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Authors: Eoin Colfer

Tags: #Ciencia Ficcion

Futuro azul (27 page)

BOOK: Futuro azul
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Fred Allescanti había asumido el mando, con resultados más que desastrosos. Hasta entonces había conseguido empaquetar a dos de sus propios hombres y dejado que varios huérfanos se escabullesen a través de las puertas principales. Por suerte para el equipo de seguridad, las puertas de las salidas de incendios se cerraban automáticamente en caso de cortes en el suministro eléctrico. Al final, a Allescanti se le había ocurrido la idea de construir una barricada al pie de la escalera principal. Retendrían allí a los huérfanos hasta que se restableciese el suministro.

Cosmo y Stefan se acercaron al tumulto por detrás. Fred Allescanti disparaba balas de celofán a cualquiera que asomase la cabeza por la esquina. Hasta entonces solo le había acertado a cosas a las que no estaba apuntando. El hueco de la escalera estaba recubierto de tantas capas de celofán que parecía el interior de un pañuelo.

—Será mejor que los no-patrocinados volváis a la cama —bramó—, o pasaréis todo el día de mañana en una cubeta. No bromeo.

Cosmo sintió cómo perdía los nervios.

—Esos chicos van a sufrir —le dijo a Stefan—. Cada vez que algo sale mal, los guardias nos culpan a nosotros.

Stefan le dio su chaqueta chamuscada a Cosmo.

—Esta vez no —dijo.

El joven ruso desenfundó su vara electrizante y cargó un cargador de bolas de chicle. Redujo a tres de los guardias desde atrás y dejó inconscientes a otros tres con golpes muy precisos. En total, tardó unos cuatro segundos.

Los huérfanos bajaron por las escaleras como una marea humana, embistieron contra la barricada y se arremolinaron en torno a las botas de Stefan.

—¿Alguno de vosotros ha salido solo ahí fuera alguna vez? —preguntó Stefan.

Un chiquillo dio un paso al frente, con los ojos apenas visibles a través de una madeja de pelo negro.

—Yo me escapé y estuve en la calle un par de semanas antes de que volvieran a trincarme.

—¿Cómo te llamas?

—Mi nombre en la calle es Ganzúas, por lo que hago fuera.

Stefan le tomó la mano y anotó un número de teléfono en ella.

—Corred hacia el sur, chicos, pasada la Barricada. Ganzúas conoce el camino. Cuando lleguéis al canal, llamad a este número.

Ganzúas levantó la mano que le quedaba libre.

—¿Sí, Ganzúas?

—Nos han puesto una especie de localizador. La última vez, los supervisores me trincaron en cuanto puse un pie fuera de Booshka.

—¿Acabáis de notar una explosión?

Los chicos asintieron con la cabeza; algunos de ellos todavía tenían los pelos de punta.

—Ha sido un Pulso de Energía: ha cortado el suministro eléctrico y eliminado las gotas microscópicas localizadoras de vuestros poros. Sois libres.

Los huérfanos se quedaron en silencio un momento, digiriendo aquella noticia. Acto seguido, prorrumpieron en exclamaciones de alegría y se encaramaron al cuerpo gigantesco de Stefan como si fueran ardillas.

—Esperad un momento —dijo Stefan—. Tenéis que iros antes de que vengan los refuerzos. Llamad a este número: el hombre que os responderá es amigo mío. Siempre está buscando chicos para que trabajen con él en el mercado. Os dará trabajo y alojamiento. El sueldo no es gran cosa, pero suficiente.

Ganzúas frunció el ceño.

—Podría ser una trampa. ¿Cómo sabemos que no nos engañas?

Cosmo dio un paso adelante.

—¿Te acuerdas de mí, Ganzúas?

Ganzúas se apartó el pelo de los ojos.

—Cosmo Hill. Que me empaqueten si no es él... ¡Te dábamos por muerto! ¿Qué te ha pasado en la cara?

Cosmo se frotó la placa robótica que le sobresalía de la frente.

