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Authors: Eoin Colfer

Tags: #Ciencia Ficcion

Futuro azul (23 page)

BOOK: Futuro azul
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Lincoln pulsó otro botón del mando a distancia y las cadenas se enroscaron sobre sí mismas.

—Da lo mismo los progresos de la tecnología avanzada: en materia de seguridad, sigue sin haber nada comparable a un chucho hambriento.

Los perros eran de una curiosa raza con el morro chato y la piel roja.

Lincoln les arrojó un puñado de huesos que había dentro de un cubo.

—¿Os gustan mis niños? Me costaron una fortuna. Los pedí por encargo a Cuba, son perros probeta. La mayoría proceden de genes de pitbull con una mezcla de osos y algunas secuencias de camaleón por el color.

El HALO estaba en un soporte rodeado de un cajón de hielo. Unas bombas refrigerantes vomitaban cristales bajo cero por la superficie reluciente. El casco de la nave brillaba en el interior de las placas congeladas.

—Eres un jovencito muy afortunado, Stefan —dijo Lincoln—. Teníamos un lanzamiento previsto para esta noche; nada especial, solo una pesca rutinaria para ver qué recogíamos. De no haber sido así, habríamos tardado días en congelar el casco.

Cosmo se acercó a Mona.

—¿Para qué es todo ese hielo?

—Camuflaje, Cosmo. El HALO necesita un par de cohetes de propulsión líquida para recorrer el primer kilómetro antes de penetrar en la franja solar. Ese calor aparece en los escáneres de Myishi, y no tienen paciencia con los piratas que merodean por el espacio. El hielo impide que el lugar del lanzamiento aparezca en la pantalla. Los piratas llevan décadas usando cajones de hielo.

Floyd y Bruce movieron uno de los paneles de hielo con ayuda de unos ganchos. El HALO estaba apoyado en cuatro bloques como un coche al que le hubiesen afanado las ruedas.

Los Sobrenaturalistas entraron en el recinto de hielo y Cosmo tocó el frío revestimiento de la nave.

—¿Este cacharro vuela?

Lincoln le dio un tirón de orejas.

—Pues claro que vuela, insolente. Vuela, se remonta en el aire y planea, pero lo que es más importante: aterriza. —Les hizo entrega de la tarjeta de arranque con un majestuoso ademán—. Supongo que no querréis compartir el propósito de vuestro viaje.

Stefan se metió la tarjeta en el bolsillo y le dio la placa solar Lockheed Martin.

—Supone bien, Lincoln. Saldremos al anochecer, así que dispone de tres horas para transferir el software que necesite a la placa.

—¿Tenéis mecánico?

Mona ya estaba trajinando con un destornillador en uno de los paneles de acceso.

—Tenemos mecánico. Déme una hora y le diré si tenemos nave.

Mona informó de veinticuatro defectos electrónicos, informáticos y mecánicos de su lista de comprobación del HALO.

—Veinticuatro —repitió Stefan, rascándose la barbilla—. ¿Alguno crítico?

Mona consultó la lista.

—Casi todos son defectos de confort. Habría que cambiar los filtros del aire, pero si es un vuelo corto no debería pasar nada. He realizado pruebas de presión en los trajes especiales. Todos necesitan remiendos excepto uno. Saldrás de la nave tú solo, Stefan.

—Bien. No más riesgos innecesarios para nadie de ahora en adelante.

—Los alerones apenas se mueven, así que nada de virajes bruscos. La mayoría de los circuitos se aguantan pegados con cinta aislante del siglo pasado, y el parabrisas está asqueroso.

—¿Hay limpiaparabrisas?

—No.

—Vale. Coge una esponja y agua caliente. Despegamos dentro de una hora.

El HALO pesaba catorce toneladas y era de forma más o menos cónica. La dirección de la aeronave dependía de los alerones de cola y de una docena de propulsores de gas, seis de los cuales funcionaban, incluso. En algún momento, habían recubierto el casco con azul Unión Europea, pero la mayor parte del mismo se había descascarillado durante diversas misiones salvajes. En la base de la nave había dos cohetes fijos que proporcionaban la propulsión para el cambio de gravedad inicial, momento en el cual la Alianza de Boda tomaba el relevo.

La Alianza de Boda era un anillo chapado de oro de placas solares que oscilaban continuamente mientras avanzaba la nave. Cada placa se cargaba por turnos, luego regresaba para entrar en contacto con un anillo magnético del casco y así depositar su carga y dejar espacio a la siguiente batería. En el espacio sideral, el HALO no parecía más que una surfista haciendo girar un hula-hop.

—¿A cuánta distancia vamos a subir en el espacio? —le preguntó Cosmo a Mona.

Mona estaba realizando una comprobación definitiva del sistema, con la ayuda de un manual muy viejo y gastado.

—Técnicamente no vamos a salir al espacio sideral, sino que solo vamos a traspasar el límite de la atmósfera. De todas formas, ¿qué más te da, Cosmo? Cualquier caída desde una altura superior a cinco metros siempre es mortal. De todos modos, es más probable que muramos de una fuga de presión que de una caída.

