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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Genio y figura (10 page)

BOOK: Genio y figura
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Muy de veras me aflige no conservar el artículo de los consejos dirigidos a la Stolz para poder copiar aquí un trocito; pero como Julio Lemaître
[7]
, en caso parecido, si no idéntico, vino a decir lo propio, pondré aquí algo de lo que dijo:

«Vais —le dijo, yo supongo que dirigiéndose a la Stolz—, a mostraros a hombres de poco arte y de menos literatura, que os comprenderán mal, que os mirarán con el asombro que se mira una ternera de cinco patas, que verán en vos un ser extravagante y estruendoso, y no la artista infinitamente seductora; y que no reconocerán vuestro talento sino porque les costará caro el oíros».

Para remachar el clavo con que el crítico hería el orgullo de la América latina, como ahora se dice, había en el artículo algunas amonestaciones a la artista, a fin de que no se dejase enternecer por las ardientes adoraciones de los entusiastas americanos, a quienes el articulista calificaba de sensuales y de candorosos, y que, inflamados de amor, irían a ponerse de hinojos ante ella.

Este arranque de la
outrecuidance
parisina enojó en extremo a los brasileños más patriotas, faltando poco para que no le produjese a la Stolz el amargo fruto de una silba. Por fortuna la filarmonía pudo más en esta ocasión que el patriotismo vidrioso, y la Stolz fue aplaudida frenéticamente, y llevada a su casa en triunfo, con música, antorchas y faroles encendidos. Hubo, no obstante, algún poeta satírico y avinagrado, que se vengó en la Stolz de la insolencia del crítico francés, y todavía conservo yo en la memoria algo de una graciosísima sátira que le compuso, donde después de afirmar que la artista era un desecho del viejo mundo y ella también vieja, justifica irónicamente los aplausos que le han dado con razones y comparaciones como las contenidas en los siguientes versos:

Um velho poema de capa extragada

Nao perde por isso o interno valor,

E a veces de baixo da pranta pisada

Descóbrense ainda vestigios da flor.

Pero no adelantemos los sucesos; prescindamos de este episodio que apenas tiene relación con nuestra historia, y volvamos a la noche en que Rosina Stolz apareció en el teatro de Río por vez primera.

XXI

Rafaela, que era generosa de todo, lo era también de aplausos y de alabanzas. Por nada del mundo hubiera gustado de que silbasen a la Stolz como la habían silbado a ella, a no tener a la mano otro D. Joaquín para consolarla de la silba. Rafaela quiso, pues, que la Stolz triunfase, y se propuso contribuir a su triunfo. Y como Rafaela además era aficionadísima a la música, no se resignó a dejar de oír a tan egregia cantarina. De aquí que saliese del retraimiento en que por la pena de la reciente muerte de Arturito se encontraba y apareciese en su palco, en el teatro, la primera noche en que la Stolz cantó en la
Semíramis
. Don Joaquín fue también, aunque estaba tan apesadumbrado como si hubiese perdido un hijo.

En el entreacto, el vizconde de Goivoformoso y Juan Maury, que estaban en butacas contiguas, subieron juntos a visitar a Rafaela.

Muy impresionado estaba el vizconde, así por el canto como por la acción y la mímica de la Stolz, pero casi le borró aquella impresión una sorpresa que D. Joaquín, sin pensarlo ni quererlo, acertó a dar a él, y también a Juan Maury y a Rafaela.

No sabemos cómo se habló de Arturito y se lamentó su muerte. Don Joaquín se conmovió, hizo tres o cuatro pucheritos y se le saltaron las lágrimas.

—Toda mi vida —exclamó—, conservaré como recuerdo una prenda suya, que, sin duda, Madame Duval llevó a la alcoba de mi mujer, donde yo la encontré hace dos o tres días. Esta es la prenda.

