LOS
leguleyos de Myishi les leyeron a los Sobrenaturalistas sus derechos y luego los llevaron a un Susucóptero que los esperaba en la azotea. Realizaron un trayecto de diez minutos hacia el norte, hasta el Parque Industrial Ray Sol, y aterrizaron en un helipuerto en la azotea de uno de los edificios de Myishi. El encargado de cubetas favorito de Cosmo los estaba esperando junto a la cubeta de plastiglás en la zona de detención del edificio.
—Hola, cariño —lo saludó, al tiempo que sujetaba la ventosa de succión a la cabeza de Cosmo—. Sabía que volveríamos a vernos. Me han traído especialmente aquí para que haga este trabajito. Hoy hago horas extras dobles.
Arrojaron sin contemplaciones a los Sobrenaturalistas a la cubeta de ácido amarillo y los dejaron colgando de una serie de ventosas de succión. El sedante del celofán ya se les había filtrado en el organismo, por lo que no opusieron resistencia y se relajaron en su prisión líquida. La solución acida empezó a trabajar de inmediato en los envoltorios de celofán, absorbiendo el virus. Era un proceso lento y tendría que pasar al menos una hora hasta que recuperasen algo de movilidad.
Hasta ese momento, no tenían más remedio que permanecer allí pensando en cosas bonitas. Si trataban de revelarse, solo conseguirían que el celofán les hiciese más presión en el pecho.
Una vez que el encargado de la cubeta hubo terminado de colgar al último Sobrenaturalista, hizo una llamada por el intercomunicador del edificio. En apenas unos minutos, Ellen Faustino llegó flanqueada por dos guardaespaldas. Cuando vio a los Sobrenaturalistas suspendidos del techo, le dio un golpe en el pecho al hombre.
—¿Qué crees que estás haciendo? —gritó—. ¡Se supone que tenían que estar muertos! Lo único que quería ver eran cuatro cuerpos para asegurarme de que estaban muertos. Está claro que siguen vivos y coleando.
Dentro de la cubeta, las palabras de Faustino se abrieron paso entre el aturdimiento de Stefan. ¡Muertos! Tenía que haber un error. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué iba la profesora Faustino a querer verlos muertos? Ellen Faustino no podía querer ver a nadie muerto, era una científica.
El encargado de la cubeta no llegó a inclinarse para hacerle una reverencia, pero estuvo a punto.
—Lo siento, directora Faustino. Nadie me lo dijo. Los bajaré ahora mismo. Dentro de doce horas no quedará nada de ellos más que moléculas.
Stefan intentó hablar, pero su aliento rápidamente tensó el celofán. Se retorció débilmente en la cubeta de ácido, pero el celofán seguía sujetándolo con fuerza.
—Así que estás despierto, Stefan —dijo Faustino, apoyando las palmas de la manos en el plastiglás.
La boca de Stefan no podía preguntar por qué, así que sus ojos lo hicieron por ella.
—¿Estás confuso? —preguntó Faustino—. ¿No entiendes lo que pasa?
Todos estaban escuchando, luchando contra el sedante.
—Es tal como te dije, Stefan, estabas trabajando para mí. Todos vosotros. Los Sobrenaturalistas os encargabais de detalles de los que yo no podía encargarme, hacíais trabajos para los que yo habría tardado meses en obtener los permisos. Y no dispongo de ese tiempo.
Hizo una pausa en su narración y ordenó al encargado de la cubeta que se fuese al otro extremo de las instalaciones.
—Todo esto es
top secret
—explicó—. Si escucha algo más, tendré que matarlo, y es difícil encontrar buenos encargados de cubeta. Todo iba viento en popa hasta que empezó a remorderte la conciencia: encontraste a los Especnoides 4, tal como sabía que harías, y colocaste el Pulso de Energía. Si yo hubiese intentado llevar a cabo cualquiera de estos planes tan astutos, seguro que me habrían descubierto.
Stefan no se sentía muy astuto en ese momento. Se sentía crédulo e ingenuo.
—Podría haber sido perfecto: los Sobrenaturalistas eliminan a los Parásitos y mi equipo los captura. Yo habría desarrollado una fuente de energía limpia y salvado el Satélite, pero ahora, de repente, después de tres años, el obsesionado Stefan Bashkir cambia de idea y ya no quiere luchar contra los Parásitos. Ahora los Sobrenaturalistas ya no son nuestros socios, son cabos sueltos. Y todos sabemos lo que pasa con los cabos sueltos: se cortan. Dentro de unas horas no quedará ni rastro de ti ni de tus compañeros. He hecho incluso que mis chicos confisquen vuestro equipo de la calle Abracadabra. Para cuando haya terminado, ni siquiera quedará un archivo de ordenador ni una huella dactilar.
Stefan quiso golpear la pared de la cubeta con la parte inferior de su cuerpo, pero sus botas de suela de goma rebotaron en el plastiglás de forma inofensiva.
Faustino se echó a reír.