—Gracias —dijo Cosmo—. Ahora estoy mucho más tranquilo.

—Bien, porque vas a ser mi copiloto.

Cosmo se arrebujó con la chaqueta de combate para protegerse del frío de las placas de hielo que los rodeaban.

—¿Tu copiloto? Pero, Mona, si ni siquiera sé enviar coordenadas de un automóvil al Satélite.

—No te preocupes, Cosmo. El ordenador se encarga de la mayor parte del trabajo, y cuando nos hayamos acercado lo suficiente el Satélite nos guiará.

—Eso sí conseguimos los códigos de acceso... —le recordó Cosmo.

Mona frunció el ceño al ver una luz roja en el tablero de instrumentos. Le dio unos golpecitos con el nudillo y el piloto se puso de color verde.

—Si a Stefan eso no le preocupa, entonces a mí tampoco.

Lincoln asomó la cabeza por la escotilla.

—El Lockheed —dijo, dándole a Mona la placa de bolsillo—. Aseguraos de que establecéis un contacto sólido. Despegue en diez minutos.

A Mona no le gustaba recibir órdenes.

—¿Despegue en diez minutos? ¿Es que hay un centro de control en alguna parte y yo no me he dado cuenta?

Lincoln esbozó una sonrisa llena de ternura.

—No, mi muchachita sarcástica, no hay ningún centro de control, pero mis bombas de congelación se están quedando sin combustible, así que o despegáis en diez minutos o el recubrimiento de hielo se fundirá y, si se derrite, entonces no despegáis. Se lo explicas tú a Stefan, ¿de acuerdo?

Mona volvió a encargarse de la comprobación final.

—Tiene sentido. Entonces, despegamos en diez minutos.

Nueve minutos más tarde, los Sobrenaturalistas se habían ajustado los cinturones de los giroasientos, con las costillas protegidas de la fuerza de la gravedad por unos chalecos blindados. Por encima de sus cabezas, las placas de hielo relucían en la penumbra.

—Ese hielo se romperá, ¿verdad? —preguntó Cosmo—. Parece muy grueso.

Mona tenía el dedo suspendido encima del botón de ignición.

—Debería, al menos en teoría. La proa va provista de un rompehielos.

Lorito y Stefan iban sentados en la parte posterior. De hecho, solo había tres asientos decentes, así que Lorito se sentó en las rodillas de Stefan, sujeto por un arnés de seguridad extensible.

El niño Bartoli no daba saltos de alegría precisamente.

—De todas las humillaciones que mis limitaciones me han obligado a soportar, esta es sin duda la peor.

Stefan le dio una palmadita en la cabeza.

—Tranquilo, tranquilo, hijo mío. ¿Quieres que te cuente un cuento?

—Stefan. No es el momento. Puede que sea pequeño, pero todavía puedo hacer daño.

Mona se retorció en su giroasiento.

—Estás un poco gruñón, Lorito. A lo mejor tienes gases.

Lorito se inclinó hacia delante, pero el arnés lo retuvo.

—Vamos, Mona. Antes de que se suelte.

Mona levantó la tapa de seguridad del botón de ignición.

—Allá vamos —anunció, y pulsó el botón rojo.

Con un estruendoso rugido, los cohetes propulsores empezaron a echar chispas y convirtieron el hielo en vapor en apenas segundos. El contenedor se derritió alrededor de ellos, y las nubes de vapor envolvieron el HALO y ensombrecieron la pantalla del visor.

La nave abandonó la rampa de lanzamiento despacio, abriéndose paso con esfuerzo para luchar contra la gravedad que la retenía al suelo. Los indicadores de energía se pusieron en rojo mientras el ordenador soportaba la presión. El dispositivo rompehielos de la parte delantera resquebrajó la placa superior de hielo y luego la atravesó. Debajo, el agua hervía y se condensaba para formar una espesa neblina.

Cosmo sintió como si lo estuviesen agitando hasta hacerle pedazos. No era así como describían los vuelos en los vídeos de vacaciones de la televisión, aunque también había que tener en cuenta que aquella no era una nave de ocio para ejecutivos controlada por el Satélite. El HALO era un vehículo espacial pirata de veinte años de antigüedad y dos propulsores con apenas memoria suficiente para poder conectarle algún sistema de entretenimiento.

El morro se hundió ligeramente.

—Este es un momento crítico —explicó Mona, mientras le castañeteaban los dientes—. Si el impulso inicial es demasiado fuerte, la popa va a mayor velocidad que el morro.

—¿Y luego qué?

—Y luego damos una vuelta de campana.

—Las vueltas de campana no parecen nada bueno.

—No lo son.

El ordenador ajustó las coordenadas y enderezó la nave.

—Vale, ya estamos en posición vertical. Y ahora, la parte más divertida.

Cosmo, el novato, estaba a punto de formular otra pregunta. «La parte más divertida —quiso decir—. ¿Cuál es la parte más divertida?»