—Es una historia muy larga, Ganzúas. Ya te la contaré otro día. Haced lo que os dice Stefan. Podéis confiar en él. Me salvó la vida y, además, cualquier tipo de vida fuera tiene que ser mucho mejor que vivir aquí dentro. Es la única oportunidad que tendréis de empezar de cero.

La noticia se extendió por toda la escalera: Cosmo estaba vivo y aquel hombre era amigo suyo. Si Cosmo podía sobrevivir fuera, todos ellos podían conseguirlo también.

—Muy bien —dijo Ganzúas—. Llamaré a este número, pero si es una trampa iré a por ti.

El chiquillo extendió la mano y Stefan se la estrechó.

—Me parece justo.

Se oyó el ruido de una sirena a lo lejos. Obviamente, la noticia de la explosión había llegado a oídos de las autoridades.

—Es hora de irse —dijo Cosmo—. Ahora o nunca.

—Ahora —decidió el diminuto Ganzúas, al tiempo que conducía a los no-patrocinados a las entrañas de la noche, como un flautista de Hamelín moderno.

Calle Abracadabra

Mona sabía que tenía que pedirle disculpas a Lorito, solo que lo estaba posponiendo el máximo de tiempo posible. La hora de la verdad llegó cuando Stefan llamó para decir que iban de camino a casa. La misión había sido un éxito absoluto y aparcarían en el garaje al cabo de diez minutos. Si no se le pasaba el enfado en ese mismo instante y le pedía perdón a Lorito, Stefan la arrastraría al tejado.

—¡Bueno, está bien! —protestó ante nadie en particular—. Le pediré disculpas, pero solo porque soy la mayor, en más de un aspecto.

El ascensor estaba en el nivel de la azotea, así que, para ahorrar tiempo, Mona subió por la escalera de incendios. El ascensor era tan viejo que todavía funcionaba con poleas y cuerdas en lugar de hacerlo con un campo magnético. Para cuando llegase a la planta donde ella estaba, le daba tiempo a pedirle disculpas a Lorito y cocinar una cena de cinco platos.

Mona trepó al exterior del número 1405 de la calle Abracadabra sin despegarse de la pared, para esquivar la neblina acida que descendía despacio hacia el suelo. Esa neblina no tardaría en convertirse en gotas del tamaño de bolas de naftalina y el ruido de las alarmas de los coches retumbaría por toda Ciudad Satélite.

Llegó a la azotea justo cuando Lorito ya se marchaba. El niño Bartoli había desplegado una escalera y la estaba cruzando para dirigirse al edificio contiguo.

—Eh, Lorito, ¿qué haces?

Pero el viento se llevó sus palabras y Lorito no se volvió. Qué raro... ¿A qué creía que estaba jugando? Mona sabía que lo que tenía que hacer era volver más tarde, pero también sabía que no iba a hacerlo. Aquella situación era demasiado intrigante. De modo que, moviéndose con la agilidad y el sigilo de una gata, Mona siguió a su compañero Sobrenaturalista hasta el siguiente edificio.

Lorito había dejado la escalera desplegada, lo que significaba que tenía intención de volver. Mona tendría que tener cuidado. Si no regresaba antes que Lorito, se quedaría sola en aquella otra azotea con el estallido inminente de la lluvia acida.

Lorito corrió a través de la superficie de hierro colado, sorteando los charcos grasientos que llevaban años destrozando el tejado. Mona se encaramó a lo alto de la caseta de la azotea. Desde allí, ella podía verlo todo, mientras que desde abajo Lorito no podía verla a ella.

El diminuto Sobrenaturalista llegó hasta la esquina de la parte norte del edificio. La Estatua de la Voluntad destacaba en el perfil de la ciudad que se recortaba detrás de Lorito, con la luz roja parpadeando en su mano. También había una luz azul. Más cerca, en la propia azotea. Mona dio un respingo: había un Parásito tendido en la sombra del borde del tejado. Eso lo explicaba todo; Lorito había visto a la criatura en la Parábola y había ido a investigar.