—El mismo pequeño Stefan de siempre. Peleando hasta el fin. Igual que tu madre. —Se acercó más a la cubeta—. Hay un par de cosas más que deberías saber, solo para castigarte por retrasar mi plan. En primer lugar, tu compañero tiene razón: por supuesto, los Especnoides 4 no absorben la fuerza vital. Solo alguien tan obsesivo como tú podría creerse eso. Hicimos pruebas con ratas de laboratorio; dejamos varias ratas heridas en un entorno submarino, lejos de los Especnoides 4, pero estas no sobrevivieron más tiempo que las que obtuvieron la ayuda de los Parásitos. También realizamos pruebas con humanos, con... mmm... voluntarios. Los resultados fueron los mismos. De hecho, la intervención de los Especnoides 4 consiguió reducir el nivel de estrés de los sujetos. Las criaturas solo absorben el dolor. Y para colmo, en realidad sus emisiones de energía parecen estar reparando el agujero en la capa de ozono. Aquello de que desestabilizaban el Satélite solo era otra mentira para que mordieras el anzuelo. Si te hace sentir mejor, el Pulso no los mató. La energía no puede destruirse, eso es ciencia básica. El Pulso sí parece haberles convertido en estériles, por lo que los niveles volverán rápidamente a la normalidad.
Cosmo sintió que se le cerraban los ojos.
«No te duermas —se dijo—, o puede que no vuelvas a despertarte.» A su lado, Mona ya estaba inconsciente, pero los ojos de Stefan se volvían más brillantes por momentos. El odio lo mantenía activo, como lo había hecho en los tres años anteriores.
—Y esto que viene ahora te va a encantar, Stefan —continuó Faustino—. Si te has molestado alguna vez en comprobar mi historial en la academia, Stefan, habrás visto que hubo otros cadetes que sufrieron experiencias cercanas a la muerte.
Faustino observó la reacción de Stefan con atención, esperando que él mismo fuese capaz de sumar dos y dos. De repente, así lo hizo, y empezó a dar sacudidas violentas en el interior de su caparazón de celofán.
Ellen dio una palmada.
—Muy bien. Veo que ya lo has adivinado. Eso es, Stefan. Por aquel entonces ya trabajaba para Myishi, y tú formabas parte de un experimento. Me convertí en Oteadora por un accidente realmente fortuito, pero a ti te convertí en Oteador a propósito. Me di cuenta de cómo se hacían los Oteadores y decidí fabricar unos cuantos más. ¿Nunca te pareció extraño que hubiese una ambulancia esperando justo a la vuelta de la esquina? Todo estaba preparado. Al final te habría reclutado para mi grupo, pero abandonaste el cuerpo y decidiste crear tu propio grupo. Lo de tu madre fue una desgracia, pero lo cierto es que va contra el reglamento llevar pasajeros civiles en un coche patrulla de la policía, por lo que el único culpable de eso eres tú.
Stefan dejó de moverse de golpe, colgado de su ventosa de succión. Unas lágrimas amargas le resbalaban por las mejillas y formaban un charco en el celofán.
—Vaya... —exclamó Faustino—. ¿Te he destrozado el alma? Qué pena...
Hizo un chasquido con los dedos para llamar al encargado de la cubeta.
—Sumérgelos —le ordenó—. No quiero que quede ni siquiera un diente que pueda relacionarlos con I+D.
—Ningún problema, directora —dijo el hombre—. Considérelos fuera de su vida.
Subió los escalones hasta los cabrestantes de las ventosas de succión y liberó los trinquetes de cada uno. Las ruedas giraron a toda velocidad y las cabezas de los Sobrenaturalistas acabaron sumergidas en la cubeta gigante de compuesto ácido.
—Buen trabajo —dijo Ellen Faustino—. Tendrás una pequeña bonificación en tu nómina de este mes.
—Gracias, directora, ha sido un placer, como siempre.
Pero el encargado de la cubeta estaba hablando solo, Ellen Faustino ya se había marchado. Había trabajo que hacer y no tenía horas libres para ver cómo los Sobrenaturalistas se deshacían en ácido.
Por supuesto, la disolución era el menor de los problemas de los Sobrenaturalistas. Se ahogarían mucho antes de que el compuesto ácido les corroyese la piel y los huesos. El celofán había cedido un poco, pero no lo suficiente para permitirles salir de la cubeta. Para cuando tuviesen las extremidades libres, las bolsas de aire del celofán ya haría rato que se habrían agotado.
Cosmo trató de luchar contra el sueño. El resto del grupo ya había sucumbido al sedante del celofán; suponía que la única razón por la que su cuerpo se resistía al componente químico era porque ya lo habían empaquetado tres veces.
«Piensa —se ordenó a sí mismo—. Todo está en tus manos. Tienes que tener una buena idea en alguna parte. Tiene que haber algo en esa cabeza llena de parches... Espera un minuto. Algo en la cabeza...»
Un recuerdo asomó a los ojos de Cosmo. En el almacén, después de su accidente. Mona le había dicho algo: «Por suerte para ti, Lorito tenía por ahí guardadas un par de placas base robóticas y ha usado una para remendar la fractura de cráneo. Esas placas robóticas están hechas del mismo material que se usa para revestir los tanques de asalto. Cuando se te cure la piel, Lorito dice que serás capaz de atravesar una pared de ladrillo de un cabezazo».