Y levantando la mano del puño del bastón en que la tenía apoyada, dejó ver la cabecita de marfil que ya hemos descrito. Y llorando todavía por el difunto, tocó el resorte y movió la cabecita para que bajase y subiese los párpados, abriese la boca y sacase la lengua, luciendo sus habilidades. Al ver aquello, el vizconde se sonrió con malicia mirando a Juan Maury; éste se puso rojo como la grana, y Rafaela, sin poder reprimirse, empezó a reír a carcajadas. Don Joaquín hubo de imaginar que a Rafaela le hacían mucha gracia las muecas de aquel muñeco, y le movió más, poniéndosele delante. Rafaela rió entonces con carcajadas más sonoras, y, para no llamar la atención del público, se retiró al fondo del palco. Allí siguió la risa, y siguió, hasta que D. Joaquín, que había cesado ya de mover el resorte, acabó por alarmarse. También se alarmaron Juan Maury y el vizconde, únicos allí presentes. La risa, por caso extraño, se convirtió en ataque de nervios. Fue menester que Rafaela se retirase a su casa a media función, sin contribuir al triunfo de la famosa cantarina y sin presenciarle.

Sólo el vizconde, testigo de aquella escena, pudo comprender sus causas y explicar su significado.

Don Joaquín no volvió a servirse del bastón, porque Rafaela le dijo que el verle le hacía daño.

En efecto; Rafaela era una criatura muy singular. Al principio halló chistosa la equivocación de su marido y se rió de todas veras, con placer semejante al que produce la representación de un grotesco sainete; pero la tenaz persistencia de la escultura en sus muecas y visajes le produjo un efecto muy raro. Del mismo modo que al restregar un fósforo se hace brotar la llama, se diría que aquella figura, con sus persistentes y fantásticos movimientos, le restregó las telas del cerebro, y barriendo de allí las imágenes ridículas, hizo aparecer el cuadro vivo de tristes sucesos a que ella había dado ocasión, cuando no causa, y la no menos viva representación de la deplorable facilidad con que ella, casi sin saber cómo, había abandonado, en un momento de alucinación, los sinceros propósitos y los excelentes planes que le había hecho concebir el Padre García. Tal vez en la misma noche en que Arturito y el gaucho reñían un duelo a muerte, ella con el inglesito se había olvidado de todo. El puño del bastón, con su monstruosa y semihumana figura, de repente se trocó en un espectro para ella; en un espectro que acudía a atormentarla con burlas espantosas.

La señora de Figueredo, con todo, no se ahogaba en poca agua ni se asustaba por cualquier niñería. El ahogo y el susto pasaron pronto. Todas las cosas volvieron al ser que tenían.

El inglesito llegó a ser íntimo en casa de Rafaela. Don Joaquín concibió por él mucho más cariño que el que tuvo al gaucho, y casi estamos por afirmar que un poco más que el que tuvo a Arturito. Hasta la propia Madame Duval le cobró mayor amistad, le consideró más que a nadie y le miró como si fuese el señorito hijo de la casa, hablándole siempre en inglés y dándole el tratamiento de Master John.

Pasado este incidente, advertido sólo por el vizconde de Goivoformoso y por los tres actores principales, empezó y transcurrió una época brillantísima para el hotel de los señores de Figueredo y famosa en los anales de la
high-life fluminense
. Banquetes, animadas tertulias, bailes, lucidas cabalgatas y hasta giras de campo se sucedían con corta interrupción. El inglesito no faltaba jamás en estas diversiones. Y Rafaela, como el sol en el meridiano, resplandecía por su hermosura y elegancia y parecía dichosa. Lo que es D. Joaquín no se mostraba menos elegante ni menos satisfecho, aunque sí harto menos bonito, y dejando notar en la flojedad de sus piernas y en el temblor de sus manos que lo que llaman vulgarmente el
bajón
iba llegando para él, y que así para él como para los demás mortales, no pasan en balde los años.

XXII

Pronto pasó uno más, cuando ocurrió algo que, si bien hubiera debido preverse, fue muy doloroso para Rafaela. Juan Maury, trasladado por su gobierno con ascenso a una Legación de Europa, tuvo que abandonar a Río de Janeiro. Rafaela sintió sin duda grandísimo pesar, pero no le faltó energía para disimularle, y a los ojos del público apareció impasible y serena, así en los días que precedieron a la partida de Juan Maury como después de su partida.