¿Qué haría su compañero entonces? Nunca llevaba armas, y Stefan ya había hecho estallar el único Pulso de Energía que tenían. Mona estaba a punto de bajar de un salto de la caseta para reunirse con su compañero cuando Lorito hizo algo extraño: se arrodilló delante de la criatura y le tendió la mano. El Parásito, débil por la falta de energía, con su corazón palpitante de un azul pálido, extendió la mano de cuatro dedos hacia la de Lorito. Se estaban reconociendo el uno al otro, comunicándose.

Mona por poco se cae del tejado. Aquello era increíble. ¿Quién era Lorito? ¿Qué era? ¿Había sido un traidor todo aquel tiempo? Mona extrajo con nerviosismo su teléfono del bolsillo y marcó el número de Stefan. Pero no, eso no era suficiente. Sería su palabra contra la de Lorito. Necesitaba algo más.

El teléfono de Mona era muy viejo, sin demasiadas prestaciones en cuanto a tecnología se refería. Sin embargo, sí iba equipado de cámara fotográfica: sesenta segundos de vídeo o cien fotos. Mona escogió la opción de vídeo y apuntó con la lente del teléfono hacia Lorito y su amigo azul... Justo a tiempo para ver cómo Lorito se cortaba el dedo adrede con una navaja de bolsillo y le ofrecía la herida al Parásito. La criatura envolvió los cuatro dedos alrededor de la herida y absorbió una corriente plateada de fuerza vital. Al cabo de unos segundos, su color azul brillante natural había reaparecido. La criatura soltó a Lorito y se puso de pie.

Mona comprobó la grabación de vídeo para asegurarse de que había visto lo que creía haber visto. Lorito había curado al Parásito. Ahora todo tenía sentido. ¡Pues claro que Lorito no llevaba nunca una vara electrizante! ¡Claro que se había opuesto a utilizar el Pulso de Energía! Estaba del bando de los Parásitos.

Lorito se estaba chupando la herida del dedo cuando se abrió la puerta del ascensor. Stefan y Cosmo habían vuelto. Estaban reunidos alrededor de Mona, formando una pina y mirando algo: la pantalla del teléfono de ella.

—Eh, ¿qué es eso? —preguntó el niño Bartoli—. ¿Uno de esos e-mails de risa? Algunos son para desternillarse.

Stefan cogió el teléfono con manos temblorosas. Tenía la cara tensa y pálida.

—Sí, Lorito. ¿Quieres echarle un vistazo? Es para troncharse de risa. Por cierto, ¿qué te ha pasado en el dedo?

Un escalofrío le recorrió la espalda.

—Me lo he pillado allí, en el panel de la puerta del ascensor. Ya sabes, ese que sobresale.

—Ya sé cuál es. Toma, echa un vistazo.

Lorito cogió el teléfono y apretó el triángulo para reproducir la imagen. Por un momento no supo reconocer qué era lo que estaba viendo, pero entonces se le hizo aterradoramente claro: lo habían descubierto. Lo habían pillado. Al fin. Después de todo aquel tiempo, había llegado la hora de la verdad.

—Vale —dijo devolviéndoles el teléfono—. Ya sé que esto tiene muy mala pinta, pero no es lo que parece. Puedo explicarlo.

Stefan miró directamente hacia delante, esquivando la mirada de Lorito.

—Recoge tus cosas y lárgate. No quiero verte por aquí mañana por la mañana.

—Espera un minuto, escucha lo que tengo que decirte...

Mona interrumpió al niño Bartoli.

—Todo este tiempo... ¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta? Con razón no disparabas a los Parásitos... Con razón siempre ponías objeciones a cualquier plan con posibilidades de funcionar...

Lorito retrocedió unos pasos.

—¿Con posibilidades de funcionar? No era así.