La placa robótica.
Cosmo se aproximó con grandes dificultades a la pared de la cubeta, echando la cabeza hacia atrás el máximo posible. Luchando contra el sueño, la imposibilidad de respirar y el líquido espeso, dio un cabezazo al plastiglás con todas sus fuerzas. La pared de la cubeta se flexionó un poco y Cosmo sintió un terrible dolor en la frente.
El encargado de la cubeta se acercó, azuzado por la curiosidad.
—Oye, cariño —dijo sonriendo—. ¿Es que intentas escapar? Me temo que solo con piel y huesos no lo vas a conseguir. —Dio unos golpecitos en la cubeta—. Plastiglás. Como no tengas por ahí algo parecido a un tanque de asalto, no vas a salir de aquí.
Por supuesto, Cosmo no oyó nada de todo aquello. Lo único que podía oír era el aullido de dolor de su cabeza. No tenía otra opción más que intentarlo de nuevo. Apretando los dientes, arremetió contra el plastiglás otra vez. Cuando el dolor remitió, advirtió que se había abierto una pequeña grieta en la cubeta.
—Déjalo ya —dijo el encargado de la cubeta, restregando la grieta con el pulgar—. Tengo que limpiar esto.
«Uno más —se dijo Cosmo—. Tengo aliento para uno más.»
Cosmo echó la cabeza hacia atrás y, con toda la fuerza de su cerebro, su cuello, su pecho y su columna vertebral, golpeó el plastiglás exactamente en el mismo sitio. Un ruido metálico retumbó por las paredes de la cubeta.
La grieta aumentó de tamaño y llegó al exterior de la cubeta.
«Una gota. Solo una gota.»
—Déjalo, chico —gritó el hombre—. Ve a dormir. Déjalo ya.
La grieta se extendió un poco más, como en una telaraña plateada. Una única gota de ácido amarillo se coló por la hendidura, y corroyó el interior sin tratar de la plancha de plastiglás.
El encargado de la cubeta frunció el ceño.
—¿Cómo has...?
La plancha se rompió. Seguramente las grietas tardaron unos cuantos segundos en destruir la parte externa de la cubeta, pero pareció instantáneo. El encargado tuvo el tiempo justo de abrir la mandíbula de asombro e incredulidad antes de que se le llenara la boca de compuesto ácido. Varios miles de litros de ácido siguieron al primer estallido y se desparramaron por el suelo de las instalaciones para extenderse por todos los rincones. Los Sobrenaturalistas y sus arneses fueron arrastrados por la corriente y aterrizaron sobre las losas del suelo, rebotando como peces vivos en el suelo de una pescadería.
El encargado de la cubeta fue quien se llevó la peor parte: se topó de cabeza con el martillo líquido, por no hablar de los distintos fragmentos de plastiglás que lo golpearon hasta estrellarlo contra un muro adyacente. Volvió a caer en el suelo inundado cuando ya le estaba saliendo un chichón en la frente.
«Ahora será mejor que me duerma —pensó Cosmo—. Todos los demás están dormidos.»
Por supuesto, los Sobrenaturalistas no estaban a salvo todavía, con sus movimientos limitados por su estado de inconsciencia y por los envoltorios de celofán. En cualquier momento, otro miembro del personal de Myishi podía entrar en el departamento de cubetas y descubrir el desastre, o los de seguridad podían encender el monitor y darse cuenta de que las cosas no iban ni mucho menos como la seda en el sótano. Sin embargo, al menos los Sobrenaturalistas seguían vivos de momento, algo por lo que ningún jugador experto habría apostado.
Los minutos pasaron muy despacio, con un tictac que seguía el ritmo de la porquería amarilla que manaba de la cubeta rota. A medida que iba pasando el tiempo, el ácido cumplía con su labor, comiéndose lentamente los envoltorios de celofán. Tuvieron que pasar cuarenta minutos, pero al final Stefan quedó libre. Cuando la primera bocanada de oxígeno le limpió la sustancia sedante de los pulmones, recobró la conciencia y se liberó de los últimos jirones de celofán, como una mariposa saliendo de su capullo. Se puso de rodillas y empezó a toser para expulsar de su organismo una mezcla acre de celofán y gases ácidos. Poco a poco los recuerdos recientes reemplazaron a sus sueños.
—Faustino —exclamó jadeando, al tiempo que se quitaba la ventosa de vacío de la cabeza.
Lorito fue el siguiente en despertarse.
—¿Qué te dije? ¿Quién es ahora el traidor?
Stefan arrancó los restos de celofán del cuerpo del niño Bartoli.
—Por lo visto, últimamente me mienten todos mis amigos.
Lorito carraspeó con grandes aspavientos.
—La ambulancia que te recogió. Tienes que creerme, yo no lo sabía.
Stefan le dio una palmadita en el hombro.
—Pues claro que no lo sabías. Fue ella la que nos utilizó a todos.
Bashkir sacó a Mona de debajo de una lámina de plastiglás.
—Pero ¿cómo hemos logrado salir vivos de ahí? —preguntó—. Estaba seguro de que moriríamos.