Lo que pasó, durante aquellos días, en el corazón de Rafaela, no lo supo más que una persona. Rafaela no se lo podía ni se lo quería decir a Madame Duval, por juzgar sobrado sublime su secreto para hacer partícipe de él a tan vulgar personaje. Ni podía ni quería tampoco confesarle al Padre García, por considerar su secreto profano y por no ver en él culpa acompañada de arrepentimiento.

Rafaela, no obstante, sentía la necesidad de desahogar con alguien su corazón, hablando de sus penas. Y como su único, constante y muy íntimo amigo en la ciudad era el Vizconde de Goivoformoso, a quien trataba desde que ella había llegado a Lisboa, Rafaela reconoció que sólo el Vizconde era su posible confidente, y habló con él de todo, si bien con mayor seriedad, con el mismo desenfado y con la misma franqueza que empleaba para hablar con él cuando, hacía ya más de diez años, él y ella iban a merendar o a cenar juntos en el
Retiro de Camoens
.

Después de la ida de Juan Maury, Rafaela, a fin de evitar las hablillas y para que no se burlasen de ella afectando compadecerla como a mujer abandonada, siguió recibiendo por las noches y procurando que su tertulia no estuviese menos concurrida ni menos alegre que antes.

Las expediciones campestres de D. Joaquín a la
chácara
y las frecuentes jaquecas de que ella padecía, eran recursos de que no se había desprendido ni quería desprenderse. De estos recursos se valió entonces, no en pro del amor, sino en pro de una antigua y constante amistad, de la que esperaba consuelo y alivio en sus penas. Deseosa de hablar reposadamente con el Vizconde, le citó para una noche en que no recibía a los demás tertulianos, y tuvo con él el coloquio que vamos a reproducir aquí.

Después de los amistosos saludos de costumbre, con la inveterada familiaridad de siempre, y tuteando al Vizconde como solía, Rafaela le dijo:

—Tú eres mi mejor amigo, lleno para mí de amabilidad y de indulgencia. A solas contigo, no sé disimular: todo lo confieso: pienso alto. No me lo agradezcas. Yo soy quien debe mostrarte su gratitud. Si yo no pudiera decir a alguien lo que siento, si no te tuviera a ti para decirlo, creo que mi corazón estallaría como una bomba.

—Pues, hija mía, di cuanto se te ocurra, que pronto estoy a escucharte y a consolarte si puedo.