—Entonces, ¿cómo era, Lorito? Todos los días nos clavabas una puñalada en la espalda. Clavabas a todos los seres humanos una puñalada en la espalda. ¿Por qué no vas al Clarissa Frayne y curas a todos esos Parásitos a los que se acaba de cargar Cosmo?

Lorito agachó la cabeza.

—Ojalá pudiese —murmuró.

El comentario enfureció a Stefan, quien agarró a Lorito del cuello de la camisa y lo puso encima de una mesa de trabajo.

—¡Ojalá pudieses! ¿Cuánto tiempo llevas traicionándonos, Lorito? ¿Desde el principio? ¿Tres años?

Las acusaciones cayeron como un mazazo sobre Lorito. El hombrecillo pareció encogerse aún más, encorvándose sobre sí mismo.

Stefan le dio unos golpes en el pecho.

—Si vuelvo a verte, te trataré como un enemigo, y créeme, no te va a gustar.

—No lo entiendes, Stefan —protestó el niño Bartoli—. No ves lo que está pasando.

Stefan se le rió en la cara.

—Vaya, a ver si lo adivino: ¿otra teoría conspiratoria? Myishi nos utiliza para sus propios fines. Ellen Faustino ha estado mintiendo.

La verdad salió disparada por la boca de Lorito como un misil.

—¡Absorben el dolor! —gritó.

Cosmo sintió que estaba a punto de ocurrir algo importante. Lo que Lorito dijese cambiaría sus vidas para siempre.

—Los Parásitos absorben el dolor, no la fuerza vital, solo el dolor. Nos ayudan. Siempre nos han ayudado.

Stefan le dio la espalda a Lorito. No quería oír aquello.

—Tonterías. Dirías cualquier cosa con tal de salvar el pellejo.

—¿Recuerdas lo que me preguntó Lincoln en el Vertedero?

Mona lo recordaba.

—Tus mutaciones. Te preguntó si eras sensible.

Lorito se sentó en la mesa de trabajo.

—Los niños Bartoli suelen tener determinados poderes. Yo puedo curar con las manos. Puedo quitar el dolor.

—Lo sabía —dijo Cosmo—. Después de mi accidente, hiciste que desapareciera mi dolor de cabeza. Dijiste que fue la medicina, pero fuiste tú.

Lorito asintió.

—Es un don que comparto con los Parásitos. Hacemos lo mismo; a lo mejor por eso soy sensible a ellos. Yo percibo los fenómenos sobrenaturales y ellos me perciben a mí. La gente lo llama sexto sentido.

Cosmo recordó algo.

—En el Vertedero, Lincoln dijo que curabas con las manos. Creía que hablaba de tu capacidad como médico, pero él sabía que absorber el dolor es una mutación Bartoli.

Lorito se examinó las palmas de las manos.

—No es que cure con las manos. No hay nada que se cure más rápido que el propio cuerpo. Yo solo absorbo el dolor.

Stefan se negaba en redondo a creer sus palabras.

—Todo eso es absurdo. Completamente absurdo.

—¡Los Parásitos forman parte de la naturaleza! —insistió Lorito—. Son transformadores de energía, igual que yo. Igual que cualquier otro ser del planeta, de un modo u otro. Toda mi vida he podido verlos, sentirlos, percibirlos... Al principio les tenía miedo, hasta que me di cuenta de que estaban haciendo exactamente lo mismo que hacía yo. No son ninguna especie maligna. Les atrae el dolor; lo toman y lo transforman en energía. El ciclo de la vida.

Stefan se volvió. Tenía el rostro lívido de ira a duras penas contenida.

—¿Y qué hay de mi madre? Yo vi lo que le hicieron los Parásitos.

—Se estaba muriendo —dijo Lorito con delicadeza—. La ayudaron. Aliviaron su sufrimiento. Los Parásitos absorben el dolor cuando es demasiado tarde para que el cuerpo se cure solo. Esto era así antes de que empezasen a multiplicarse fuera de control. Antes de que modificásemos el orden natural de las cosas.

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