En ese momento, la Alianza de Boda se desplegó y sumó la energía de unas baterías solares de eficacia superior a la propulsión decreciente de los cohetes y a las propias baterías de litio del HALO: la nave salió disparada a dos mil cuatrocientos kilómetros por hora a través de un cúmulo de nubes de color verde como una piedra lanzada con honda. La fuerza de la gravedad volvió a meterle a Cosmo las palabras dentro de la garganta.

Mona acertó a hablar, aunque las cuerdas vocales le sobresalían del cuello como los puntales de un puente.

—La parte más divertida —dijo.

«El cielo azul —pensó Cosmo cuando cesaron las sacudidas—. El cielo verdaderamente es azul.» Unos hilos de niebla tóxica viscosa aún seguían adheridos al parabrisas, pero al otro lado había un cielo azul nítido salpicado de estrellas. Era una imagen espectacular. Azul, como en las viejas postales. La vista desde el Observatorio de Myishi había sido impresionante, pero aquello era aún mejor porque el cielo los rodeaba por completo. Cosmo llegó a ver incluso una nube blanca suspendida al borde del espacio.

Por el altavoz de un ordenador sonó un mensaje.

—Gravedad a una quinta parte del nivel en la Tierra. Activando la gravedad artificial.

—Bien —dijo Mona—. Esto de ir flotando no le hace ningún bien a mi estómago.

A continuación, el ordenador dijo:

—Fallo del sistema de gravedad artificial.

Mona aporreó el interruptor de la gravedad artificial varias veces, sin resultado.

—Vaya, genial —farfulló—. El cometa vómito.

—¿Qué? —preguntó Cosmo, justo antes de sentir cómo el contenido del estómago le subía por la garganta.

—Quédate muy quieto —le advirtió Mona—. Se tarda un poco en acostumbrarse a la reducción de la gravedad. No te quites el cinturón. —Miró por encima del hombro y gritó—: No hay gravedad. Intentad no moveros demasiado.

—Demasiado tarde —dijo Stefan.

Lorito ya estaba doblado sobre su estómago en el asiento: tenía la cara verde y había un charco marrón flotando en el aire ante él.

—No debería haberme comido esa
pazza
esta mañana —gimió.

Stefan sacó un pequeño aspirador de debajo del asiento y limpió el vómito.

—Gracias, Lorito. Es el tipo de trabajo que me gusta. Puedes estar seguro de que te lo devolveré, si me permites el juego de palabras.

El ordenador de a bordo accionó los frenos o, para ser más exactos, los propulsores delanteros, por lo que el HALO aminoró la velocidad a setecientos kilómetros por hora. El Satélite estaba suspendido al borde del espacio como una nave nodriza extraterrestre, y el elegante logotipo de Myishi parpadeaba en el vientre cóncavo del plato de la antena.

—He leído que se necesita tanta energía para mantener encendido ese logotipo como para iluminar veinte manzanas de la ciudad —comentó Mona.

A medida que se fueron acercando, el Satélite inundó todo su campo de visión y los miembros del grupo vislumbraron a cientos de
dish-jockeys
de mantenimiento realizando reparaciones en la superficie de la antena. Llevaban botas magnéticas e iban sujetos a la estructura de la antena por cuerdas elásticas y mosquetones de escalada. Se desplazaban con movimientos ágiles y expertos, lanzándose al espacio y colocándose en el lugar exacto donde necesitaban estar.

—Seguro que no es tan sencillo como parece —dijo Lorito, limpiándose la boca—. Me alegro de no tener que ser yo el que salga ahí fuera.

La radio del tablero de instrumentos emitió tres pitidos.

—Mensaje entrante —anunció Mona, abriendo un canal. Una voz se abrió paso por los altavoces. La voz era tan fría como el mismísimo espacio.

—HALO no identificado, le habla el oficial al mando del Satélite, se encuentra en el espacio de Myishi.

Stefan se quitó el arnés de seguridad y se tendió junto a Lorito en la rejilla del suelo.

—Le recibimos, Satélite —dijo al micrófono auxiliar—. Un momento, estoy buscando el código de acceso.

—Treinta segundos —respondió la voz—. Después, abriremos fuego.

Stefan sacó su videoteléfono del bolsillo y buscó el menú de llamadas salientes. Seleccionó la última llamada que había realizado a Ellen Faustino a la Torre Myishi y proyectó el vídeo. Ellen apareció en la diminuta pantalla del teléfono, explicándole a Stefan por qué no podía conseguirle un espacio en el Satélite. Para demostrarle sus argumentos, la profesora hizo girar la pantalla de su ordenador para enseñarle la agenda. La lista de empresas era claramente visible en el monitor y, junto a cada empresa, su código de acceso y su hora concertada.

—De acuerdo, Satélite. Somos un equipo de mantenimiento de Automóviles Krom.

—¿Sois de Krom? —dijo el hombre de seguridad—. ¿Y venís en esa cafetera?

—Eh, que somos de mantenimiento, no de la realeza —dijo Stefan, tratando de hacerse el ofendido—. El anuncio de las cinco de la tarde sale con la imagen intermitente, así que nos han mandado a colocar un chip en otra placa.

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