—De sobra —replicó ella— sabes mis relaciones con Juan Maury. Lo que no sabes es lo que ha habido de singular y de nuevo en estas relaciones. Otros hombres me han inspirado simpatías más o menos vehementes. Por ellos he sentido lo que se llama amistad. A caer en sus brazos me ha impulsado no sé qué extraña misericordia, no sé qué endiablada generosidad, que califico de perversa, y no sé qué vanidosa estimación de mi propia hermosura. He sido como engreído artista que anhela mostrar la linda joya que ha cincelado al que juzga delicado conocedor y buen perito. He sido como el poeta que, por más esfuerzos que hace, no sabe resistir a la tentación de recitar sus versos a quien juzga persona de gusto exquisito, capaz de estimar y de tasar el valor de ellos y los quilates de perfección y de belleza que contienen. Esta soberbia mía y el benigno afán de conceder yo venturas, sin pena para mí, sino tal vez con deleite, han sido la causa de no pocos extravíos y ligerezas que deploro. La gente me calificará de mujer galante y enamorada. Pero, si bien se mira, yo no he conocido el amor, como este no sea una combinación de amistad, aprecio, deseo de agradar y de embelesar, y empeño vanidoso en mostrar a quien se aprecia y a quien se profesa cierto cariño, todo el valer, toda la lozanía y toda la potencia deleitable y beatífica de la propia persona. Pero esto no es el verdadero amor. Si no fuese por los versos y las novelas que he leído, yo no tendría de él ni noticia ni presentimiento. En mi alma ha habido predilección no pocas veces. Tú, por ejemplo, y no quiero lisonjearte, has sido uno de mis predilectos. Lo que no ha habido en mi alma ha sido el amor perfectísimo de que nos habla la poesía. Mi alma ha tenido sus predilectos. Nunca ha llegado a tener al amado: al único, al verdadero y legítimo esposo; al que exclusivamente y para siempre se rinde la voluntad y se entrega y se abandona la vida. Sin él no se concibe goce. Las aspiraciones todas del espíritu, la fe en el mérito y excelencia de un ser extraño, el ansia de inefables placeres, todo, según dicen, se pone y se busca en el amado, el cual sólo podría tener rival en Dios, si lográsemos mortificar y aniquilar nuestro cuerpo y convertirnos en espíritu puro. Para la mujer amante no tiene, pues, ni puede tener en la tierra, rival el amado. Yo no había llegado ni me consideraba capaz de llegar a tan gentil idolatría. Sólo he entrevisto y columbrado así la capacidad de sentirla como el hechizo que debe de haber en ella, desde que fui de Juan Maury. Pero él, bondadoso, agradecido, con notable afecto hacia mí, porque yo no puedo ni quiero quejarme de su tibieza ni de su egoísmo, siempre me consideró como a una buena mujer, aunque harto ligera, y ese amor verdadero, ese apretado lazo de unión completa e indisoluble entre dos corazones humanos, jamás imaginó que pudiera enlazar su corazón con el mío. Yo entiendo que esto no llega a conseguirse jamás con súplicas y excitaciones de una parte. En ambas, para que prevalezca, ha de nacer de un modo espontáneo. Además, yo soy orgullosa y detesto la ficción y la mentira, aunque la piedad las motive. De aquí que al amor ideal, al amor exclusivo y único, que iba a brotar en mi alma, por primera vez y como flor tardía, le corté yo las alas antes de que remontase el vuelo. Juan Maury se ha ido. Yo no le censuro. Ha hecho bien. Ni él podía darme ni yo podía exigirle amor constante y para siempre. Deploro el amor ahogado antes de nacer, mas no el que ya vivía y ha muerto. Hasta en mi propia alma había obstáculos invencibles contra el nacimiento del amor, obstáculos que hubieran combatido contra él para darle muerte apenas nacido. La amistad que me inspira Joaquín Figueredo, mi gratitud hacia él, la estimación que le tengo, al ver en él un conjunto de nobles prendas, oculto y sepultado antes bajo las ruines condiciones de su sórdida existencia primera, y que yo he descubierto después, así para mí como para la generalidad de los hombres, todo esto no ha podido vencer la inclinación viciosa de mi naturaleza, la vehemencia de mis pasiones y la licencia y el desenfreno en que me he criado. Inútiles han sido mis propósitos de serle fiel; pero, me parece que no puede haber fuerza en el mundo que me impulse a serle inconstante, a abandonarle, a causarle inmenso dolor dejándole ver con claridad mi desvío, siendo con él cruelmente ingrata. Tengo por cierto que si mi amor hubiera nacido y se hubiera manifestado con la mayor vehemencia y si Juan Maury hubiera participado de él por completo, todavía hubiera yo preferido morir a dejar solo a Joaquín Figueredo, sin los cuidados y la ternura que hoy más que nunca necesita y que yo le dedico. Por esta consideración, casi me alegro de que Juan Maury me haya dejado y se haya ido muy lejos. Más vale que amor no nazca que no que muera en terrible lucha con una obligación que juzgo sagrada. Acaso halles tú harto alambicado y sutil lo que estoy diciendo, pero digo lo que siento aunque te parezca inverosímil. Hoy, perdido para mí Juan Maury y demostrada mi imposibilidad de amor, queda cual único fin de mi vida el propósito de hacer feliz a Figueredo, de mirar por su salud y bienestar, de endulzar y de prolongar su vida hasta donde sea posible, y, si le sobrevivo, de cerrar piadosamente sus ojos y de llorar su muerte.

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