo para coger la tetera con un gesto receloso.

—Aunque imagino que no se trata de una visita de cortesía, ¿te apetece un poco de té?

—No, gracias —respondí. A continuación murmuró unas palabras en latín y la tetera comenzó a humear, lo que me hizo volver de golpe a la realidad. Seguidamente vertió la infusión color ámbar en su taza haciendo campanillear la porcelana y acallando el ruido de los grillos.

—Ceri —le dije quedamente—, ¿por qué no me lo dijiste?

Sus intensos ojos verdes encontraron los míos.

—Tenía miedo de que te enfadaras —respondió con una preocupación que rayaba en la desesperación—. Rachel, es el único modo que tengo de librarme de él.

—¿Es que no quieres tenerlo? —le pregunté, estupefacta.

Ceri se quedó desconcertada y, durante unos instantes, me miró con expre­sión interrogante.

—¿De qué se supone que estamos hablando? —preguntó con cautela.

—¡De tu hijo!

En ese momento se quedó boquiabierta y sus mejillas se sonrojaron.

—¿Cómo has sabido que…?

El pulso se me había acelerado, y me sentí como si aquello no me estuviera pasando a mí.

—He estado hablando con Trent esta misma tarde —le dije. Al ver que se quedaba allí quieta, mirándome con sus pálidos dedos rodeando la taza de té, añadí—: Quen me pidió que fuera a siempre jamás para recoger una muestra de tejido élfíco anterior a la maldición, y yo quise saber el porqué de tanta urgencia. Al final acabó soltándolo.

Presa del pánico, Ceri dejó la taza sobre la mesa y me agarró la muñeca, un gesto que me dejó desconcertada.

—No —exclamó en voz baja, con los ojos muy abiertos y la respiración en­trecortada—. Rachel, tú no puedes ir a siempre jamás. Quiero que me prometas ahora mismo que no lo harás. Nunca.

Me estaba haciendo daño, y yo intenté librarme de la presión que ejercía con sus dedos.

—No soy estúpida, Ceri.

—¡Prométemelo! —insistió alzando la voz—. ¡Inmediatamente! No irás a siempre jamás. Ni por mí, ni por Trent, ni por mi hijo. ¡Nunca!

Yo aparté la muñeca, desconcertada por su exagerada reacción.

—Le he dicho que no. Ceri, no puedo. Alguien está sacando a Al de su con­finamiento y no puedo arriesgarme a estar en terreno no consagrado después del crepúsculo, y mucho menos ir a siempre jamás.

La pálida mujer intentó serenarse, claramente avergonzada. Sus ojos mira­ron mi muñeca enrojecida y yo la escondí bajo la mesa. Me sentí culpable por mi decisión de mantenerme alejada de siempre jamás, a pesar de que fuera la opción más inteligente. Quería ayudar a Ceri, y tenía la sensación de que estaba comportándome como una cobarde.

—Lo siento —dije. A continuación estiré el brazo para coger la tetera. Necesi­taba una taza para ocultarme tras ella—. Me siento como una gallina de mierda.

—No tienes por qué —sentenció Ceri. Yo la miré a los ojos—. Esta no es tu guerra.

—Antes sí que lo era —dije recordando la teoría ampliamente aceptada de que los brujos habían abandonado siempre jamás dejándolo en manos de los demonios tres mil años antes de que los elfos se rindieran. Antes de eso, no se sabía nada de los brujos excepto lo que los elfos recordaban de nosotros, y tampoco se sabía gran cosa de ellos.

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